Luis Martín Quiñones
Praga suele ser una ciudad abrumadoramente cautivadora. Sus calles estrechas, de techos rojos que parecen recién pintados, sus puentes viejos y el río Moldava que impasible espera el paso del tiempo, son una invitación al desaforo de las admiraciones. Los sentidos se saturan de una hermosura a la que es difícil no dejarse atrapar. Los sonidos de la Ciudad Vieja con las campanadas del Reloj Astronómico, y la algarabía, mezcla de su voz eslava y las voces intrusas, forman un coro, una extraña mixtura que envuelve al forastero en una sinfonía de palabras.
Pero como cualquier ciudad que se vive, pueden acontecer hechos que uno no imagina, o quizás los piensa, pero se perciben lejanos, allá en la fatalidad. De ahí que, ante un viaje, se tomen las precauciones para evitar los olvidos, ni se escatime en recordatorios y advertencias.
Fue en un atardecer en la casa Plaza Wenceslao. Después de haber atravesado el puente Carlos, con los violines y acordeones que hacen el paso del puente una galería musical, y que con sus notas hacían olvidar el calor intenso del verano. Habíamos llegado al Castillo de Praga, que dentro de sus paredes guardaba tesoros y reliquias llenas de historia. Pero lo que a mí me había sorprendido en especial, era la pequeña casa de Franz Kafka en el Callejón del Oro justo a un lado del Castillo de Praga. En ese pequeño rincón escribió su cuento Un Médico Rural y se inspiró para su novela El Castillo.
La jornada había necesitado del mayor esfuerzo físico, ya que en una actitud desafiante, todo el recorrido del día había sido a pie. El Museo Nacional y el Monumento a Wenceslao, daban fondo a la vista desde el restaurante donde bebíamos para una sed insaciable. El calor no cesaba y los pies latían rodeados de ardor y sudor. Nos fuimos a descansar al hotel para después preparar la excursión del día siguiente: Auschwitz. Mi hija Cristina debía medirse la glucosa para poder inyectarse insulina y lo que debería ser imposible había sucedido: había olvidado el glucómetro.
Salí con mi hija Claudia a la búsqueda del glucómetro. Teníamos la seguridad que el restaurante lo había resguardado. No fue así. El desdén del personal fue una advertencia que vendrían cosas peores. La noche se asomaba tenebrosa, la gentes que se veían alegres y maravilladas con la hermosura de la ciudad, ya no estaban. La plaza alumbraba pero las callejuelas daban la impresión de que eran sitios propicios para un crimen. Los taxistas ofrecían constantemente sus servicios a los que habíamos renunciado sin ninguna duda. Y nos preguntábamos incesantemente: ¿dónde estaban los turistas que alegraban y atiborraban los comercios? y, ¿adónde la camaradería y el buen trato? La ciudad encantada, de sus calles cautivadoras, de la historia de su reloj astronómico, de sus mujeres hermosas que es imposible dejar de ver y admirar, súbitamente se convirtió en lo que no podía ser otra cosa que un momento kafkiano. Kafka se hacía presente, y con todo derecho, era su ciudad. Sospechaba que como en alguna de sus novelas, lo atroz, lo terrible podía no tener fin.
Como la imaginación proviene del miedo, de la incertidumbre, de lo que se nos escapa de las manos, de lo inaccesible a nuestro poder, ahí en esas calles hermosas, pero desconocidas, no podíamos más que sospechar hasta de la más inocente sombra. El turismo nocturno mezclado con los habitantes locales había cambiado, estaban los que buscaban aventuras tal vez exóticas, noctámbulos con los deseos al borde del abismo. Las miradas convocaban al intercambio, al trueque de mercancías furtivas. Mi percepción de Praga mutó hacia una desolada opinión. Entonces pensé qué difícil debe ser una ciudad con el acúmulo de movimiento, de sonidos, de transeúntes que en su inquietud formaban una masa homogénea que caminaba hacia los lugares comunes, robotizados por el anhelo de llevarse un pedacito de recuerdo en una selfie.
Era sábado y las farmacias ya estaban cerradas, no obstante que no pasaban de las 8 de la noche. Extrañábamos los servicios de 24 horas de las farmacias en la Ciudad de México. Insistimos, con una oscuridad que cada vez era más espesa. Comenzamos a alejarnos de los ruidos de los autos, de los vendedores de sustancias prohibidas. Entrar a una calle era dirigirse a un precipicio sin fondo. Quería avanzar más en esos caminos ricos de arquitectura, pero el barroco, el gótico, el romanesco, y renacentista ya me daban lo mismo, sólo pensaba en como estarían los niveles de glucosa de Cristina.
Por fin llegamos a una que nos había recomendado un taxista praguense. Salió una señorita que lamentaba decirnos que no tenía en existencia el glucómetro. Para entonces los niveles de glucosa de Cristina ya eran un misterio. ¿Estaría a punto de descender y causar una hipoglucemia? ¿Subiría a un nivel peligroso, una cetoacidósis? ¿Debería comer o no? Ella aguardaba en el hospedaje con su mamá y sin que supieran dónde andábamos.
Nos fuimos derrotados, cansados, con el sudor que nuestros poros exhalaban. El verano con su infatigable calor cercenaba nuestra piel y nuestro ánimo. El camino era largo y teníamos que dar la mala nueva. ¿Qué haríamos sin glucómetro? Afrontamos la situación e hicimos guardias para vigilar a Cristina.
El taxi turístico llegó puntual a las 5 de la mañana para llevarnos a Auschwitz. Nos detuvimos en Cracovia para dar una pequeña visita. Cristina parecía estar tan bien que nos olvidamos del glucómetro y hasta nos dio tiempo de ver los exteriores de la fábrica de Schindler. Pero el abuso del tiempo tuvo sus consecuencias. Una precipitada llegada a los campos de concentración nos hizo regresar a la realidad. El calor de 45 grados, la deshidratación y la desoladora visita a las barracas, al horno, y la atrocidad representada en cada uno de los sitios del campo de exterminio, venció pronto al ánimo. Después de ver el sitio donde colgaron a Rudolf Höss, encontramos la salida, agua y el alivio al despiadado calor.
El carro turístico nos esperaba con el chofer checo que esbozaba alegría por el regreso. Nos subimos más que agotados al coche y con el pendiente de qué pasaría con las glucosas, el glucómetro y Cristina. A pocos kilómetros de Auschwitz, pedimos con urgencia una parada para aliviar los males del cuerpo. En una pequeña plaza pero muy cosmopolita y muy similar a las que estamos acostumbrados, nos restauró el espíritu con unas buenas hamburguesas. Buscamos una farmacia y entonces, en una vitrina reconocimos modelo y marca del glucómetro. Pero lo que ya percibíamos como un milagro, de pronto, Kafka hizo su aparición: no lo podían vender sin receta. Mi hija Claudia y yo nos miramos con caras de una derrota inminente. Pero los farmacéuticos polacos entendieron nuestras razones y nos vendieron el glucómetro sin receta. Tomamos la medida de glucosa con una pequeña gota de sangre y los rostros derrotados se tornaron victoriosos: el azúcar estaba en niveles normales.
El chofer arremetió con toda velocidad pero a petición nuestra redujo los kilómetros por hora. Llegamos a Praga por la noche. Con el glucómetro bajo el brazo, Praga me pareció de nuevo hermosa, amable; las voces eslavas y el murmullo de las aglomeraciones, otra vez un coro multilingüe armónico; las miradas antes torvas ahora eran las de unos ojos lánguidos pero amables, tal vez cansados de atender a los viajeros que invadían su ciudad.
Antes de dormirme me acordé que había comprado un libro de cuentos de Kafka. Lo abrí y creí que era una buena manera de terminar la jornada. Y comencé a leer Un médico rural:
“Estaba angustiado. Tenía que emprender un viaje urgente. Un enfermo grave me esperaba en un pueblo a diez millas de distancia (…)”.