• 21 de Noviembre del 2024
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La oscura genialidad de Edgar Allan Poe

Edgar Allan Poe / Facebook/EdgarAllanPoeAuthor

 

 

Dueño de un estilo rabiosamente elegante, diseccionó atmosferas emocionales otorgando voz a los pensamientos

  

Aclamado desde la posteridad como la figura intelectual más importante de su tiempo, el escritor Edgar Allan Poe (1809-1849), supo como ningún otro internarse en las regiones más recónditas del alma humana. Dueño de un estilo rabiosamente elegante, que diseccionó atmosferas emocionales otorgando voz a los pensamientos, la narrativa de Poe se enriqueció a partir de situaciones que nadie antes se hubiese atrevido a advertir como algo propio; retorcidas obsesiones o impensables desenlaces, que ratificaron la habilidad del autor para navegar en el imaginario sin limitación alguna.

La certeza de lo lúgubre ha cabalgado en la obra de Poe, de la mano de personajes cuyas vidas se apagan de a poco, aquejados por los más extraños males, deformidades del alma y el cuerpo, en las que el genial escritor se solazó describiendo escenas angustiantes. La sensación de ser arrebatado en una oscura mazmorra, donde un filoso péndulo desciende sobre el cuerpo indefenso de un hombre, al tiempo que un enigmático pozo infernal despierta cualquier cantidad de preguntas en uno, es una experiencia que muchos lectores hemos compartido al leer a Poe.

También hemos quedado atónitos al contemplar un agónico bosque, donde toda planta pareciera ya adornar los nebulosos jardines del inframundo, mientras un personaje cabalga hundiéndose en la profundidad de la noche. Igualmente saboreamos la embriaguez, al tiempo que la risa nerviosa del protagonista se transforma en una mueca al ser emparedado por su verdugo.

Ciertamente la narrativa descomunal de Poe, la misma que se atrevió a describir palmo a palmo los objetos o las personas y su incorporación al reino onírico no fue ni será común; se trata del genio atormentado cuya devoción por las letras, le orilló a exorcizar a sus demonios contando historias fascinantes.

Narradas en primera persona, sus historias más vívidas dan la sensación de conformar el diario prohibido de un loco, el loco más brillante que abrió de par en par las puertas del alma. El personaje central de aquellos preciosos cuentos artesanales es el propio autor, el mismo que con su pluma de creador, representó abismos espectrales donde el mar oscuro, con su profundidad que asusta, no pudo menos que hipnotizarnos.

Montado en el mórbido placer de edificar historias, Poe, encontró la manera de evadir una realidad determinada por el fracaso económico y la galopante adicción al alcohol, agazapado tras el quehacer literario. El poeta Rubén Darío, escribió sobre Poe, “Era un sublime apasionado, un nervioso, uno de esos divinos semilocos necesarios para el progreso humano, lamentables cristos del arte, que por amor al eterno ideal tienen su calle de la amargura, sus espinas y su cruz”. No pudo tal descripción ser más puntual, pues en cada renglón mil veces leído de Poe, se advierte la necesidad de afrontar una pulsante demencia que brota del ensueño, o la imaginación más insolente.

En sus obras “El corazón delator”, “El barril de amontillado”, “El gato negro”, “La caída de la casa de Usher”, “Berenice”, “La máscara de la muerte roja”, sólo por citar algunas de sus poderosas narraciones, la constante son los seres ajenos a la cordura cuya razón se desmorona ante el delirio al ritmo de las gotas de agua, los latidos del corazón, o la despiadada obsesión hacia algún raro animal. Ese latido que va in crescendo se confunde con el palpitar del lector, que es orillado a un precipicio fascinante, la regla de oro Poe, es el ritmo frenético de las imágenes que provienen de su pluma; y que describen, desde los interminables galerones del inconsciente, una pléyade de seres que confiesan todos sus crímenes.

“¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia”.

El personaje, acepta la magnitud de un destino retorcido al afirmar que puede escuchar los tétricos sonidos “del más allá”; como si se tratara de una muy rara virtud. Es el propio Poe, que consiguió reinventarse a partir de una historia que se va deshilvanando hasta alimentar un caudal tan brutal como sublime.

“Miré el escenario que tenía delante -la casa y el sencillo paisaje del dominio, las paredes desnudas, las ventanas como ojos vacíos, los ralos y siniestros juncos, y los escasos troncos de árboles agostados- con una fuerte depresión de ánimo únicamente comparable, como sensación terrena, al despertar del fumador de opio, la amarga caída en la existencia cotidiana, el horrible descorrerse del velo. Era una frialdad, un abatimiento, un malestar del corazón, una irremediable tristeza mental que ningún acicate de la imaginación podía desviar hacia forma alguna de lo sublime”.

Poe describió con genio poético una misteriosa casa, insertada en un siniestro paisaje, con la familiaridad de un ser que vivió constreñido entre el laberinto de las emociones, y que al mismo tiempo, se volcó hacia la mortal catarsis desde su portento de médium escribiente.

“Miré, lleno de vértigo, y descubrí una vasta extensión oceánica, cuyas aguas tenían un color tan parecido a la tinta que me recordaron la descripción que hace el geógrafo nubio del Mare Tenebrarum. Ninguna imaginación humana podría concebir panorama más lamentablemente desolado. A derecha e izquierda, y hasta donde podía alcanzar la mirada, se tendían, como murallas del mundo, cadenas de acantilados horriblemente negros y colgantes, cuyo lúgubre aspecto veíase reforzado por la resaca, que rompía contra ellos su blanca y lívida cresta, aullando y rugiendo eternamente. Opuesta al promontorio sobre cuya cima nos hallábamos, y a unas cinco o seis millas dentro del mar, advertíase una pequeña isla de aspecto desértico; quizá sea más adecuado decir que su posición se adivinaba gracias a las salvajes rompientes que la envolvían. Unas dos millas más cerca alzábase otra isla más pequeña, horriblemente escarpada y estéril, rodeada en varias partes por amontonamientos de oscuras rocas”.

Nuevamente la narrativa profunda, que no deja nada al aire y desde la cual se aprecia el hondo placer del autor, ha conseguido describir escenarios de horror ante la visión de naturalezas muertas que aumentan su frenesí. Lo sobrenatural acecha lo habitual, sólo para demostrar que, entre la cordura y la demencia, la línea es casi imperceptible.

¡Ah! aquel lúcido recuerdo

de un gélido diciembre;

espectros de brasas moribundas

reflejadas en el suelo;

angustia del deseo del nuevo día;

en vano encareciendo a mis libros

dieran tregua a mi dolor.

Dolor por la pérdida de Leonora, la única,

virgen radiante, Leonora por los ángeles llamada.

Aquí ya sin nombre, para siempre.

 

Como poeta Poe resulta igualmente gótico, aumentando su finura a partir de la pérdida de las mujeres amadas, y la muerte, que, como una mortal premonición, vuela entre las lúgubres alas de un espectral cuervo. Pero no únicamente las narraciones extraordinarias forman parte del abrevadero literario de Edgar Allan Poe, también ejerció el género policíaco y de aventuras, como es el caso de “Los crímenes de la calle morgue”, o “La narración de Arthur Gordon Pym”. Lo irresistible de las páginas escritas por el genio bostoniano, influyeron en escritores como H. P. Lovecraft, Kafka, Dostoievski, Baudelaire, quienes le dedicaron elogiosos comentarios, sin dejar de mencionar a Mallarmé, o ya posteriormente a Bretón, Borges y Cortázar.

Tampoco el cine se ha quedado atrás en la intención de transportar el genio de Poe; y de ello dan cuenta las versiones de los directores Roger Corman, así como los europeos Fellini, Malle y Vadim.

Sólo para coronar su fantasmal cabeza con los triunfales laureles del poeta, Edgar Allan Poe hubo de encontrarse con la muerte, y seguramente, con el espectro de las mujeres a las que amó, y que supo elevar a la categoría de espectros en sus elucubraciones de nigromante. Pero tal vez no fue la muerte, sino la autoinmolación premeditada de chamán literario, el más alocado que nos regalara el infinito, o bien, para no desairar la paradoja, el alma en pena que brotó de las más aberrantes profundidades.