• 03 de Diciembre del 2024
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La confesión

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Era noviembre, el viento daba pequeños golpes en la ventana. Un silbido que iba y venía se colaba por una rendija en el cristal. Estaba oscuro y encendí la lámpara. De inmediato se proyectó mi sombra a mis espaldas. Hay otras sombras, me dijo la anciana, -que las miraba con desdén-, me visitan después que se oculta el sol. Una de esas sombras se sentó a mi lado. Como en todas las visitas, ella comenzaba con sus recuerdos. Evocaba el río profundo, misterioso, y cómo caminaba desde la hacienda tomada de la mano de su padre. Él, que había muerto hacía treinta años, se sentaba siempre al lado de su cama. Le gustaba escuchar los relatos en el que él era el protagonista. Él me miró y me hizo el guiño de bienvenida de siempre.

 

El aire producía un silbido cada vez más agudo. Tengo frío, me dijo. La cubrí con una cobija que estaba en sus pies. “Te voy a confesar algo muy importante”, y me miró con sus ojos hermosos llenos de vida a pesar de sus años.

Su padre la miró sonriente. Ella le acarició una mejilla y le susurró al oído: no es bueno que escuches esto, vete. Salió por la puerta y sus botas militares retumbaron en la habitación, él, y su uniforme de guerra se hicieron polvo.

“Ahora te voy a decir el secreto que has estado esperando por tantos años”. Se escuchaba una emoción melancólica en su voz.

Después de su confesión, un remolino levantó la lámpara, su pequeña mesa y el retrato de siempre.

“Es mi madre, siempre se enoja cuando confieso su engaño”.

Miró al retrato, lo tomó en sus brazos. Llévatelo, me dijo,  y no vuelvas jamás.