Aldo Fulcanelli
¿Pudo alguien tolerar un torrente de mil voltios en el escenario, sin rendirse a los pies de aquel chaman Yoruba liberado del inframundo para aliviar los múltiples males de una humanidad doliente?
Un apoteósico artista que fue uno de esos dilectos meteoros, que suelen atravesar la atmósfera una vez cada cien años.
El constructor de ininteligibles jadeos solo explicables a través del dogma y ritual del místico soul, el santo patrono del rush en el escenario-oráculo donde para el contento de los auditorios que se multiplican con los años, se convirtió en la perenne alegoría de la resistencia de lo que fuera y frente a lo que fuera.
Los puños del barrio,
los muros de la cárcel,
el aire anquilosado del sur racista
en la América brava,
las macanas de la policía,
el aletargado puritanismo
de los blancos,
que piensan que amar a Dios,
es incendiar las cruces
en los montes baldíos.
Toda tu sombra gatuna
fue la metáfora de la
sanguínea realidad
que asecha bajo la piel,
el corazón bombeando,
las venas recibiendo,
las arterias reventando
de vitalidad
bajo esa misma epidermis.
Siempre el aquí
y el ahora del universo,
que se reaviva al segundo
como el estornudo
del padre cronos,
impulsando una infausta
pero grácil
marejada de engranes.
Santo James Brown,
mártir del denuedo que
se agolpa en ese músculo
de apariencia visceral,
que desprende violáceos tam tam,
violáceos como
tu piel de bisonte
que huele a cuero quemado,
que huele a inframundo,
que huele a la piel rugosa
de las vacas sagradas
frente a los paredones
del tiempo.
Todos conocen el tam tam
del corazón
que rebota en los tambores
del soul,
tú lo volviste
un góspel enamorado,
enamorado de ti,
de tus pasos lacerando
la contrariedad del piso frío.
Gracias oh padre negro
de Carolina del Sur,
caballero del gazné
y la capa verdosa
que brilla en la anunciación
del funk apocalíptico,
un alarido metálico
que partió
en dos al mundo
desde las heredades
de los cuáqueros,
hasta la irresistible Zaire.
Gloria a ti,
gloria al denuedo,
otra vez el denuedo,
ese kamikaze
que se incendia
y agoniza como
el monje inmolado,
goteando deshecho
contra el subyugante
metal de las trompetas.