• 21 de Noviembre del 2024
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El mito de Eva Perón

Eva María Duarte de Perón, Evita / Facebook/Omar Enrique Alvites Santa María

 

El funeral de Evita, se convirtió por derecho propio en un acto político-ritual revestido por la innegable imaginería que otorga el culto a la personalidad

 

26 de julio de 1952, víctima del cáncer, ha muerto a los 33 años Eva Perón, proclamada por el gobierno de Argentina como la Jefa Espiritual de la Nación. En las calles, la gente se agolpa para despedir sus restos, ahí están las enfermeras, las monjas, los militares, niños, jóvenes y ancianos, que secan sus lágrimas desde los balcones mientras el oscuro catafalco, porta aquel hondo fragmento de la historia argentina que la muerte, en su irreductible impasse, ha elevado a categoría de mito.

Las ganas de llorar se confunden con la lluvia ahí, en los barrios donde la bronca se amilana con un tango de Gardel, se habla el lunfardo, y hoy, como nunca, se practica el dolor a modo de catarsis en la capilla ardiente donde la gente se desmaya ante el rostro adolorido de la nueva deidad, Eva María Duarte de Perón: Evita.

De las viejas fachadas bonaerenses penden los grandes retratos del gobernante Juan Domingo Perón junto a la lideresa Evita, ambos, en el pulsante imaginario popular son elevados al rango de salvadores de la nación por los llamados “descamisados”, los pobres de la argentina que indudablemente protagonizaron el drama con sabor a ópera wagneriana que representó el peronismo.

El funeral de Evita, se convirtió por derecho propio en un acto político-ritual revestido por la innegable imaginería que otorga el culto a la personalidad, pero cualquier análisis, podría con toda razón ser considerado una pobre aspiración pseudointelectual, si admitimos la ruptura del raciocinio en favor de la histeria colectiva.

Ahí están las masas apilándose para tocar el féretro de aquella que, en sus desgarradores discursos, exaltó el derecho de las mujeres para ejercer el voto, la reivindicación de la clase obrera, la igualdad jurídica de hombres y mujeres, la misma que elevó la beneficencia pública a grado de política de Estado.

Los presentadores radiofónicos, con la voz engolada que se convierte en testimonio permanente de la emotividad a tope de la nación argentina, repiten loas en honor de la difunta, como un eco fantasmal, se escucha la voz de aquella mujer a la que el cáncer convirtió en una tenue flama que se apagaría luego de que ella misma, asumiera su muerte como una cuota más de su pasión política.

A partir de 1946, cuando se convierte en la Primera Dama de la Nación Argentina al acceder al poder Juan Domingo Perón, aquella chica pálida que sufrió el escarnio de la pobreza, una hija fuera del matrimonio inserta en una sociedad torcida por el moralismo, decidió mudar de piel al erigirse como Eva Perón.

Atrás quedaron los esfuerzos infructuosos por trascender como actriz de teatro, cine y radio, al recoger su dorada cabellera de primera dama frente a un espejo palaciego que no dejó de reflejar incluso la tragedia, Eva María Duarte, recogió también los restos de un pasado cuya abrumadora sed de poder e innegable talento para atraer a las masas, consiguieron sepultar parcialmente. Eva Perón fue la mejor constructora de su mitología, se transformó en una mujer impecable, renunció al papel de consorte silenciosa al lado del “señor del gran poder”, convenciendo a su esposo de serle más útil como una agente de cambio, así, viajó por Europa enarbolando la bandera de la buena voluntad.

Reunió fondos para los pobres, construyó potentes discursos donde enalteció la lucha de la clase trabajadora, llamó a los conservadores “oligarcas”, contribuyendo a la edificación del movimiento peronista desde la acción filantrópica. Sabedora de que en las murmuraciones de la “high life”, siempre sería la actriz segundona que logró escalar a la vida pública como una trepadora, Eva Perón se alió a los sectores que fueron obviados por los anteriores gobiernos, los relegados en la construcción de privilegios. Los llamados “cabecitas negras”, “grasitas”, “descamisados”, fueron los reales protagonistas de aquellos discursos impelidos de un poderoso tufo providencial, los monólogos donde Eva Perón, la hábil prestidigitadora consiguió arrebatar desde la tribuna, la trascendencia que el cine le negó, edificando a la masa como el ingrediente más eficaz de su ostentosa aventura por el poder.

Oradora brutal, Eva Duarte se dio a luz a sí misma al asumirse como “Evita”, una ambiciosa creación de sus mas intimas elucubraciones, que no tuvo comparación visible con ninguna otra lideresa de la región. De tal manera, logró insertarse en el inconsciente colectivo al delinear el rostro visible de los miserables, los pobres al centro de un discurso donde enarboló la futura grandeza de la Argentina, la vida como la oportunidad de alcanzar la justicia arrebatada en el fulgor de la irreductible lucha de clases, la muerte como la suprema inmolación donde su nombre, construido con la efectividad de un mandala de tremendas potencialidades místicas, sería pronunciado como una forma de ahuyentar al viejo espectro de la opresión.

Su obra social en favor de los pobres, la llevó por el mundo desatando la furia de la clase alta, ¿Qué hace una antigua actriz con ínfulas de dama inaugurando hospitales? Pero en la construcción de aquel personaje que cobraría vida desde el oropel del poder y el influjo de una tragedia de matices shakesperianos, donde la verdadera protagonista es la condición humana, Evita asumió la muerte anunciada como la máxima entrega de su labor política, el éxtasis de su obra vital. Con motivo de la celebración del Voto Femenino, Eva Perón apareció en un balcón pronunciando un incendiario discurso al pueblo argentino. En él, reprochó el enojo de la oligarquía por su labor filantrópica, tildó al General Perón, de ser el dignificador social, moral y espiritual de los pobres.

Llamó a los enemigos del gobierno “mediocres vendepatrias que atentan contra el pueblo y contra la nacionalidad”, abajo, las multitudes gritaron al unísono: ¡la vida por Perón! ¡la vida por Perón”. Las ancianas sostuvieron pancartas, alzaron los brazos como si se encontraran ante la presencia de una divinidad, la multitud enardecida habría sido el más ambicionado objeto de estudio del psicoanalista Sigmund Freud, por aquel claro síntoma de histeria colectiva, un pueblo maltratado por el pasado, y al frente, una mujer creación del poder, victima, justiciera, ambiciosa, implacable, que hizo de la lucha social una solemnidad.

Años después de su muerte, Eva Perón, “Evita”, es un claro objeto de culto multitudinario. Su cuerpo embalsamado, fue durante muchos años venerado con la fruición de una santa. En las casas de los barrios populosos, la gente tiene imágenes a las que dedica veladoras y oraciones. No lejos de la controversia que persigue a los mitos como ella, alguna vez sus restos fueron secuestrados por la dictadura, para la derecha, el nombre de Evita Perón, resuena como una feroz amenaza, la promesa de la reestructuración del populismo desde la mística conmemorativa.

Pero innegablemente, Eva Perón es parte de la historia, integrante por derecho de consciencia del gran abrevadero iconográfico del mundo. Su nombre permanece en calles, avenidas y monumentos, es libros o cinematografía, una ópera rock de Andrew Lloyd Weber, o las representaciones musicales de la portentosa Nacha Guevara. Destinada a sobrevivir a sus propios restos mortales, más allá de la creación de una personalidad acorde con las ambiciones políticas del peronismo, Evita ha sido irremediablemente condenada por su mito a ser evocada, temida, defenestrada.

La humanidad difícilmente olvidará a aquella dama de cabello recogido y traje sastre, que frente a los micrófonos consiguió abandonar la añeja sumisión de las mujeres, la que supo interpretar como ninguna el anhelo de las multitudes. Ha sido objeto de adoración, autora de su leyenda, afiche y tango; reliquia del politeísmo latinoamericano.