Una antigua fotografía, muestra a un joven elegantemente ataviado. Medias negras, pantalón corto y un saco, conforman la vestimenta de ese gentleman irlandés, cuya lánguida mirada rebasa al horizonte, como si su alma comprendiera las futuras tribulaciones que le aguardan. Se trata de Oscar Wilde (1854-1900), escritor que se convirtiera por su manejo exquisito de la lengua hablada y escrita, en el favorito de la flemática sociedad inglesa de su tiempo.
De innegable origen aristocrático, aquel hombre reafirmaba en sus finas maneras, lo artesanal de su bien temperada educación, a cada frase de su florido lenguaje, provisto siempre de un humor tan incisivo como elegante. Con tan sólo cuarenta años de edad, Wilde, aquel esplendoroso dandi acostumbrado a deslumbrar por sus atuendos que admitieron chalinas, sombreros de ala ancha, primoroso calzado y flores en el ojal, ya era una afamada figura capaz de escribir notables poemas, pero también, inolvidables obras teatrales, a la par de impactantes cuentos.
Su expansiva habilidad como conversador, lo llevó a convertirse en la figura central de reuniones y tertulias, la sociedad victoriana, se refería a Oscar Wilde, como el extravagante caballero de palabra precisa, mirada inamovible, amante de la cultura griega y la exquisitez del buen decir.
La pulsante fama, llevó al autor del “Fantasma de Canterville”, “El gigante egoísta”, “El ruiseñor y la rosa”, “La importancia de llamarse Ernesto”, entre otras, a ser requerido en los Estados Unidos para dictar conferencias, lugar hasta donde llegó entre la expectación del público americano. Con todo y ello, no fueron pocos quienes se dedicaron a caricaturizarlo por su barroca presencia, comparándolo con un pavorreal, haciendo sorna de su pasión por todo lo que se considerara estético.
Los magazines de la época, aficionados a enaltecer el ocio a partir del chismorreo y la mala entraña, dibujaron a Wilde montado en un caballo blanco, arribando a recepciones, donde ya le aguardaba una feligresía entre lluvias de girasoles. Pero la mala voluntad de sus opositores no evitó que las copias de su poemario se agotaran, y que su nombre fuera el que los asiduos lectores, buscaron como un conjuro en los diarios de la época, desde aquella aristocrática Inglaterra del siglo XIX.
Pero un lamentable suceso, llegó como una nube negra que arrebata la paz en la campiña, y el buen nombre de aquel prodigioso escritor, capaz de entretener a los lectores entre las tramas de sortilegios, príncipes, maldiciones, o amores capaces de desangrar al más impasible de los mortales, sería gravemente pisoteado.
Aunque casado con Constance Lloyd, Wilde, no evitó sus deslices de carácter homosexual, trascendiendo sobre todo el tórrido romance del escritor, con el joven Lord Alfred Bruce Douglas, hijo del marqués de Queensberry. La afición de Wilde por Lord Alfred, un guapo personaje de temperamento arrogante, pagado de sí mismo, pronto llegó a oídos del afrentoso padre, el marqués, quien ebrio de ira, escribió en una tarjeta con dedicatoria a Wilde, sin inmutarse, la siguiente leyenda: “Para Oscar Wilde, ostentoso sodomita”.
Pronto, la acusación llegó a oídos de la implacable sociedad victoriana, y Wilde, indignado, procedió a demandar al marqués por difamación, a pesar de que la relación del escritor con el hijo del aristócrata, era más que cierta. Aunque la demanda de Wilde provocó la detención del marqués, quien fue posteriormente liberado, desató una rabiosa querella cuya respuesta final, terminó por hundir al afamado escritor.
Molesto por la derrota del primer round, el marqués, se atrevió a contratar los servicios de un detective. Este, investigó hasta en los hoteles, donde un descuidado Wilde, se había guarecido con su joven amante. El marqués de Queensberry estaba dispuesto a lo que fuera, por demostrarle a la inquisitiva sociedad británica, manipulada por una implacable moral pública, que lo que había escrito en la tarjeta era cierto. Que Wilde era un disoluto sodomita, capaz de mantener relaciones con personas de su propio sexo.
Luego de varias sesiones de juicio, que fueron ampliamente cubiertas por la prensa de la época, el veredicto sería dictado frente al rostro adusto de Wilde, ya lejos de su acostumbrado orgullo, siendo acusado por “grave indecencia”, sin poder evitar el desfile de testigos en su contra, debiendo soportar la honra mancillada frente a la opinión pública, que le crucificó luego de escuchar la sentencia: dos años de cárcel y trabajos forzados, los cargos; sodomía, y ultrajes a la moral pública.
Quebrantado por la derrota, Oscar Wilde fue recluido en la cárcel de Reading. Las duras leyes, dictadas por instancia de la encorsetada monarquía británica, habían demostrado de qué iban: no se consentiría ningún comportamiento licencioso, la sentencia de Oscar Wilde, sirvió para aleccionar a los súbditos, tendrían que entender que la homosexualidad no solamente era un pecado mortal, también un comportamiento infamante que se castigaba con la cárcel.
El escándalo del juicio de Oscar Wilde, trascendió hasta las portadas de los periódicos neoyorquinos, donde la ostentosa personalidad del autor, era vista como una preciada joya de la farándula literaria. Pero la sentencia no terminó en la cárcel, prosiguió la condena pública, y el nombre de Wilde fue expulsado de los programas teatrales, sus obras proscritas, su caso utilizado como un terrible ejemplo, de a lo que los excesos conllevan.
Su otrora figura radiante, la de un hombre presa del jolgorio que produjo el éxito, rodó desde las alturas como un Lucifer bíblico, castigado por instancia de sus perversos devaneos.
En la oscuridad de la celda, aquejado por los crueles tormentos de la culpa, Wilde escribió “De profundis”, un poderoso alegato que muestra las entrañas de un espíritu quebrantado. En el valioso texto que desnuda su experiencia carcelaria, Wilde acusó a su amante Lord Alfred, de haber sido la causa de su ruina emocional y económica. Situado entre la redención y el odio, “De profundis”, muestra al hombre más allá del símbolo, un alma cuyas tribulaciones, viajan en las letras a la velocidad de la presión sanguínea. Wilde abandonó la cárcel el 19 de mayo de 1897, luego de purgar su condena. Sin embargo, tras salir de presidio, huyó hacia Francia, para luego cambiar su nombre por el de Sebastian Melmoth.
El encierro lo convirtió en un hombre aun más reflexivo, capaz de admitir que la dura prueba, forjó su espíritu sin que jamás pudiera volver a ser el mismo. Lejos del éxito, pobre y defenestrado, el autor del “Retrato de Dorian Gray”, falleció el 30 de noviembre del año de 1900, en París, cuando solo contaba con 46 años de edad.
Los restos del artista que nos hizo comprender que el idilio, es uno de los más caros regalos del ser interior, yacen desde entonces en el cementerio de Père-Lachaise, en París. Durante mucho tiempo, año con año, visitantes de todas partes del mundo, han besado con devoción la tumba que es considerada un monumento protegido, hasta que un muro de cristal fue instalado para evitar su desgaste.
El juicio contra Oscar Wilde, demostró ser una de las evidencias más ruines, de lo que es capaz de hacer una sociedad ávida de venganza, que da rienda suelta a su ignorancia, escondiéndose bajo el amparo de los convencionalismos. La cárcel le arrebató al artista su nombre, perdió a su madre, la custodia de sus dos hijos y hasta sus propiedades.
El hombre que nos ha hecho rozar la ensoñación con sus letras, tuvo que sufrir los horrores del presidio, huyendo como un espíritu errabundo, de la tierra que alguna vez renegó de su talento insoslayable. Su locuacidad de artista, que paradójicamente le obsequió tanto la fama como el exilio, es símbolo del consabido poder de nuestra especie humana por edificar, enaltecer y condenar.