“Nada es como debería ser. Todo aquello por lo que has vivido y sigues viviendo es una mentira y un engaño que te están ocultando en la vida y la muerte”.
León Tolstoi
León Tolstoi en su obra La muerte de Iván Illich, nos plantea una muerte que desde el principio ya sucedió. Ya sabemos el final, pero lo que nos narra después son precisamente su vida, la cúspide y la caída. Las angustias, sus frustraciones, decepciones y los avatares hacia un final que ya conocemos. La tristeza de Iván Ilich y todo lo que rodea su muerte, es conmovedora.
A diferencia de Iván Ilich, cuando sospeché que tenía coronavirus, no sabía lo que me esperaba. Sigiloso y artero se fue intercalando en mis células y minándolas sin compasión. Los virus no tienen miramientos ni perdonan el estado físico de los enfermos. Llevo 15 días y he pasado por alucinaciones, dolores agotadores, inapetencia (he perdido 4 kg), sudoraciones, deshidratación y momentos de locura.
Cómo Iván Ilich esperé un trágico final. Y cómo él, muchas reflexiones vinieron en rescate de mi existencia. Sin embargo, hasta el día de hoy mi oxigenación no ha bajado del 86 por ciento. En un momento pensé que lo mejor era ir al hospital y que me dieran un tratamiento para sentirme mejor, pero el miedo a no salir ni ver a mis seres queridos me hizo resistir. Nunca en mi vida había alucinado tanto.
Mi mente ordenaba el caos y lo resolvía de tal manera que podía tener pequeños espacios de solvencia mental. Un sueño intenso quizás es el mecanismo de supervivencia que no permite mayor deterioro. Muchas horas de sueño reparador, pero a la vez desgastante.
Hasta que llegó el momento en que tuve que usar oxígeno sentí algo de normalidad, ánimo y fuerza. Siempre las manos amigas sinceras son pocas, pero existen, y lo extraordinario es que surgen manos que están recónditas, no se asoman, pero dan un salto a un primer plano sin protagonismos.
Así me llegaron las recetas, consejos, buenos deseos, dinero, comida, un concentrador de oxígeno. Y sin darme cuenta había llegado el 9 de enero: mi madre acababa de cumplir 91 años. Una conversación que siempre parece una novela me llevó a los años de su juventud, de sus viajes en barco en la zona del sureste mexicano, a aquel Salto de Agua romántico donde algún día tuvo que partir para traerme a la gran Capital, a México, como le decíamos antes. Aunque yo debería ser el que diera algún presente, el mejor regalo me lo llevé ese día.
Iván Ilich, como muchos de nosotros cae en una vida prefabricada, llena de convencionalismos, viviendo muchas veces por “encima de nuestros medios”, más hoy en estos días que también somos material desechable, ni siquiera reciclable. Y es que las reflexiones y conclusiones, aunque sean equivocadas, son insalvables.
También el enfermo se convierte en un estorbo, por lo menos para uno mismo. Iván Ilich en una escena “se queda solo, con la conciencia de que su vida está envenenada, de que envenena la vida de los demás…”. Y comprende que “debe vivir así, al borde del precipicio, completamente solo, sin una sola persona que le comprenda y se compadezca de él”.
El periplo de una enfermedad nos puede hacer pensar desde lo más insustancial, inútil, pasando por la insania hasta las cosas más fantásticas. Pero el tema central es la muerte. Aún en recuperación el coronavirus se muestra traicionero y hace que el temor tenga oportunidades para una zancadilla.
Estoy cierto que los pacientes han sentido eso y aún peores síntomas y lo mío puede ser motivo de risa. Y qué decir por los que han pasado por un respirador y de ahí un paso a la tumba.
Dejo mi testimonio como un relato, como un caso clínico dentro de miles que no han podido ser escuchados. Es también un reconocimiento a los que brincan el umbral en la soledad, en la distancia fría y amarga del contacto de unas manos.
Mientras, como Iván Ilich, las reflexiones continuarán en mi mente escudriñando los misteriosos meandros de la vida, y la muerte. Al final Iván Ilich ve aniquilado su cuerpo, su alma, su esquelético cuerpo ya no da más, “llora por su impotencia, por su espantosa soledad, por la crueldad de los hombres, por la crueldad de Dios, por la ausencia de Dios”.
Este es mi testimonio y agradezco las manos que desconocía, que estaban en un traspatio ignoradas, que estaban tan cerca y no las distinguía. Aún no acaba la historia, sólo espero no convertirme como Iván Ilich: en el recuerdo de otra persona.