Aldo Fulcanelli
La gente se pregunta, ¿cómo hace una familia para tolerar tanto dolor? Una familia católica, conservadora, formada para soportar las inclemencias del tiempo, sin mostrar debilidad. Ahí estaba Robert F. Kennedy, salvaguardando el féretro de su hermano y confidente, masacrado en Elm Street.
Las fotos y los juegos, juntos, de pronto se hicieron presentes. Era imposible no mirar esas dos sombras, caminando por los jardines de la casa familiar. Una cabeza frente a la otra, dos hombres solos ante el destino, una ruleta rusa que acelera el juego, conforme avanzan las horas.
Coraje es la palabra correcta. Un sentimiento que avasalla, e impulsa hacia adelante a quien lo vive. Coraje, un estado de conciencia, que toma su más poderoso sentido, de la propia adversidad que le precede.
Si hay otros que son frenados por el miedo, y bruscamente se refugian en el aislamiento, ese no fue el caso de Bobby, el solo avanzó peligrosamente por la cuerda floja, sin percatarse o ignorando acaso; la sombra de una despiadada conjura. 5 de junio de 1968. Robert F. Kennedy, aclamado en el sur por los afroamericanos, pero también por los latinos, es agredido a tiros en el Hotel Ambassador. La catarsis de una campaña exitosa fue coronada por una tragedia, que pareció extraída de alguna obra de Shakespeare. Se detuvieron los minutos, las horas y los días pasaron por todas las mentes, que siguieron sin cesar aquel tren que parecía no detenerse, en el álgido 68.
El año turbio de las revueltas estudiantiles, Vietnam, y el pacifismo de los intelectuales, fortaleciéndose al unísono en las manifestaciones contra la guerra.
La vida, a pesar de los aciagos días, parecía brotar de una película color sepia. Hippies regalando flores a los policías, y el amor joven, la respuesta más valiente ante el dolor de la posguerra. Un amor a borbotones, psicodélico como los acordes de la guitarra de Hendrix. Incisivo, como la voz de Janis Joplin. Arrobador, como los discursos de Martin Luther King.
Dos gigantes se aproximaron aquel temible y bello 68, con la amenaza para la oligarquía, de un mejor presente para la sociedad estadounidense que haría de la pluralidad, de la tolerancia, su carta de presentación ante el mundo; pero no fue posible. Fue necesaria más de una bala, para callar por siempre al idealista, al joven que los marginados llegaron a amar. El mismo, al que cariñosamente, las manos de la multitud despeinaban, como si se tratara de un niño sureño. No habría ya más sueños desde Alabama, la fatalidad estaba al acecho.
Pero aquel día es hoy, el tiempo es uno solo. En el Hotel Ambassador, Bobby cayó mirando al cielo, iluminado por las centelleantes luces de los focos. Adentro todo es confusión, la gente corre, mientras otros rezan llorando, nadie da crédito a lo que pasa. ¿Quién disparó al joven baluarte? ¿Qué clase de hiena cruel, siguió sus pasos hasta la muerte? Nadie lo sabe, no lo imagina la todavía noble sociedad americana, no comprenden aún, que uno de los peores crímenes acaba de perpetrarse, y como el anterior, no dejará de repetirse nuevamente en la memoria, causando la misma y espantosa sensación de la primera vez.
Como un cruel psicodrama, el asesinato de los Kennedy, sirvió para aleccionar a una sociedad entera, en la cultura del terror y la desconfianza. Durante aquel ríspido año, en la opinión pública danzan los nombres y las claves. Los cubanos, los mafiosos italianos, los desestabilizadores rusos, fueron ellos; dirían algunos. Pero no saben, que la conjura procede de los pasillos de la más alta política, hasta donde los grandes intereses monetarios e industriales, arribaron al amparo de la especulación y la intriga.
6 de junio de 1968. Las mujeres afroamericanas, lloran sentadas en las banquetas, frente al Hospital del Buen Samaritano. Todos aguardan nerviosos, todos esperan el milagro, algo que les devuelva a su Bobby, el corazón valiente que cambiaría a la nación. Por todos lados hay movimiento, todo se mueve, hasta las nubes, parecen hoy tener un extraño vigor. Autos de lujo llegan al hospital de Los Ángeles.
Entran y salen políticos, mientras afuera, hasta los policías lucen nerviosos y miran al cielo, esperando que el herido resucite. Mujeres desmayadas, jóvenes que encienden veladoras y una veintena de niños, que se han adherido al cuerpo la leyenda: “reza por Bobby”. Natalie también reza, con tan solo 10 años de edad y el rostro compungido ya, por la primera terrible noticia de su vida. La bondad infantil de Natalie ilumina su blanco rostro, coronado por los negrísimos cabellos lacios, que se conmueven ante el dolor compartido. Natalie no imagina el desenlace triste, el mundo tampoco sabe lo que le espera.
No hay sonidos en Los Ángeles, tan solo, el murmullo silencioso de la expectación. La prensa abarrota el sitio, la hora de la verdad ha llegado, ha muerto Robert Kennedy. Ha muerto el liberal, la promesa inacabada de un mejor futuro. Ha muerto la esperanza. Los ojos cuajados en lágrimas de Natalie provocan también el llanto de sus padres, y todos lloran al unísono; casi. Todas y todos son Natalie. Todas y todos son la voz doliente del Sur. Todas y todos gimen desde su ser recóndito, cuando las nubes negras invaden otra vez la tierra prometida.
El Ave María, resuena en la Catedral de San Patricio. Amigos y enemigos se dan cita en la ceremonia luctuosa. La clase política, interminable como sus intereses, flanquea las cuatro esquinas del recinto religioso. Abundan los velos negros, los rosarios y las flores, los pésames y el eco de las plegarias.
Todos lloran por Bobby, todos lloran por ellos mismos. Los ataques de histeria en las afueras, las crisis nerviosas multitudinarias, no podrán revivir a aquel joven relámpago, nacido para sellar con sangre, la esperanza de un mejor mañana. Mientras que las horas pasan, y los restos de Bobby llegan al Cementerio de Arlington, el candor de una nación se va apagando. Lejos, Natalie se niega a comer, dice que ayunará tres días, mientras una lágrima suya, rueda empapando su cuaderno.
El dolor, arranca instantes de nobleza al tiempo, el tiempo ido, junto a las hojas muertas arrastradas por el viento. El viejo proyector se apaga lentamente, dejando un frío de ausencia en las paredes blancas. Junto a las imágenes, se fueron también los años felices, cuando las trombas mataron todo, menos la esperanza. Los días familiares junto a la chimenea, rodeados de los juegos infantiles. Los viajes fáciles y la lectura apetecible.
El tren hoy viaja en retrospectiva. Se lleva la memoria, los brazos extendidos de los niños sin nombre, Los ojos y las caras limpias de los agraviados. Pero en Arlington, la llama está encendida todavía, y la mirada de Natalie, de todas las Natalie de América, ha vuelto a renacer en el fruto de los árboles. La promesa del mañana persistirá, cuando vuelvan a tañer las campanas, cuando el dolor de los otros nos agravie nuevamente. Cuando no haya individualidad, y seamos uno solo.