Convertida en un arquetipo por el ojo humano, La Gioconda, también conocida como la Mona Lisa, se encuentra grabada por fueros propios en el inconsciente colectivo. La misteriosa imagen de apariencia femenina, ha soportado toda clase de disertaciones al respecto de su extraño origen, desde acuciosas reflexiones academicistas, hasta sorprendentes reproducciones, dignas del mejor de los falsificadores; parodias desde burdas a respetables, así como una infinidad de menciones y cameos en la cultura popular.
El humorismo caricaturesco, ha consagrado a esta antigua obra maestra, un lugar por demás especial, sempiterna en los dibujos animados clásicos. ¿Quién no ha imaginado a La Gioconda, llevando sus manos de helénica belleza hacia la boca, sólo para ocultar una sonora carcajada? Su renacentista belleza, la circunspecta sonrisa, fue un claro referente de discreción y buenas maneras, enaltecida por las damas de compañía a sus doncellas, en clara muestra de recato.
El solo nombre de Gioconda, es una poderosa evocación poética que ha provocado toda clase de leitmotiv, por ejemplo, la ópera del mismo nombre de Amilcare Ponchielli, estrenada en 1876. En 1950, los autores estadounidenses Ray Evans y Jay Livingston, compusieron “Mona Lisa” para la cinta “Captain Carey, U.S.A.”, el tema, resultó ganador del Oscar en la categoría de “Mejor canción original del año”, convirtiéndose en todo un clásico, en la voz del cancionero afroamericano Nat King Cole.
La inspiración, alcanzó la réplica en las artes plásticas, y artistas de la talla de Marcel Duchamp, Salvador Dalí, y hasta el mismo Fernando Botero, lograron su propia versión de la Mona Lisa, aventuras no exentas de un apetecible humor sardónico. Pero ni los artilugios pseudo-literarios de Dan Brown, que proponen una decodificación del trabajo del pintor Leonardo da Vinci, insostenible desde la realidad científica, ni cualquier clase de tesis propia del anti-intelectualismo tan común en nuestro siglo, pueden con el influjo, que ronda ya lo sobrenatural —desde la óptica del psicoanálisis— que logra por sí misma la enigmática obra.
La acuciosa observación de La Gioconda, un óleo sobre tabla de álamo de 77 × 53 cm, ha provocado las más descabelladas teorías al respecto de su creación, por ejemplo, que la modelo no fue en realidad una mujer del siglo XVI, sino un hombre travestido, una integrante de la nobleza europea, o incluso, el joven amante del mismísimo Leonardo, todas han sido investigadas, ninguna hasta hoy, sólidamente comprobada.
Hasta el momento en poder del estado francés, y exhibida en el museo de Louvre, la denominación original de la obra es la siguiente: “Retrato de Lisa Gherardini, esposa de Francesco del Giocondo, aunque el cuadro es más conocido como La Gioconda o Mona Lisa”, lo anterior, según las crónicas del italiano Giorgio Vasari.
Lo cierto es que, desde el campo inhóspito aún, del poder que las imágenes ejercen sobre la mirada humana, la grácil dama de suave velo, manos en posición elegante, ojos del color del tiempo y leve sonrisa que ha aguantado toda clase de vandalismos, o hasta la repelente arrogancia de los conservadores de arte, parece cambiar, según el ángulo desde donde se la observe.
Dicho fenómeno, solventado por el profundo conocimiento que el propio Da Vinci tenía de la perspectiva, ha sido estudiado por expertos en iconografía, quienes no han dudado en someterla a extenuantes análisis de rayos infrarrojos, o bien, a “medidores de emociones”.
Los sendos estudios propuestos por los especialistas, han arrojado entre otros resultados, por ejemplo, que La Gioconda no se ríe, sino que este es un efecto construido por el ojo que la observa a partir de las sombras, y la relación con la nariz o el resto de la cara. Que más que una tímida sonrisa, se trata de un desconcertante gesto, que amenaza con seguir intrigando a las generaciones venideras.
La ciencia moderna, acostumbrada a desentrañar los ancestrales mitos del hombre, no ha podido aclarar del todo, el origen y situación histórica de la mujer retratada por Da Vinci, aunque la museografía no se detiene ante bagatelas o teorías conspiratorias, aceptando como cierto lo escrito por Vasari, que la modelo fue Lisa Gherardini, esposa del rico mercader Francesco del Giocondo.
El deseo de encontrar algo extra-normal en el potente ejercicio pictórico del genio Leonardo, ha permitido toda clase de elucubraciones respecto al supuesto estado de embarazo de la modelo, su poderoso rostro andrógino, que bien pudo haber perdido las cejas y pestañas en el devenir de las restauraciones, pero esto, nuevamente, tampoco está plenamente esclarecido.
Con los siglos y el halo del misticismo a cuestas, La Mona Lisa, provoca la misma conmoción de otras obras del mismo talante como “Las meninas”, de Velázquez, la escultura de Moisés, de Miguel Ángel, o “La última cena”, de Salvador Dalí, paradigmas de la simetría y la fuerza expresiva.
A la distancia, cuando ha demostrado ser aún más longeva que Johnny Walker o el Big Ben, perseguida como un acertijo por el implacable intelecto de la especie humana, que ha intentado sin éxito pleno, descifrar los secretos de su origen, los mismos estudiosos que lograron calcular su proporción craneal, o dilucidar su posible tono de voz, se preguntan sobre La Gioconda: ¿es en verdad un retrato, o solamente una humorada de Leonardo, hombre capaz de toda clase de experimentos? ¿Se pintó a sí mismo, sabedor de que la imagen es aún más poderosa que la realidad palpable? ¿Es La Gioconda la prueba más fehaciente de que el misterio de una obra de arte, viaja a la velocidad del tiempo, y anida en la memoria más allá de la muerte?
Tal vez ni usted ni yo lo sabremos de cierto, pues, ¿Quién podría negar que tal vez, somos el producto del sueño de alguien más?, o como dijo Nietzsche: “Cuando miras largo tiempo a un abismo, también éste mira dentro de ti”.