“Por mucho que nos burlemos de los milagros cuando estamos fuertes y sanos y disfrutamos de la prosperidad, en cuanto la vida se resquebraja y se desmorona de tal modo que únicamente un milagro puede salvarla, ¡depositamos nuestra fe en el mero y exclusivo milagro”
Alexander Solschenizyn
El oxímoron pareciera absurdo. Sin embargo su antagonismo puede explicar mucho de la realidad que reposa en una falsa ilusión. Dentro de un sistema donde su prioridad es mantener la salud en equilibrio con la enfermedad, esperaríamos una mejor perspectiva. En estos días debemos pedir permiso para enfermarse o morir, ya que “no hay camas suficientes, no hay medicamentos para el cáncer o no hay un respirador, y será vacunado en el 2025, disculpe usted”.
Alexander Solschenizyn recibía el premio Nobel de literatura en 1970. Debido al control y censura en Rusia, sólo alcanzó a enviar su discurso de aceptación. En su célebre libro El pabellón del cáncer nos da una imagen de un sistema de salud anquilosado, torpe y burocrático. Kostoglotov, enfermo de cáncer tiene que hacer esfuerzos extras para que reciba la atención médica. Después de un tratamiento con radiaciones al fin logra su recuperación. Agradece a los médicos: “Soy su agradecido deudor”.
Aunque muy distante de aquella época, y no obstante el avance tecnológico que ahora existe, parece ser que nuestro sistema de salud padece de enfermedad terminal. Al igual que la burocracia rusa del ya lejano 1945, no podemos avanzar ni destrabar la fuerza y el control del Estado que prefiere reducir el presupuesto para el cáncer infantil. Sí ya el cáncer es una tragedia, en un niño, no sé qué adjetivo merecería.
Alexander Solschenizyn publica su primer texto de El pabellón del cáncer en 1963 y lo finaliza en 1967. Como sobreviviente de un tumor de estómago al que él mismo se refería a la remisión como un milagro, logró plasmar en su obra las carencias y caminos sinuosos para acceder al bienestar del Estado. Al igual que Oleg Kostoglotov recorre la administración burocrática de salud y tropieza con singular recurrencia. Y en emotiva frase nos dice: “¡Un río que vierte sus aguas en las arenas…! Pero los doctores quieren privarme de este último meandro. En virtud de no sé qué derecho (y no se les pasa por las mentes preguntarse si tal derecho les asiste) deciden, prescindiendo de mí y a mis espaldas, someterme a tan terrible tratamiento [...]”.
El 2020 dejó ver que el sector salud dista mucho de ser el proveedor de la homeostasis nacional. La visita del coronavirus puso al descubierto que el Estado fue incapaz de someter la expresión de la naturaleza. Como obligación debió haber sido más estricto en las medidas preventivas y más bondadoso para concentrar sus energías en evitar la hecatombe que se veía venir.
Médicos, epidemiólogos, administradores profesionales de la salud pública criticaron y sugirieron soluciones sin ser escuchados. El precio se pagó muy alto con una letalidad que nos va a dejar muy malos recuerdos. La insistencia en que se hicieran más pruebas no fue escuchada. Lo que no se invirtió en corto plazo se pagó con altísimas tasas de interés social y con la muerte. Esto sin mencionar que muchas otras enfermedades llevan tiempo esperando su mejor momento, y otras, como el cáncer infantil, aguardan para recuperar la esperanza.
Solscheninzyn recupera la salud y Oleg Kostoglotov logra vencer al cáncer y al sistema de salud corroído y oxidado. Como un tumor, el Estado derrama sus errores. Así, nuestro sistema de salud pública, lejos de cumplir con las obligaciones y satisfacer las necesidades, que por derecho, merecemos, se convierte como la metástasis, “en una reproducción secundaria del mal”.
Y Kostoglotov nos deja una pregunta qué valdría la pena hacerse: “...cuál es, en resumidas cuentas, el precio supremo de la vida. ¿Cuánto se debe pagar por ella? ¿Cuánto no debe pagarse?”.