• 25 de Abril del 2024

Evocando a James Brown

 

 

Aldo Fulcanelli

¿Pudo alguien tolerar un torrente de mil voltios en el escenario, sin rendirse a los pies de aquel chaman Yoruba liberado del inframundo para aliviar los múltiples males de una humanidad doliente?

Un apoteósico artista que fue uno de esos dilectos meteoros, que suelen atravesar la atmósfera una vez cada cien años.

El constructor de ininteligibles jadeos solo explicables a través del dogma y ritual del místico soul, el santo patrono del rush en el escenario-oráculo donde para el contento de los auditorios que se multiplican con los años, se convirtió en la perenne alegoría de la resistencia de lo que fuera y frente a lo que fuera.

Los puños del barrio,

los muros de la cárcel,

el aire anquilosado del sur racista

en la América brava,

las macanas de la policía,

el aletargado puritanismo

de los blancos,

que piensan que amar a Dios,

es incendiar las cruces

en los montes baldíos.

Toda tu sombra gatuna

fue la metáfora de la

sanguínea realidad

que asecha bajo la piel,

el corazón bombeando,

las venas recibiendo,

las arterias reventando

de vitalidad

bajo esa misma epidermis.

Siempre el aquí

y el ahora del universo,

que se reaviva al segundo

como el estornudo

del padre cronos,

impulsando una infausta

pero grácil

marejada de engranes.

Santo James Brown,

mártir del denuedo que

se agolpa en ese músculo

de apariencia visceral,

que desprende violáceos tam tam,

violáceos como

tu piel de bisonte

que huele a cuero quemado,

que huele a inframundo,

que huele a la piel rugosa

de las vacas sagradas

frente a los paredones

del tiempo.

Todos conocen el tam tam

del corazón

que rebota en los tambores

del soul,

tú lo volviste

un góspel enamorado,

enamorado de ti,

de tus pasos lacerando

la contrariedad del piso frío.

Gracias oh padre negro

de Carolina del Sur,

caballero del gazné

y la capa verdosa

que brilla en la anunciación

del funk apocalíptico,

un alarido metálico

que partió

en dos al mundo

desde las heredades

de los cuáqueros,

hasta la irresistible Zaire.

Gloria a ti,

gloria al denuedo,

otra vez el denuedo,

ese kamikaze

que se incendia

y agoniza como

el monje inmolado,

goteando deshecho

contra el subyugante

metal de las trompetas.