Aldo Fulcanelli
Cómo olvidar aquella casa impecable traspasada por el aroma a cocina mexicana, prohibiciones al por mayor, y el estudio del abuelo pintor; un lugar recóndito que mandaste clausurar tras su muerte.
Curiosos como fuimos, mis primos y yo evadimos la restricción, nos deslizábamos por los recovecos de aquel estudio que se volvió un lugar siniestro, el hogar de alguno que otro ratón urbano, pero sobre todo, un paraíso de enciclopedias de arte que yo devoré con obsesión.
Tu casa fue un templo consagrado al buen decir, la palabra hablada con exquisitez, las obras más dilectas ocuparon tus libreros, pero yo, amé escarbar en tus cajones secretos para encontrar pequeños tesoros que enriquecieron mi acervo sensorial: revistas de los años 60’s, fotos de los ancestros, recuerdos de viajes, postales con efusivas dedicatorias.
Fotonovelas, jabones cuyo olor fue anulado por la acción del tiempo, joyas de ilimitado valor emotivo, pétalos de flores ya marchitas, ropa, ropa intacta que fue la enmudecida testigo de varias décadas, amabas los perfumes, pequeños y caros; como los instantes arrebatados al devenir.
Fuiste obstinada y temperamental como una gata, tal vez, en tu mente por donde el siglo XX se expandió como un ferrocarril, soñaste que la habitación era el camerino que durante tu incipiente trayectoria artística, la maternidad te obligó a dejar.
Lo que nunca abandonaste fue el sarcasmo, ese ingenioso arte que conjuga la malignidad con el humor hiriente que se desliza por la piel como una aguja fabricada en el infierno.
¡Qué piel tan blanca! ¡Qué cabello tan azabache! Y aquellos ojos penetrantes, que algunas veces se alzaron como la mira de un mortífero fusil, un fusil que en lugar de balas disparó letales sobrenombres, caprichos, parodias inconsecuentes, todas adornadas por el léxico de una diosa de la lengua como tú.
Odiaste la ancianidad, por eso jamás te rendiste ante los ochenta y tantos, nunca fuiste la abuelita encantadora de los cuentos, jamás la mujercita vencida por el tiempo, siempre la señora, doña Guadalupe Bertha Gabriela, la rara avis con alma de implacable Gorgona cosmopolita.
Yo deslumbrado como tu nieto favorito, al ver a aquella dama del luto eterno, la dama de la piel tan alba, la señora de la pierna tullida por la isquemia, la emperatriz de su alcoba coronada por ella misma, que defendió la opinión con la fortaleza de una constrictor purpúrea.
Por ti conocí al Quijote, a San Agustín, a Quevedo, el amor por los libros y la información. Fuiste la dueña de las tertulias, juntos devoramos tus diccionarios para hurgar en las palabras exorcizando a la ignorancia como a una tierra árida.
Me heredaste tu horror al ruido y los gritos, cada habitación de tu morada tuvo un encanto tuyo, algún caballete con un boceto donde tú fuiste la musa, algún acetato añorado, algún armario reteniendo tus abrigos, plumas de ganso, zapatillas, vestidos de noche.
Cajones que se erigieron en el sarcófago de los dulces intocables, una cocina que sin ti, ni tu café exquisito, se derrumbó como los sueños de la infancia, a la par de la zotehuela que dejó secar tus plantas o las puertas de tu habitación, roídas por las termitas que esperan nuestra muerte.
Recuerdo tu voz de contralto, inundando la noche silente con la multitud de tangos que extrajiste de aquel encantador libro negro. También tu pasión por las anécdotas, los refranes que soltabas al por mayor en el momento inesperado, el agudo humor que usaste como una reina de la esgrima, para ahuyentar al enemigo, pero no a los espíritus chocarreros que se pasearon por tu casa expulsando a los intrusos.
Me hablaste del Renacimiento, del infierno de Dante o la historia secreta de la Iglesia. También del señor que amó tanto a su madre, que al morir esta, pidió conservar su cuerpo disecado. Me decías que a los niños irrespetuosos se les seca la mano, y gracias a ti, imaginé al monstruo de tamaño de una enorme víbora al que nombraste “el Chan”, creatura que devoraba a los infantes que se atrevían a mirar de la azotea.
Tus palabras fueron sentencias, maldiciones, amantísimas dedicatorias emanadas de tus querencias tan volubles como el inexorable destino. Fuiste una vidente en retiro a la que el tiempo convirtió en la genio proscrita por la incomprensión, una bruja de aquellas que no tienen verrugas, las que se hacen la pedicura y el tinte, antes de que los hilos de plata se atrevan a asomarse por las sienes.
¡Qué mujer! ¡Qué presencia! Que dama portadora de un lenguaje tan excelso, como un cielo trastocado por el rojo atardecer. Qué voluntad tan vibrante, la de una pitonisa que proveniente de Coyoacán, en los oráculos tapatíos encontró paisajes de árboles frondosos, equipales y tardes de Tlaquepaque.
Misas de gallo a las que había que asistir con las mejores ropas, pretendientes olvidados entre las hojas desparpajadas de un libro viejo, tardes contigo, tomando nieve en los alrededores de la Rotonda de los Hombres Ilustres.
Qué risa de los dos, una batiente carcajada tan sardónica que obviamente, no provendría de ningún nirvana. Sin ti, ni las lecturas de Wilde o Bernard Shaw serian lo mismo, tu casa no habría sido el monasterio imaginario, rodeado de vitrales por donde la infancia se escapó entre el aroma del sándalo.