Luis Martín Quiñones
Como cada año la nostalgia nos invade, los buenos momentos se guardan muy dentro de nuestro bagaje memorioso; y cuando ha sido un año que nos ha fastidiado hasta lo imposible, queremos apurar el tiempo para dejar muy lejos y distantes los malos ratos.
En ese trajinar del pensamiento nos percatamos que somos náufragos de proyectos. Aquellas buenas intenciones con las que comenzamos el nuevo año terminan, si no en el olvido, sí en el recuento de los fracasos.
El escritor Paul Auster en su libro Diario de invierno, obra autobiográfica, relata las vicisitudes de sus mudanzas desde niño a las que vio cómo lo más normal. En cada una de ellas inserta historias fascinantes, algunas divertidas, otras dignas de un melodrama. Así, como Auster, los cambios de casa no me han sido ajenos.
En las mudanzas uno va dejando basura, desechos emocionales y se lleva consigo lo importante para el siguiente camino. Es así como cada año en nuestra mudanza del tiempo intentamos dejar atrás los malos días y llevarse sólo los buenos. En nuestra nueva morada anual, los éxitos los saboreamos y nos causan regocijo, pero reconocemos que es en las derrotas donde se adquiere el verdadero aprendizaje: las moralejas duelen.
En el acomodo y empacado para partir al nuevo ciclo, encontramos objetos perdidos, memorias que se recuperan al hallar una nota, alguna fotografía, o aquel objeto que creíamos perdido para siempre, regresa para sorprendernos.
En mi última mudanza encontré un libro del que había olvidado el título pero no el autor. El pequeño libro de José Emilio Pacheco propiedad de mis hijas me había sorprendido y me sentía afortunado de haberlo hallado sin buscarlo. Se extravió en el polvo de las acumulaciones y jamás lo volví a ver. En los avatares del traslado mudancero, el libro surgió de no supe dónde y yacía solitario en una mesa pequeña que sostenía el módem del internet. Ahí estaba, parecía abandonado, lo vi y creí reconocerlo. Al fin el título se hacía presente: El viento distante.
Tengo que admitir que no pensaba devolver el libro. Pero al final conté la historia y se lo pedí a mi hijas con una solicitud retórica imperativa que aceptaron con una sonrisa de complicidad.
Con el libro en mano pensé que nos obsesionamos buscando el destino, y es realmente el destino que nos encuentra a nosotros. Aún espero el camión que me transportará a no sé dónde ni cuándo, y un Año Nuevo que seguramente, al final, se llevará lejos otros recuerdos, objetos, triunfos y fracasos con un destino que nos estará esperando para dispersar lo pasado, los naufragios, los aciertos, bajo un viento qué tal vez, ya vaya distante.