• 23 de Abril del 2024

Cavilaciones y nostalgia de Rosario Castellanos

Cuando se cumple ya un aniversario más del natalicio de Rosario Castellanos (1925-1974), las letras mexicanas aun añoran a la poetisa profunda pero también, a la incansable promotora cultural y defensora del indigenismo, que con su vasta obra se encaminara hacia los linderos del discernimiento sublimado por una magistral elocuencia.

 

Así lo manifiesta en obras como: Balún Canán, Oficio de Tinieblas, El eterno femenino o Ciudad real, donde la creadora expone sus profundas preocupaciones acerca de las barreras sociales y lingüísticas, y la proliferación de los estereotipos sexuales en la sociedad mexicana.

Nacida en el seno de una sociedad machista, Rosario Castellanos sufrió a temprana hora la discriminación por ser mujer, de la cual se alcanzó a reponer por medio de sus letras y vocación de mensajera cultural, utilizando su talento para reencontrarse con el origen mismo de las cosas.

Las motivaciones de Castellanos como poetisa, son el amor, el desarraigo, la nostalgia y la propia muerte. Aunque hay momentos donde aquella poesía parece impulsada por hilos mórbidos, en realidad el leitmotiv de la escritora, es la búsqueda de la trascendencia misma, bajo la máxima de que: “el camino de la iluminación, está plagado de oscuridad”.

Castellanos utilizó la poesía, para exorcizar sus propios demonios que a la sazón, fueron aquellos que aterrorizan al género humano desde su origen: el dolor de existir, el silencio, y una fecundidad interrumpida constantemente por el advenimiento de un destino tan poderoso, como oscuro en su centro.

Así pues, la poesía de Rosario Castellanos, se convierte en una suerte de naturaleza muerta, de una belleza que palpita cual aguafuerte dotado de un trazo místico, pleno de simbolismos.

Los paisajes literarios de la poetisa, son espejos sin fin por donde se reflejan los seres, que enamorados de su imagen se introducen a laberintos, aquellos donde las preguntas se suceden una a una, hasta ahogar el último aliento de vida, convirtiendo al ser en un voluntarioso propósito inacabado y permanente.

Cual exploradora, Castellanos definió las arterias del cuerpo por donde no solamente se trasladan lagos hemáticos, sino además la pulsión de la muerte, mas no la muerte como un destino final, sino el arcano mayor que conduce a la purificación por medio del dolor, y la regeneración infinita.

La hoja seca, el árbol de profundas raíces, el amor que no acaba de saciarse en un errar constante hacia el perdón, la sumisión o la aceptación de la soledad, a cambio del don permanente del discernimiento.

Cual pitonisa, a la que se otorgó el caro don de vislumbrar el más allá, Castellanos pago el altísimo costo de la genialidad, con una vida sumergida en el constante desamor, los abortos involuntarios, y la insatisfacción sexual.

Sin embargo, es en sí misma la poesía de Rosario Castellanos un reflejo constante de tales arrebatos, que no sería la misma, de no estar aderezada con el aroma del pathos; de la dilecta escritora chiapaneca. Sabe muy bien la poetisa (a la que se otorgó el “oficio de tinieblas”), que la naturaleza es precisa en sus ciclos, y que nada se pierde en ella, todo se transforma en un acto interminable de germinación, aún; donde ya la mirada humana se pierde, junto a la materia disuelta con el polvo.

Distingue que hay un mundo convulso, insertado en la natura, una natura que guarda la némesis de cada cosa, cada objeto o persona, aguardando para tomar el lugar de esta, logrando mimetizarse en el acto de incesante prestidigitación que otorga la vida.

Si nos duele el dolor en alguien, en un hombre

al que no conocemos, pero está

presente a todas horas y es la víctima

y el enemigo y el amor y todo

lo que nos falta para ser enteros.

Nunca digas que es tuya la tiniebla,

no te bebas de un sorbo la alegría.

Mira a tú alrededor: hay otro, siempre hay otro.

Lo que él respira es lo que a ti te asfixia,

lo que come es tu hambre.

Muere con la mitad más pura de tu muerte.

El comportamiento humano, de una naturaleza que es de suyo brutal, y que descarta (per se) aquello que no es apto, es enaltecido bajo la sombra de una malograda maternidad, convertida en el pretexto ideal de la autora, para cargar nuevamente contra el reino de lo inexplicable:

Como todos los huéspedes mi hijo me estorbaba

ocupando un lugar que era mi lugar,

existiendo a deshora,

haciéndome partir en dos cada bocado.

Fea, enferma, aburrida

lo sentía crecer a mis expensas,

robarle su color a mi sangre, añadir

un peso y un volumen clandestinos

a mi modo de estar sobre la tierra.

El alumbramiento, es elevado por la poetisa a grado de ritual de iniciación, cuando atribuye a este un inherente poder de sanador:

Su cuerpo me pidió nacer, cederle el paso;

darle un sitio en el mundo,

la provisión de tiempo necesaria a su historia.

Consentí. Y por la herida en que partió, por esa

hemorragia de su desprendimiento

se fue también lo último que tuve

de soledad, de yo mirando tras de un vidrio.

Quedé abierta, ofrecida

a las visitaciones, al viento, a la presencia.

Conocedora del abandono, Castellanos ofrece una crónica patética de la mujer soltera a la que la sociedad ha condenado al vacío, y ésta interiormente, acepta como suyo el sentimiento de desarraigo:

Da vergüenza estar sola. El día entero

arde un rubor terrible en su mejilla.

(Pero la otra mejilla está eclipsada.)

La soltera se afana en quehacer de ceniza,

en labores sin mérito y sin fruto;

y a la hora en que los deudos se congregan

alrededor del fuego, del relato,

se escucha el alarido

de una mujer que grita en un páramo inmenso

en el que cada peña, cada tronco

carcomido de incendios, cada rama

retorcida, es un juez

o es un testigo sin misericordia.

Esa mujer nacida para amamantar, es dibujada no sin cierta dosis de crueldad, para dar paso a la reflexión acerca del papel de la mujer, más allá de un vínculo natural para la procreación:

De noche la soltera

se tiende sobre el lecho de agonía.

Brota un sudor de angustia a humedecer las sábanas

y el vacío se puebla

de diálogos y hombres inventados.

Y la soltera aguarda, aguarda, aguarda.

y no puede nacer en su hijo, en sus entrañas,

y no puede morir

en su cuerpo remoto, inexplorado,

planeta que el astrónomo calcula,

que existe aunque no ha visto.

Asomada a un cristal opaco la soltera

-astro extinguido-pinta con un lápiz

en sus labios la sangre que no tiene

y sonríe ante un amanecer sin nadie.

Cada palabra de Castellanos, de adentro hacia afuera define los objetos, que permanecen intactos más en un constante movimiento a veces imperceptible para el ojo humano, mas no para el poeta infrahumano que advierte detrás de la engañosa apariencia, el propósito real de todo. También las ideas, son construcciones que buscan rozar la perfección, pero no la alcanzan, como la belleza que sorprende a esos mismos venados, a los narcisos siderales que se asustan al contemplarse en el agua de los placidos ríos, que Rosario Castellanos canta.

Alguien dijo que la nostalgia del paraíso, es el deseo del hombre de no ser hombre. Ciertamente, ese mismo hombre que quiso ser pez, pero ya no pudo ser, como dijo otro poeta, y lo ratifica Rosario Castellanos, quien a la manera de una médium escribiente, le prestara cuerpo no a aquellas musas inamovibles de tanto ser nombradas, sino al ser mismo, a la naturaleza humana que con su permanencia, ratifica la prevalencia de la vida; nacimiento, muerte, renacimiento. Para coronar el mito, Rosario Castellanos, la dama azul; cumpliría aquella premonición exaltada en sus letras:

 Yo soy de alguna orilla, de otra parte,

Soy de los que no saben ni arrebatar ni dar,

Gente a quien compartir es imposible.

No te acerques a mí, hombre que haces el mundo,

Déjame, no es preciso que me mates.

Yo soy de los que mueren solos, de los que mueren

De algo peor que vergüenza.

Yo muero de mirarte y no entender.

El 7 de agosto de 1974, fallecería en un extraño accidente doméstico, yéndose de repente aquel torrente de penumbras, sueños y claroscuros llamado Rosario Castellanos. Un homenaje permanente, a la mujer que dibujo lo complejo, lo diverso, empuñando la pluma con la entereza de una genio.