Aldo Fulcanelli
Pensé que ver a Julio Cortázar equivaldría a disfrutar los irresistibles estertores de un bandoneón, un bandoneón que en el sonido guardaría los ecos de la grandiosa Buenos Aires que más que una ciudad, es como toda metrópoli, un exquisito como temible muestrario de la fauna humana retenida en un hermoso hervidero de escaparates, vapores industriales, el último grito de la moda que no consigue ocultar la metamorfosis de la nostalgia al dolor de la que siempre canta el tango.
En la antesala de aquel apartamento parisino que pareciera inspirado en una cinta de Polanski, logré distinguir la voz del célebre cancionero Roberto Goyeneche interpretando aquello de:
“lastima bandoneón mi corazón,
tu ronca maldición maleva,
tu lágrima de ron me lleva
hasta el hondo bajo fondo,
donde el barro se subleva”.
Miraba yo aquel lugar repleto de afiches, acetatos de Stravinski, botellas de vinos diversos, y al fondo engalanando el espacio un amplio ventanal que permite mirar las callejuelas parisinas por donde los gitanos pasan a la medianoche tocando música de viento, y uno acompañaría al flautista de Hamelín hasta el infierno, si este pudiera tocar jazz. Pero el jazz lo toca John Coltrane desde un acetato que no deja de girar, permitiendo que yo distinga la insidiosa melodía que pone a danzar hasta al humo del tabaco al ritmo de “My Favorite Things”.
De pronto ahí está, apenas a un paso del umbral de la puerta, este hombre alto levemente encorvado que viste con rara gallardía un suéter de cuello de tortuga, un saco de pana y unos pantalones de mezclilla. Las uñas largas, la barba extrema como la de un patriarca bíblico, la mirada de un profundo verdor irreal, como una selva latinoamericana brotando al lado de la torre Eiffel. Cortázar sonrió mostrando su amarillenta dentadura castigada por las inconsecuentes jornadas de café y tabaco, cuando le dije que lo consideraba el heredero de la pulsante narrativa de Poe, del collage literario muy a lo beatnik, del preciosismo literario de Quiroga y el poder envolvente de la rítmica jazzística llevada como nunca a la escritura. El cenicero, rebosante de colillas resultó el mudo testigo ante el cual, concluí que, así como el músico George Gershwin logró llevar el blues hasta París, así Cortázar conquistó a la vieja Ciudad Luz estirando la lengua española como se juega con los relojes surrealistas de Dalí.
Entre los acordes de otro acetato que no toca La Marsellesa, sino esta vez una melodía del pianista Thelonious Monk, ininteligible para la razón, pero sensorialmente descriptiva como los cuadros de Eugéne Delacroix, Cortázar reconoce ante mi que escribe no para trascender, sino para sobrevivir en un mundo desalentador por sus convencionalismos.
Que escribe por pulsión, que escribe como respira, deglute y come, otorgando su propia versión de un extraño alfabeto arrebatado por este Prometeo leucémico al dios Cervantes, y entregado a la humanidad en lúdicos papiros que se leen de derecha a izquierda, mientras de fondo se escucha la trompeta de Chet Baker.
Cortázar me invita a caminar por las callejuelas inclinadas de la ciudad, se ríe tremendamente de las esquinas que llevan su nombre mientras da un trago a la botella, y me sirve una copa manteniendo el semblante solidario de un caballero medieval, el maestre que ha ayudado a salvar al mundo demostrándonos el poder de las palabras más allá de su significado, la palabra dibujada como un mudra, la palabra cantada como un mantra.
Este juglar que come grandes filetes y pasea su cuerpo en la inmensidad de las juergas de los bon vivant del viejo mundo, me ha dicho que lamenta que sus lectores pretendan decodificar sus textos cuando ni él mismo ha logrado explicarse el significado de lo que escribe, poniendo su mirada sobre mi cabeza como una espada de Damocles, admite frente a mí que toda su obra atestigua la permanencia de un caos ordenado.
Un hombre que al escribir se quita la camisa para sorber el mate sobreviviendo en los segundos a la galopante soledad de una insepulta infancia, reconoce desde el interior de los ojos humedecidos por lágrimas que ha logrado arrebatarle el bandoneón de Aníbal Troilo, que en sus libros se juega diariamente la batalla por la vida, no la vida de las tres comidas, el sexo y el trabajo de 8 a 3, sino la vida interior que se carga sobre los hombros a la manera de un atlas surrealista con mirada de vidente que ha puesto nombre al imaginario, un imaginario que se bate a garrotazos contra la rutina como en un temible cuadro de Goya.
Al cerrar los ojos aparezco en la luna con Julio Cortázar, en lugar de un traje de astronauta, Cortázar porta la providencial indumentaria de un arlequín pintado por Picasso. En el semblante lleva la insoportable levedad del hombre latinoamericano, lo estremece la crueldad de las dictaduras, también la ignorancia de los señores burgueses que le asignan pretendidos valores metafísicos a todos sus libros.
Sentados sobre una piedra del Mar de la Tranquilidad, escuchando a lo lejos el rumor del “Adiós Nonino” de Piazzola, Cortázar me ha dicho con el aire grandilocuente de un rabino, que las palabras suenan como la música, se miran como una construcción visual, son imagen, significado y sonoridad, que cada palabra es en realidad un objeto maleable que denuncia a la especie humana, y alguna vez se volverá contra sus dueños como una bestia rabiosa que ha decidido escapar del cautiverio.
Mientras siento las mandíbulas de los verbos y adjetivos, el abecedario completo royendo mi piel y un grupo de cronopios danza alrededor para retener la sangre que de mis talones gotea, el patriarca Cortázar, el más sudamericano de los europeos ahuyenta a esas creaturas extraídas desde lo profundo del imaginario, para mostrarme desde las paredes de sus catacumbas el poder intacto de las habitaciones abandonadas, ahí donde cada objeto pronuncia la palabra sorda que anida en el subconsciente.
También hay brujas y vampiros, creaturas carnavalescas, enanos que bajan de Rolls Royce vestidos de frac cada noche, y todas las faunas ignoradas incluyendo los parásitos que se originan de los egregores urbanos conforman el gremio de lo soterrado. Cortázar ha cerrado los ojos frente a mí, presiento que no ha muerto, aún escucho el rumor de su preciosa voz grave leyendo alguno de sus cuentos, edificando sobre el aire un avioncito naíf que nos permita abandonar como héroes, las regiones homicidas de lo rutinario.