“Naces solo y mueres solo, y en el paréntesis la soledad es tan grande que necesitas compartir la vida para olvidarlo”
Erich Fromm
La vida nos ha arrinconado en un mundo inesperado, que nuestra imaginación quizás lo pensó, pero nos tomó por sorpresa. Nos obligó a hacer un paréntesis no sólo para intercalar una nota aclaratoria, también para hacer una pausa obligada, una parada o cambio de rumbo en el trayecto de la cotidianidad. Se abrió en marzo cuando la pandemia clausuró la vida social, laboral, que aún no se cierra dejando dentro del signo gramatical de la vida una narración de dolor, incertidumbre, y de historias que aún no terminan de escribirse. Están en un paréntesis con puntos suspensivos.
En marzo nos dimos cuenta de que un ente siniestro amenazaba (!), pero no calculamos la distancia que separaría el regreso a la normalidad. La inocencia nos hizo creer que pronto saldríamos librados y que el coronavirus se iría como una gripe cualquiera. (La naturaleza humana produce cantidades industriales de autoengaños. Un sistema de protección nos lleva a un optimismo de “no pasa nada, saldremos pronto de esto”.) Pero la realidad nos regresó al mundo terrenal y tangible (el miedo es el mejor mecanismo de auto defensa), que nos encarceló en nuestros propios hogares.
La confianza en un líder del sistema de salud nos sedujo y nos llevó por un camino de la utopía milagrosa y que la mortalidad -irrisoria-, de más de 60,000 muertos sería una tragedia (¿acaso podíamos dar confianza a la pieza de un sistema burocrático y títere de un Estado en las vías del populismo?) Hoy son más de 83,000 (¿debemos seguir confiando ante la tragedia consumada?).
Las muertes hasta hoy se han convertido en un juego de cifras para dar certidumbre de que al fin estamos bajando la curva. Sin embargo, la muerte singular, la de cada hogar no entiende de estadísticas: la muerte se llevó todo: esperanzas, futuro, ver la luz. (Hoy no queremos ver las estadísticas, pasamos a la insensibilidad y al olvido, ya no importan esas vidas lejanas del principio de la pandemia: las hemos sepultado en un lugar lejano de la historia. El dolor de cada familia no lo han cuantificado, ¿cuánto vale el llanto por un ser querido, haremos una estadística de lágrimas y lamentos?)
La tecnología ha sido un paliativo comunicacional. Gracias al internet y su laberinto infinito de posibilidades, el sistema educativo no se ha detenido. No obstante, ha creado una enfermedad que aún no se le ha dado un nombre. El estar frente a la computadora -en ocasiones más de doce horas- está causando no sólo dolores de espalda, también una ansiedad que parece no tener un horizonte promisorio. Ha quedado entre paréntesis la vida académica, la del campus, de amigos y el profesor que intercambia miradas interrogativas a sus alumnos. Ha quedado en pausa el descanso entre horas de estudio, el brake: el tedio gana terreno. (Beneficios y maleficios de la tecnología. La carrera contra el tiempo ha abandonado la brecha de la ritualidad de antaño a la “normalidad” de hogaño.)
A siete meses de las medidas obligadas de encierro, nos ha protegido del contagio, pero ha inoculado las batallas por los espacios, ha sembrado la locura del aislamiento y ha cultivado las antiguas rencillas familiares. La cocina es la infatigable proveedora de trastes sucios, que a nadie place ponerles jabón. La estrechez sin tregua ha activado los circuitos descompuestos de matrimonios que la distancia del día permitía la armonía. (Todo ser necesita su espacio, su ocio, su no hacer nada; aquella vida con sus tiempos y espacios del día es el anhelo más supremo de la individualidad del hombre. La subjetividad se ha perdido en un remolino de emociones, se ha extraviado en el turbulento acoso de la incertidumbre.)
La economía nos ha dejado a medio camino. Con la duda de si más vale ser pobre pero vivo. (Crisis existencial: si trabajo, enfermo. Si no trabajo, muero. Vivo porque no vivo.)
Ya queremos cerrar el paréntesis, dejar atrás el mal sueño, haber sobrevivido. Sin embargo, el paréntesis lleva unos puntos suspensivos (...).