Aldo Fulcanelli
Perteneciente a la generación de los “Contemporáneos”, el jalisciense nacido en Cocula, Elías Nandino (1900-1993), llevó sus letras por andares sin tiempo, amparado en el poder de una metáfora profunda, y un ritmo literario sin igual.
Promotor incansable de los jóvenes talentos, a Nandino le caracterizó el amor por la difusión de la poesía más novel, impulsándola en las revistas que dirigió. Conocedor de los procesos fisiológicos del cuerpo (debido a su profesión de médico), a Nandino le persiguió la obsesión por la muerte, que al no encontrar una respuesta clara en el ramo de la ciencia, logró sublimar a través de su estilo desbordante para utilizar la palabra, como un auténtico bisturí metafísico.
Nandino, el poeta, logró momentos de verdadera antología al amparo del don de la palabra escrita, el cordón de plata que separa sus constantes dudas existenciales, y le une a un errabundo cuerpo astral, que viene y va a la búsqueda de respuestas.
La vida con sus claroscuros cotidianos, es el arcano mayor que el poeta ha de intentar descifrar acariciando a la muerte, el erotismo, hasta rozar de igual manera la idea de lo imperecedero que simboliza esa poesía, para la cual no existen imposibles. A pesar de la muerte misma, del dolor natural de la existencia, las alegrías pasajeras o la nostalgia, la poesía habrá de germinar a través de las letras de Nandino, hasta llegar a ese punto de inflexión donde se interrumpe el cuerpo; pero no la pulsión de la vida que persiste como un grito de batalla contra el caos.
Allí donde el silencio se autocomplace, o la gota de agua pareciera regocijarse en su placida redondez, donde no hay respuestas y la muerte, surge como un salto hacia la oscuridad en la mitad de lo vasto, el inmenso biombo a través del cual, ya nada se mira, aparece la poesía de Elías Nandino como un faro incandescente; alimentado de filamentos interiores.
La poesía, el grito de batalla del juglar urbano, del médico cuyas manos ayudaron a la concepción, y luchan contra la permanencia de la muerte, cobra fuerza cuando dota de palabras lo inasible, y contribuye al encauzamiento (aunque sea a momentos), de un río imparable que es el devenir de la vida misma.
Cada mañana, al despertar, resucitamos;
porque al dormir morimos unas horas
en que, libres del cuerpo, recobramos
la vida espiritual que antes tuvimos
cuando aún no habitábamos la carne
que ahora nos define y nos limita,
y éramos, sin ser, misterio puro
en el ritmo total del Universo.
Porque al dormir morimos sin saberlo;
nos vamos al espacio en ágil vuelo
sin perder la unidad que nos integra,
y somos como somos: idénticos, sin cambio,
extensos y desnudos
como el azul en el temblor del aire.
No extrañamos el cuerpo; no sufrimos
la ausencia de la piel que nos cobija;
En el universo ilimitado del poeta, el cuerpo es el habitáculo del espíritu, pero también su cárcel. Solo a través del psicodrama del sueño, puede romper el alma su ancestral encierro, para tornar a un universo vasto y rítmico; donde las respuestas ya no son necesarias.
Y nadie, cuando duerme, acaso piense
que yace en los dominios de la muerte:
porque el cansancio, apenas agonía,
nos borra la razón,
desciende con ternura nuestros párpados,
apaga nuestros ojos,
anestesia la carne y nos separa de ella
para dejarnos vivos en el sueño.
Y esta costumbre de morir a diario,
sin dolor, sin sorpresa,
natural como el agua
que se deja atraer por el declive,
no nos deja pensar que es una muerte
cada vez que dormimos,
y que, de cada muerte transitoria,
aprende nuestro ser
la verdad de morir su muerte eterna.
El sueño para el poeta, se advierte como el lugar donde las almas anhelantes, retoman lúdicamente su origen lleno de misterio, un lugar insospechado adonde se acude sin cesar, a practicar la abolición total del cuerpo.
¿Cuántas transmutaciones has pasado?
¿cuántos siglos de luz, cuántos colores,
nebulosas, crepúsculos y flores
para llegar a ser, has transitado?
¿En qué constelaciones has brillado?
¿Después de cuántas muertes y dolores,
de huracanes, relámpagos y albores
la forma corporal has conquistado?
No puedo concebir mi pensamiento
esa edad atmosférica que hicimos
en giratoria espera; más yo siento
que milenios de lumbres anduvimos
esperanzados en el firmamento,
hasta unir este amor con que existimos.
El amor, voluntarioso jadeo que cambia de lugar, se extiende manifestando su poder ubicuo, es el misterio que brota de los siglos y aún antes. Antes de nombrar al amor, el poeta ya lo presentía, ahí donde las caras y los cuerpos se manifiestan, solo como un desdibujado propósito terrenal, perecedero, ante al advenimiento de algo mucho más profundo, infinito; aquello que se enmarca en la trascendencia.
El poeta sufre, sabe que por misterios insoldables, le ha sido otorgada la capacidad de hurgar en el origen de las cosas, no puede ya ignorar que las personas, los objetos que definen a las personas o su ausencia misma, no representan ni por asomo, sus motivaciones más recónditas, esas que el poeta (creatura sublime), logra advertir a veces lacónicamente.
Ese llanto de todos acedrado en el mío,
ese llanto tan mío en que fluye el de todos
-agua y sal trasvasadas en angustia ambulante-,
que circula enclaustrado
como altura caída que anhela levantarse,
y al no poder hacerlo,
se retuerce en el centro de su lumbre vacía
para seguir luchando contra el blindaje sordo
que no puede llorarlo.
Llanto ciego que brota de la oculta resaca
de una sangre viajera en su cárcel de agobio.
El calor dilatado de musculares zonas
que sube hasta la orilla
de la flor sin corola del insomnio sediento.
El llanto, tan natural y soterrado al mismo tiempo, devuelve al ser a su origen primario. Un sentimiento voluntarioso como la propia pulsión de vida, un instinto profundamente liberador, y al mismo tiempo cruel, pues integra el pathos; un cumulo ilimitado de afecciones que no tienen una clara explicación en el mar de la vida; y se suceden sin descanso.
Si soy su dueño ¡por qué lo palpo extraño,
despegado de mí -sombra de un árbol-,
corteza sofocante de mi angustia,
vendaje que me oculta, ademe frágil,
Imán que me atesora y me difunde,
materia que yo arrastro y que me arrastra?
Y estoy en él, presente, inevitable,
unido en el monólogo y la espera,
crecido en su reverso, y denunciado
por sus manos, sus ojos, sus pasiones,
la quemante ansiedad de sus delirios,
las brumas de sus tiempos de zozobra
y los relámpagos de su alegría.
Es la voz del poeta Nandino, una de las mejores maneras de cargar contra lo inexplicable, al calor de la palabra que se transforma en linterna, escalpelo y fusil a todo tiempo. Se asume como el espíritu, aquel que se retuerce bajo la morada de piel y huesos, germinar y germinar sin descanso, hasta volverse polvo con su eternidad.
Alcanza la economía de sus palabras, el cenit de su propia síntesis, cuando a la manera de los poetas orientales, se vuelve uno con los elementos y la natura, dejando ya de luchar, convirtiendo entonces a la voluntad en un canto profundo y metafísico; cuando se erige diciendo:
-Morir es
Alzar el vuelo
Sin alas
Sin ojos
Y sin cuerpo.