1968, un área de la Prisión Estatal de Folsom, ha sido acondicionada como escenario. Desde un rincón aparece Johnny Cash, ícono de la música estadounidense portando su característico traje oscuro, el efecto a contraluz de los reflectores, lo hace ver como una rara anunciación del más allá. Minutos antes, Cash atravesó los corredores de la prisión con paso resuelto, mirando con aire indiferente a los policías, para luego tomar su guitarra con la prestancia de un vaquero desenfundando el revólver.
Cash es un tipo grande de mirada melancólica, voz profunda de barítono, y rostro marcado por la voluntariosa cicatriz que aparece al lado derecho de su barbilla, como el recordatorio de que la vida no es un mal chiste contado al mediodía. La presencia de Cash en la prisión denota su apego por las clases desfavorecidas, él mismo es la clara muestra de aquello, hijo de una familia pobre de Arkansas marcada por una honda afición religiosa, su vinculación con los reos que le miran desde las sillas con aire atónito, es instantánea.
Su música rebota en el aire con el fervor de un salmo cristiano, ahí está el tipo duro que años antes fuera detenido en El Paso en posesión de drogas, aquel cuya voz tan grave como el desenfreno, atrae las miradas de los presentes que lo escuchan con el denuedo de una bienaventuranza.
El recital continúa con el sudor en la cara, los convictos aplaudiendo mientras los guardias mascan chicle, y la voz vibrante de Cash narra las ocasiones en que la mirada espiritual de la Unión Americana, ha recorrido las plantaciones del Sur indomable. También el andar eterno de las casas rodantes sobre la carretera plena de cafetines donde se degustan los panqueques, y la tierra ebulle auspiciada por un sol que hace florecer los valles.
En tres palabras, Cash abarcó la historia eterna de los hombres que caminan con los sueños en las plantas de los pies, los nubarrones desérticos que desatan la furia del polvo en los condados donde se reproducen las casas de madera y las tumbas blancas. La nostalgia se extiende en el suelo de aquella dura prisión, donde no hay tipos malos mientras dura el recital, cuando los corazones laten al ritmo de aquella guitarra, la guitarra de Cash, la guitarra cuyos rasgueos hacen que el country acaricie el crepúsculo al ritmo expansivo de la catarsis.
Cash, es el tirador que toca el alma de los reclusos, el tipo duro que lanza las notas desde aquel imparable huracán en que logró convertir al folclore estadounidense, durante casi medio siglo de trayectoria musical, volviéndolo un artículo de uso cotidiano desde los linderos de la apabullante nostalgia.
La impasible presencia de Cash, vestido de negro y la mirada fija en el horizonte, subyugó por siempre a las audiencias. Ahí estaba el tipo que sin miedo, contribuyó a hacer del canto una fanfarria para el hombre común, soportando los estertores de la guerra, la adicción al alcohol y las drogas, los atavismos de una sociedad puritana, que presa de su contradictoria narrativa, no tuvo más remedio que acoger a aquel artista único, como parte de la redención del tormentoso siglo XX.
Canciones emblemáticas como “I Walk The Line”, “Folsom Prison Blues”, “Man in Black”, otorgaron celebridad al hombre que edificó un estilo a partir de la pérdida, y una vida en llamas donde el desenfreno, los intentos de desintoxicación y las frecuentes visitas a la cárcel, forjaron su leyenda de rara avis.
El rito continúa mientras los reos le aclaman como el héroe, el ángel apocalíptico que ha llegado para enardecer a las masas atribuladas, el vengador que los arrebatará de la perversa proscripción que otorga la condena pública. Entonces, uno recuerda que Johnny Cash no interpretó canciones melosas, ni habló de las dulces cosquillas que los helados producen en una tarde de rockolas.
La voz de Cash se diluye como el humo, no sin antes adquirir los matices de un alegato sombrío que arrastra los heraldos del fracaso, la vida como es, la América sin la voz melosa de los Everly Brothers, o los escarceos pélvicos de Elvis. La América, que es más una oda beatnik que el propio Mickey Mouse, una galopante poesía de Bukowski escrita desde un agujero urbano, donde se reniega del oropel absurdo de Beverly Hills. Un incesante carrusel con imágenes de muslos, ánforas al tope, el recuerdo del hermano muerto en una tragedia rural, el horror de la posguerra; o la miseria avasallante de la Gran Depresión.
Johnny Cash, el outsider que edificó su leyenda a partir de la derrota, se despide de la audiencia. Los reos saltan, repiten su nombre de manera delirante, celebran su sarcasmo anti-establishment con sonoras carcajadas que inundan la cárcel.
Su lento andar, portando la guitarra como una extensión de su cuerpo de cowboy, nos recuerda que la vida es mucho más que el acontecer cotidiano, mucho más que las magras usanzas basadas en los torpes convencionalismos. Que como dijera Jean Paul Sartre, “el hombre es lo que hace con lo que hicieron de él”, que hay un arbitrio personal que no depende de la moral pública, también, que una rara mezcla de talento, dolor y valentía, es lo que marca por siempre a los genios.
La voz del indomable que conquistó el Grammy e incursionó en el Salón de la Fama por su inigualable trayectoria, aúlla todavía desde los resquicios donde los estigmatizados le adoran, como si se tratara de un moderno Espartaco que agonizó con el siglo XXI.