“¿Qué es el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé. Pero si tuviese que explicárselo a alguien no sabría cómo hacerlo”.
San Agustín
La subida al último mes del año no podría ser más empinada y áspera. Después de un año que la plaga más ponzoñosa y esquiva de los últimos tiempos nos diera con todo su poder patógeno, el recuento de daños, es inevitable. Bajo una neblina de recesión económica y de una amenaza constante para la vida, las reflexiones caminan sobre un terreno fangoso repleto de dudas; y aún más para aquellos en que la última ilusión se fue a la tumba.
Los cambios dramáticos en el estilo de vida, la desinfección convulsiva (con justificada razón), el aislamiento escolar, el hogar convertido en trinchera, nos han diluido en una mezcla de muy extraños ingredientes donde la frustración es el principal componente. El “ya mero se aplana la curva”, el “ya casi recuperamos la economía”, y el mito guajiro de que “muy pronto todo volverá a ser como antes”, lo vemos ahora como una pesadilla de la que no acabamos de despertar. Y los deseos insatisfechos nos conducen a la irremediable búsqueda del engaño paliativo que mitigue nuestra absurda realidad.
Con la época decembrina ad portas, sitio temporal de nuestras más anheladas recompensas emotivas, quizás la introspección que más nos acecha es qué ha sucedido con el tiempo. De pronto se detuvo para demostrarnos su relatividad y que las eternidades pueden prolongarse más de lo que quisiéramos. Un tiempo pausado donde todo cabe, menos el final del camino.
La soledad compartida no ha excluido la soledad de la conciencia. Incrustados en una realidad alterna, vivimos una cotidianidad de pequeños mundos en el que cada uno vive sus miedos, sus debilidades; sueños malogrados, pausas obligadas. Y dentro de esa soledad nos acompaña también la certeza unívoca: la vulnerabilidad.
Sin embargo, tal vez no todo sea tan apocalíptico. El horizonte de fin de año está cerca y se asoma un 2021 que abrazamos con una ansiedad optimista. “Lo que no mata te fortalece”, dice el adagio, la sobrevivencia nos deberá hacer astutos, precavidos. Por muy inocente que sea la mente, es difícil pensar que volvamos a creer que los males se curan con un té y un escapulario todo protector.
La vacuna del Covid también se deja ver en la luz de la distancia y tal vez el escudo inmunológico nos permita recuperar algo de nuestro pasado inmediato. Las ciudades, quizás como alguna de las imaginadas por Ítalo Calvino, deberán ser recreadas, fundadas bajo la sospecha de que no somos intocables a los designios de la naturaleza.
La navidad zoom está cerca. La plataforma digital tiene la mesa puesta para los abrazos virtuales. Bendecidos por la tecnología, podremos enlazarnos en la distancia y en el tiempo. Todo está en un clic y el ID para ingresar a la reunión de la aldea familiar. Aunque quizás los olores del pavo, la pierna al horno, el bacalao y los romeritos sólo los imaginemos y esperen un futuro en el que las computadoras expelen los aromas de las celebraciones.
El 2020 se nos va, pero nos ha dejado una lección que deberemos repasar y aprendernos de memoria: no somos invencibles. La derrota física, moral, económica y social no debe pasar desapercibida. Muy pronto daremos la bienvenida al 2021, y en un arrebato de esperanza, pondremos el pie el primero de enero pensando que el tiempo jamás volverá a detenerse.
Un año perdido, en el mejor de los casos, para muchos, y un futuro extraviado para miles de enfermos para los que la vida no volverá a ser igual, y un futuro sin atisbo para los muertos por Covid.
La irreverencia siempre tiene espacio en la condición humana. Aunque ha sido ingrato el trasiego, hay historias que repetimos sin el menor recato. En el mejor de los casos el 2020 lo podremos guardar como una pieza en el museo del tiempo donde nos quedamos suspendidos. Pero...
… ¿el mundo volverá a ser el mismo? Quizás sí, nos olvidaremos que nada ha sucedido y mandaremos la hecatombe al carajo pensando que todo ha cambiado, para que todo siga igual.