Como era su costumbre, Soler Serrano mantuvo el ritmo pulsante del programa, otorgando información inédita de su invitado, haciendo que este, se ruborizara al referirse a “su mirada inteligente y sonrisa seductora”.
No afecto a las entrevistas ni al oropel de la fama, “Quino” habló de la timidez propia, su amor por el cuarteto de Liverpool, también de la proclividad por exaltar en las historietas temas universales, obviando el lugar común de las tendencias o la moda.
Aquel hombre calvo, solitario, se reveló en la entrevista de antología como alguien lejano al optimismo, diciendo ser mal dibujante, mascullando casi al ritmo de un tango de Gardel, el haber sido enterrado por su propia creación, Mafalda, el icónico personaje que, encarnando a una niña, vio la luz en los años sesenta, en el seno de una familia tipo: madre ama de casa y padre trabajador, integrantes ambos de la clase media argentina.
Pero Mafalda estuvo lejos de ser una simple tira cómica, el personaje fue más bien un apéndice de quien la concibió, una creación atípica que abrió los ojos entre los estertores de la dictadura, la guerra fría y los heraldos de la represión.
Aunque la ingenuidad de lo espontáneo fue la constante del personaje, Mafalda no pertenece a lo naíf, simboliza el talante contestatario de un tiempo que logró romper con la añeja sumisión del pasado, y que resultó, por tanto, una idea genial: una niña que detesta la guerra, una pequeña cuestionando a sus padres con afirmaciones demoledoras acerca del poder, o el absurdo de las convenciones sociales.
En los convulsos años 60’s, entre los escarceos pélvicos de Elvis Presley, el boom de Cortázar, o la insepulta devoción por Evita Perón, nació el personaje que logró que nos olvidáramos de las fábulas de Esopo o Lamartine, no había ya necesidad de parábolas con moralejas incluidas, desde 1964, Mafalda ha dicho la verdad no lejos del sarcasmo, cuestionando sin tregua a una sociedad amante de enterrar la cabeza para evadir los grandes problemas del mundo: ausencia de concordia, la imperiosa necesidad de entendimiento.
Mafalda es la viva representación de la frase dicha por el filósofo español José Ortega y Gasset: “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”, la circunstancia de su creador, el historietista “Quino”, fue la pertenencia a una resquebrajada sociedad ávida de expresión, más allá de las fronteras del imaginario.
Una clase de generación, aburrida de los convencionalismos impuestos por la moral selectiva de las dictaduras, pero en consonancia a la frase de Ortega y Gasset, la salvación del propio historietista fue Mafalda, aquella niña disidente, soñadora, pertinaz, ella le otorgó voz a su creador, pero además, a partir de su entrañable personaje, “Quino”, huérfano a temprana hora, adquirió familia y amigos: Miguelito, Susana, Libertad, Manolito, Felipe, papá y mamá Raquel, una dilecta metáfora de la sociedad argentina contada desde la garganta de los niños, que repiten a voz en cuello las costumbres de los padres, pero también sus prejuicios o atavismos.
Luego de haber sido publicada en diarios y periódicos como Primera Plana, El Mundo y Siete Días Ilustrados, Mafalda dejó de aparecer como tira en 1973, cuando “Quino”, aterrado por la fama decidió ponerle fin.
Pero como suele suceder en estos casos, el personaje, ya producto de la celebridad que le llevó a ser traducida al italiano, o ser leída en Francia y España, adquirió independencia de su creador, dando pie a publicaciones, ediciones especiales y hasta dibujos animados.
Ya como un referente de la memoria cultural, Mafalda se convirtió, por derecho de consciencia en un emblema de la paz, los derechos de los niños, o la defensa del entendimiento por encima de la violencia.
En homenaje a la tira que hizo pensar al mundo hispanoparlante hay calles, avenidas, murales dedicados a Mafalda, la niña de melena negra, moñito, vestido de una pieza y zapatitos escolares a la que nadie odiaría, la niña que hoy mira a la posteridad convertida en escultura, sentada en una banca, encarando con dulce determinación los tiempos nuevos donde el odio fructifica disfrazado de solidaridad, entre el derrumbe de las estatuas, la polarización mediática y el hambre de fortuna que diluye al siglo XXI.
“Quino” fue con Mafalda, lo que Saint-Exupéry con El principito, ambos cuestionaron la aparente lucidez de los adultos, filosofaron sobre el sentido de la vida, el amor o la amistad, ahondaron en la perpetuidad de la infancia, cuando esta se conserva en el candor y la imaginación como un aporte vital.
Con el grito de batalla de: “se los tiene que decir un niño para que lo escuchen”, “Quino”, concibió a la ética antinaíf, cuestionando la tonalidad amable de las habituales historietas donde los niños o la familia, eran representados como el plus ultra del ejemplo, un frío escarceo desde la retórica del estado opresor y sus misiles culturales.
Junto a creadores referenciales como Roberto Fontanarrosa y Eduardo del Río “Rius”, historietistas que ampliaron nuestro humor desde el costumbrismo, Joaquín Lavado “Quino”, ayudó a construir el abrevadero visual de la realidad latinoamericana.
Él nos legó a Mafalda, y hoy, a poco más de medio siglo de su creación, el más afectuoso de los dibujos nos recuerda la amabilidad de un tiempo ido, y la profunda necesidad de revivirlo.