Luis Martín Quiñones
En un mundo que cabalga a una velocidad vertiginosa, nuestros pasos no pueden ser los del tiempo añejo. Como Atalanta, la cazadora griega inalcanzable, o Jesse Owen, el velocista que humilló a Hitler, nos movemos en una carrera desesperada contra nuestro reloj interno, donde el enemigo o contrincante somos nosotros mismos.
Como un enfermo, padecemos de agonía crónica. El gen del impulso interminable, de la rueda sin fin, se ha insertado en nuestro ADN neuronal. Vivimos en nuestra propia tierra fértil donde florece la cosecha más abundante: la hiperactividad. Como Sísifo, cargamos la piedra una y otra vez, pero lo hacemos con un gozo y motivación, que morimos con la felicidad del desgaste.
Byun-Chul Han, filósofo coreano, nos plantea en su ensayo La sociedad del cansancio, que las enfermedades de hoy nos amenazan no con infecciones, sino con infartos ocasionados por exceso de positividad. En este movimiento interminable, como el hámster en su jaula, giramos sin fin, sin tiempos fueras, sin el momento antiguo de la contemplación. Bajo un sistema perfecto donde no hay límites -nos dice el filósofo sudcoreano-, hay una “[...] violencia de la positividad, que resulta de la superproducción o la supercomunicación [...]”.
Las generaciones de la velocidad ad finitum, han nacido bajo la enajenación autónoma. En la fatiga interminable, del éxito inagotable, de la webmind insaciabe que todo lo puede, quiere, sabe y obtiene. Pero en la sociedad del cansancio, cabemos todos: vivimos angustiados. En la antigüedad cercana, a mediados del siglo XX, aún podíamos practicar el valioso status del ocio. No hacer nada era posible. Hoy eso parece irrealizable. Somos los hombres del veinticuatro siete, los eternos disponibles, gozosos de cumplir con nuestra tarea. No necesitamos del control remoto que nos mueva: nos autoexplotamos.
Pero nada es gratis. La falta de aburrimiento, del medio tiempo, de estar en off, nos pasa factura. El navegar por las aguas del exceso, nos puede llevar a la depresión, al burnout, y el agotamiento cerca del infarto nos recuerda algo: el fracaso. Inmersos en la productividad, en las vías de tren digitales de la comunicación, hemos olvidado que viajamos en un simulador de vuelo del éxito, que oculta la derrota, la desilusión. El aislamiento y ese universo interminable nos conduce a la isquemia emocional.
La dependencia por y para el rendimiento mecanizado, para Byun-Chul Han, en la sociedad del cansancio, la consecuencia inevitable es el dopaje. ¿Hasta cuándo, cuánto, es suficiente? Como el farmacodependiente, el hombre del cansancio necesita de la misma droga: el trabajo. En ese afán interminable, agotamos las endorfinas estimulantes hasta caer en el agujero negro existencial y nos fundimos como un microprocesador reemplazable.
Nos hemos convertido en los muertos vivientes, o en las almas muertas de Nikolái Gógol, que en su célebre libro, nos narra cómo los siervos (almas), de la Rusia zarista, son explotados y exprimidos por los terratenientes. Y el negocio no se acaba con su muerte. Chíchikov, el comprador de almas, adquiere los derechos de propiedad de los siervos muertos para que el gobierno le otorgue tierras y enriquecerse. La caída vertiginosa dentro de un sistema perfecto de laboriosidad ha creado las almas del cansancio, pero que son olvidadas: nadie compra almas muertas, somos reemplazados.
Con la hipercomunicación, fundamento del hombre abstraído, el beneficio conlleva la enfermedad. No obstante estar mejor comunicados, estamos más solos; a mayor información, más dispersos: aprendices de todo, maestros de nada.
En esta sociedad del inquieto, del dopado, del Homo laborans, quizás, lo mejor, sea dejar pasar el tiempo, practicar el ocio, reinventar el espacio y la temporalidad, contemplar la vida por un rato, la lectura sin prisas; escuchar al prójimo (próximo), ver las estrellas, y por qué no, escribir una poesía a media noche, pero eso sí, compartirla de inmediato por WhatsApp.