Aldo Fulcanelli
En imágenes de 1961, el saxofonista John Coltrane (1926-1967) apareció en los estudios de televisión interpretando “My Favorite Things”, tema que convirtió en un clásico de antología, cuando en su más puro estilo recreó el tema hasta hacer de este una potente obra donde el tiempo; fue desdoblado a favor de un performance de halagadora intimidad.
A lo largo de su trayectoria, Coltrane hizo ver al jazz como una serie de coloridas inserciones en el espacio, que operaron a favor no únicamente de la emotividad, sino también de una sonoridad poética que demostró su versión personalísima de la armonía; una región paradisiaca del imaginario, donde los pensamientos descendieron desde el aire convertidos en intermitentes posibilidades melódicas.
La ceremonial liberación de graves y agudos, la abstracción que se desprende del instrumento para tocar al cuerpo, haciendo de este una caja de resonancia donde lo que se juega es la vida misma cuando el sax, contrabajo, piano, flauta, batería, realizan una operación a corazón abierto hasta alcanzar un climático tour de forcé; que sella el desafiante reto del jazz frente a la implacable guadaña del tiempo.
Ciertamente, al final de la vida, de las cosas que se precipitan hasta su transformación suprema, aquella que nos muestra que estas casi explotan antes de desaparecer de la mirada nuestra, -insertándose en el vasto abrevadero del recuerdo-, emerge de la oscuridad la mortal cuchilla que casi parte en dos al protagonista de “El pozo y el péndulo”, obra inmortal de Edgar Allan Poe (1809-1949). Entonces, cuando uno suda leyendo aquel relato que resulta impactante por el sofisticado uso de la narrativa, imaginando que el protagonista morirá, un roedor-tan oportuno como nunca- muerde el lazo que ata a la posible víctima, liberándola de una muerte horrenda.
Así John Coltrane nos liberó del aquí y ahora, haciendo de la música una oportunidad irrevocable para renunciar a la cruel banalidad con que el habitual estado de cosas nos obsequia.
La cuchilla mortal que marca el final de las cosas, desciende cotidianamente, es parte de la vida, pero es bueno tener cerca una imagen de San John Coltrane para ahuyentar al errabundo espíritu de la “precipitación”, el que maliciosamente declara al final del día, que las imágenes se quebrantan hasta no verlas más. El exorcismo de Coltrane será entonces una auto recetada dosis de improvisaciones emanadas de las tonalidades pasajeras que enaltecen al be bop, el abstraccionismo armónico, entonces, bajo el manto purificador del tema titulado “Impressions”; uno se irá olvidando del pragmatismo-no encubierto- del padre Cronos cuya insolente influencia ha sido consagrada al interior de los relojes de pared, aquellos cuyo pragmatismo se encuentra apenas disfrazado de ornamentos o colores gratos.
Acompañado por las huestes angelicales de los músicos McCoy Tyner, Jimmy Garrison, Elvin Jones, John Coltrane demostró estar un paso al frente de la poesía, al atreverse a crear una realidad alternativa constituida por la máxima interpretación proveniente de la comunicación no verbal entre los ejecutantes, un derroche de improvisaciones cimentadas en el más pleno conocimiento de la música, utilizando a la melodía solamente como un punto de partida, un pretexto al cual diseccionar, extrayendo de este un torrente de vísceras cromáticas.
Ciertamente, el poeta extrae luz de lo simple mediante la exaltación de la palabra, convierte a la roca o al muro en un elemento dúctil que será atravesado por el poder de la metáfora, mas para el genio John Coltrane, no fue necesario que los escuchas supieran leer música, para ser transportados a la novedad de un estado de cosas que parece portar en sus notas la espontaneidad de la vida. Por lo tanto, el poeta debe ser comprendido a partir del poderoso mandala en que se convierten sus letras, pero el gurú Coltrane llega hasta el más acucioso de los oídos; gracias a la reacción fenomenológica que las notas provocan, no necesita ser entendido por nadie, el esplendor natural de la música provoca reacciones entusiastas, su influencia en el cuerpo de quien la degusta no tiene parangón.
El hombre cuya genialidad es comparable a la de Charlie Parker, Thelonious Monk, Dizzie Gillespie, Miles Davis, músicos con los que colaboró muy intensamente, apareció en 1960 desde un escenario de Alemania, nación hasta donde el jazz también llegó como una flecha salvaje importada de las regiones dolientes del sur estadounidense.
El juego de luces escénicas, le hizo crecer varios centímetros hasta adquirir la silueta de un ídolo pétreo, envuelto en un soberbio smoking, provocando aquella noche que olvidáramos a Bach, Beethoven y Brahms. Wynton Kelly en el piano, Paul Chambers en el contrabajo, Jimmy Cobb en la batería, todos arroparon al rey Coltrane, quien una vez sujeto del sax hizo brotar de este un sensual y metálico parloteo, que no tiene cabida en la traducción, el influjo de un jazz ceremonial cuyo propósito es conseguir que uno se olvide de la rutina.
La jornada continuó desde un piano cuyos acordes dejaron ver que las anhelantes sonatas románticas, devinieron en un cañonazo de bemoles y sostenidos, cuyo propósito fue demostrar que la música era ya, por la gracia del jazz la posibilidad de retener por minutos la utopía; gracias al poder de cuatro catárticos gentleman.
Fue el turno del contrabajo tocado con arco, desde ahí quedó demostrado que los sonidos graves tienen poco de aburridos, y mucho de un recio humor que abandona lo impoluto para instalarse en lo grato. La batería permaneció incólume desde la región por donde los acróbatas invisibles, que viven en los compases, caminan airosos sobre una trémula cuerda que se extiende desde la sincopa. John Coltrane nació en el año de 1926 en Carolina del Norte, en su casa se cantaba, tocaba el piano y se leían los salmos con profundo estoicismo. Impulsado por una prematura vena emotiva, el joven Coltrane pasó a formar parte de diversas bandas, hasta encontrar un estilo propio basado en la búsqueda de la verdad a través del sendero interminable de la música.
La vasta experimentación de Coltrane, lo volvió un ferviente partidario de admitir el éxtasis de la fe a través del sonido, muy al estilo del director orquestal Sergiu Celibidache; quien también propuso que, gracias a su poder, la música provoca una serie de fenómenos de tremenda elocuencia.
A finales de los años 50’s, John Coltrane logró recuperarse de una atronadora adicción a la heroína, la búsqueda de Dios, y la influencia de la mística con sabor a hinduismo, es notoria en los álbumes “Blue Train”, “Kind of Blue”, “Giant Steps”, pero sobretodo en “A Love Supreme” de 1965, trabajo que concibió como un agradecimiento por su liberación de las drogas. “A Love Supreme” se convirtió en un hito de la música, gracias a su hipnótica manufactura de pieza maestra, empatada con la más elevada de las vanguardias, un trabajo digno de una verdadera sinfonía que no deja atrás su carácter experimental.
El 07 de julio de 1967, murió John Coltrane aquejado de un padecimiento hepático, la herencia artística que nos legó todavía perdura resistiendo el embate de los años. El genio de John Coltrane, demuestra que hay vida después de la muerte, cuando al escuchar cualquiera de sus álbumes replicamos un talento que llega a nosotros en forma de grabación, y que penetra la memoria desafiando los límites de todo aquello que colapsa.