El aire producía un silbido cada vez más agudo. Tengo frío, me dijo. La cubrí con una cobija que estaba en sus pies. “Te voy a confesar algo muy importante”, y me miró con sus ojos hermosos llenos de vida a pesar de sus años.
Su padre la miró sonriente. Ella le acarició una mejilla y le susurró al oído: no es bueno que escuches esto, vete. Salió por la puerta y sus botas militares retumbaron en la habitación, él, y su uniforme de guerra se hicieron polvo.
“Ahora te voy a decir el secreto que has estado esperando por tantos años”. Se escuchaba una emoción melancólica en su voz.
Después de su confesión, un remolino levantó la lámpara, su pequeña mesa y el retrato de siempre.
“Es mi madre, siempre se enoja cuando confieso su engaño”.
Miró al retrato, lo tomó en sus brazos. Llévatelo, me dijo, y no vuelvas jamás.