• 03 de Mayo del 2024

Nueva York, la ciudad indómita

 

 

Aldo Fulcanelli

¿Quién no ha soñado con Nueva York?, sus interminables avenidas y los rascacielos, que retan a la inmensidad del cielo en la ciudad insomne que no se detiene.

 La capital del mundo, donde los símbolos de la modernidad han encarnado en edificios que exudan grandilocuencia, y el ritmo de vida es tan intenso, que la gente ni tiempo tiene de mirarse.

 La Gran Manzana, bien podría tener de fondo la música de Gershwin, como en la cinta: “Manhattan” (1989), de Woody Allen, donde las escenas de la gran ciudad se entrelazan con la música del genial compositor; concebida para celebrar la galopante modernidad del siglo XX.

 Pero la visión festiva de la ciudad irresistible, la que llama desde el mar a los extraños, con su juego de luces que ante el avance de la noche, se van expandiendo sin jamás apagarse, no pareció engañar la mirada del poeta Federico García Lorca, quien la visitó en 1929, el año de la Gran Depresión.

El visionario escritor, dio cuenta de sus vivencias desde la floreciente ciudad, en el poemario titulado: “Poeta en Nueva York”, en el que dueño de unas letras palpitantes, y un ritmo tremebundo, similar al de aquella ciudad que ya se alzaba por los aires de manera inconsecuente, denunció con sus magistrales líneas, la soledad, la explotación, o la crueldad de la más implacable de las regiones del aire.

El intelectual español, pasó de la sorpresa al horror, al contemplar con sus propios ojos, el costo de esa misma modernidad, reflejada en un lento pero eficaz exterminio, que desde entonces, no se detenía ante la dignidad de la vida.

Así pues, “Poeta en Nueva York”, se convirtió desde entonces en un grito de batalla, y también en la advertencia de un espíritu libre pero crítico, acerca de los venideros horrores del feroz capitalismo.

Para García Lorca, aquella ciudad, fue solamente el producto de la enajenación, detrás de las grandes transacciones o la comodidad de la vida fácil, se encontraron las víctimas de un devenir que se originó en la barbarie, a saber: los crímenes contra el medio ambiente, los obreros caídos en medio de las maniobras de las grandes construcciones, la indiferencia misma a la que obliga esa gran ciudad, que ya sin cortapisas, se alimenta cual feroz ídolo pagano; de la sangre de los seres que atrae.

Los patos y las palomas

y los cerdos y los corderos

ponen sus gotas de sangre

debajo de las multiplicaciones;

y los terribles alaridos de las vacas estrujadas

llenan de dolor el valle

donde el Hudson se emborracha con aceite.

Yo denuncio a toda la gente

que ignora la otra mitad,

la mitad irredimible

que levanta sus montes de cemento

donde laten los corazones

de los animalitos que se olvidan

y donde caeremos todos

en la última fiesta de los taladros.

La opresión que brota en medio de la soledad es exaltada por las letras del poeta español, estas iluminan el rostro de las minorías ya explotadas desde entonces. Estamos ante la presencia de una ciudad despiadada, que detrás de sus muros de mármol o piedra, oculta a las multitudes desalojadas, mientras el ruido de las construcciones esconde sus reales alaridos.

 Si las pirámides de Egipto, con toda su grandeza, se irguieron sobre ríos de abuso y sangre, lo mismo ocurriría con los nacientes rascacielos de la ciudad, donde el culto al dinero, pareció obviar a los muertos sin nombre, ignorando las atrocidades que denuncio García Lorca antes que nadie.

¿Qué voy a hacer, ordenar los paisajes?

¿Ordenar los amores que luego son fotografías,

que luego son pedazos de madera y bocanadas de sangre?

No, no; yo denuncio,

yo denuncio la conjura

de estas desiertas oficinas

que no radian las agonías,

que borran los programas de la selva,

y me ofrezco a ser comido por las vacas estrujadas

cuando sus gritos llenan el valle

donde el Hudson se emborracha con aceite.

García Lorca, con la mirada de un clarividente, advirtió la grave amenaza que creció al amparo de una magnanimidad muy propia del Imperio Romano, detrás de todo lo monumental, se escondía la podredumbre de una especie insatisfecha, que ha buscado siempre desafiar al aire, alejada ya de todo centro vital.

Una visión parecida de Nueva York, tuvo el pintor mexicano Diego Rivera. En su mural: “Fondos congelados” (1931-32), el artista representó a los famosos rascacielos, y la vida pujante, imparable, al tiempo que también mostró las imágenes de los trabajadores, apilados en una bodega, grises y anónimos aquellos seres que con su trabajo; dieron marcha a la ciudad – engrane.

En su parte inferior, el pintor recreó la bóveda de un banco, y unas personas esperando, ávidas de dinero. Las imágenes del mural, no podrían ser más elocuentes, arriba, en la superficie, la Nueva York que todos presumen, la de los buques y las transacciones. En medio, la Nueva York de la Gran Depresión, la de los oprimidos sin nombre ni rostro, que hubieron de sobrevivir en casas de cartón. Y abajo, casi en el inframundo, el reino del dinero, al lado de la codicia y la borrasca de las almas; aquellas que especulan con la vida humana.

Pero más allá de la mirada de dos artistas visionarios, Nueva York es ante todo, una región recurrente del imaginario colectivo, una y mil postales, cientos de afiches y sueños de grandeza, que se van apilando junto a las personas que cruzan ataviadas de túnicas, turbantes, o exclusivos trajes de diseñador.

La ciudad multicultural, retratada en sus rostros por el fotógrafo Philip– Lorca diCorcia, el hombre de la lente que ausculta el anonimato de los seres compungidos, esos, que también gritan de soledad en el centro mismo de los pent-house giratorios, y que la luz de la noche desnuda.

La ciudad nostálgica, nublada, que acogió a James Dean con todo y su bulevar de sueños rotos, la sonrisa retorcida de aquel ángel caído, envuelta como añicos entre las gabardinas negras y las fotos sepia. También, la ciudad que Henry Miller retrató literariamente, o aquella que atestiguó la locura pactada de Salvador Dalí, el quijote surrealista que cambió los molinos de viento, por los escaparates de la Madison, bajo el auspicio de Helena Rubinstein.

 También es la Nueva York nostálgica de Truman Capote, y su “Breakfast at Tiffany's”, la Nueva York Warholiana de la vanguardia cultural y artística, de aquella extinta “The Factory”, donde convivían lo mismo gigolós, escritores y Drag Queens; ávidos todos de una fama muy underground.

La ciudad del Satyricon moderno, los excesos o la decadencia del legendario Studio 54, con sus filas interminables en la entrada, y al interior las francachelas de días, con la Jet Set bajo cuatro llaves, y una infinita Disco Ball girando.

La ciudad de las élites y sus lujos innombrables, debajo Wall Street y las torres que en el 11/11, fueran incendiadas por las manos de un Nerón invisible. La ciudad prohibida, la proscrita del Bronx, donde aún vibran el rap y el hip hop, mientras las ratas entre los basureros de los callejones, son las mudas testigos de una nueva historia de asesinos seriales.

Es la ciudad de Broadway y las marquesinas, que anuncian hoy como ayer “Un tranvía llamado deseo”, y las creaturas incomprendidas de Tennessee Williams, que aguardan en el camerino de algún teatro subterráneo.

La de la disidencia de Harlem, y el boom cultural afroamericano, pero también, la que se agolpara alrededor de un joven y barbudo Fidel Castro en el 59, la misma que se abalanzó con 35,000 personas en aquel mitin fascinante de Central Park, es la ciudad de Malcolm X, atravesando el célebre Hotel Theresa.

Nueva York, es también los recurrentes cameos en el Séptimo Arte. Es Travis Bickle (Taxi driver, 1976) recorriendo en su taxi las esquinas saturadas de conflicto, y luces que no dejan de iluminar los renglones torcidos de la ciudad, el vicio o la insatisfacción, pero también, el sacrificio de un alma orillada a la autoinmolación.

Son las geniales secuencias de persecuciones en auto, en el legendario Brooklyn (Contacto en Francia, 1971), y todo al ritmo de la música fascinante de Don Ellis. Son los sueños de grandeza de un joven ranchero provinciano, que ve rodar sus expectativas frente a la frialdad de una ciudad, donde la hiel pulula (Cowboy de medianoche, 1969), y todo deviene en una magistral comedia humana, monumental y trágica; como la sombra de los enormes edificios que circundan a la Gran Manzana.

Es la trama de Cine Negro, elegante como los sacos de amplias hombreras y el suspense (Barrio Chino, 1974) estilo Polanski, aunado a una banda sonora de matices jazzísticos (Jerry Goldsmith). Y cómo olvidar a un King Kong (1933) escalando el Empire State, en una imagen; que ha quedado grabada en la memoria fílmica del mundo.

Es la ciudad gótica, cual gárgola impenetrable, que ve pasar desde lo alto la muerte o el nacimiento de los seres. El arrebato de los inmigrantes y el sueño americano en decadencia. El ir y venir de todas las diásporas: los barrios latinos, el sorprendente Barrio Chino, y sus vistosos dragones multicolores, que parecen cobrar vida en las pagodas y palacios.

 La comunidad judía, y desde luego, el entrañable toque italoamericano de los suburbios, donde las bodegas se transforman en improvisados comedores, y las familias se gritan y aman al mismo tiempo, frente a interminables degustaciones de pasto y antipasto. Es la voz de Tony Bennett, el sax de John Coltrane, y la música de Gershwin, cuyas notas se apilan al interior del sonido de los cláxones urbanos.

También, es el edificio “Dakota”, que se alza magistral y siniestro desde la esquina noroeste de la calle 72 y el Central Park West, como ansiando recordar una y otra vez, la insólita historia de Rosemary (La semilla del diablo, 1968), o el terrible crimen que sacudió a la familia DeFeo, ocurrido en el 112 de Ocean Avenue, y cuya tragedia real, dio origen a una de las casas embrujadas más legendarias (Amityville).

Como una esfinge que aguarda de entre los mares, esperando despeñar los pasos de cientos de ingenuos, bajo las profundidades del río Hudson, ahí está la Nueva York nuestra, la de los sueños y pesadillas, aquella que palpita aún entre las letras del poeta que entre sus delirios, creyó advertir la vertiginosa caída del imperio de hierro y mármol, convertida alguna vez, una no muy lejana, quizás; en una selva desierta de concreto:

¡Qué ola de fango y luciérnaga sobre Nueva York!

[...]

Que ya las cobras silbarán por los últimos pisos,

que ya las ortigas estremecerán patios y terrazas,

que ya la Bolsa será una pirámide de musgo,

que ya vendrán lianas después de los fusiles

y muy pronto, muy pronto, muy pronto.

¡Ay, Wall Street!