• 25 de Abril del 2024

Años atrás

Captura de pantalla

La tía Josefina tenía el don del comedimiento, un cabello largo y fino enmarañado en un chongo bajo y unas manos largas como de porcelana. No recuerdo el color de sus ojos; eran de un tono impreciso y claro, que aun detrás de sus anteojos de montura dorada reflejaban una calma indeleble.

      Cuando la conocí ya era una de esas señoras que envejecen a los cuarenta y cinco, disimulando el peso de una vida no vivida bajo un luto inaudito de varias generaciones. Era la viuda de un viudo español con el que no tuvo hijos. Se sostenía con una cuenta bancaria de varias cifras, pero vivía en casa de mi abuela Inés, su sobrina, a quien llamaba mamá y obedecía desde el alba. Todos los días iba a misa de ocho y los jueves por la tarde se regalaba unas horas para salir a jugar canasta con sus amigas. Leía el periódico, era aficionada a la función sabatina de box y nunca se perdía la telenovela nocturna que sucedía a la pelea estelar de la noche. De entre ellas recuerdo “Rina”, un culebrón con una protagonista maltrecha, aunque muy bondadosa, que sufría lo indecible por ser pobre y fea.

     Los fines de semana, dormía con la tía Josefina, esperando desde temprano la hora mágica en que se encendiera el televisor. El resto del día no estaba exento de actividad. Uno de los burós de su recámara tenía un cajón a mi nombre y estaba destinado a las cosas que ella iba acumulando durante la semana para sorprenderme a mi llegada. Allí podía encontrar dulces de leche, revistas Tele Guía, recortes de periódico, cintas para el pelo, botones, lápices de colores, cuentas de bisutería, esqueletos de cajas musicales y cualquier cantidad de cosas inútiles a las que yo daba una segunda oportunidad. Hurgar en el cajón me entretenía por un par de horas, mientras la tía Josefina tejía unas carpetitas a gancho apoltronada en el sillón. En el radio se escuchaba una radionovela y al otro lado de la ventana los pájaros cantaban sin cesar. De cuando en cuanto nos llegaban los gritos de la vecina, una inmigrante china que se descosía con mentadas a sus hijos en el más perfecto mandarín, y desde el corredor, los acordes de mi abuela acariciando el viejo piano.

     En la recámara de la tía Josefina los muebles eran de una talla finísima y hacían juego con los del vestidor, una estancia contigua donde había un tocador con cajoncillos ocultos a los que yo cambiaba el contenido. Al centro del mueble se deslizaba una plancha muy delgada, también de madera, que descubría en su interior a los departamentos secretos. Era un sepulcro familiar con cabida para cuatro féretros, aunque en este caso se trataba de diminutos compartimientos con fuerte olor a nogal. De un lugar a otro yo cambiaba el collar de perlas, los aretes de brillantes, el anillo de rubís o el peine para piojos, que durante mis años escolares fue el más fiel compañero. Visto de frente, a la derecha del tocador se hallaba el ropero, un mueble de un metro setenta con dos puertas en lo alto y varios cajones debajo. Esas puertas se abrían con una pequeña llave de oro que la tía traía eternamente colgada al cuello.

     Cualquiera podría pensar que en ese armario se guardaban grandes tesoros: las joyas más caras, el dinero en efectivo o algunos títulos de propiedad, pero no. Tras ellas se encontraba una canasta metálica con huevos frescos que la tía se intercambiaba con la abuela. “Oye, Josefina, préstame dos blanquillos y mañana te los repongo”, gritaba Inés desde lo que ella llamaba el hall. “Cómo no, mamá, pero que sea temprano, porque los ocupo para mi licuado”, contestaba la otra. Entonces la tía se levantaba con muchos trabajos del sillón y caminaba arrastrando las pantuflas como si en ello se le fuera la vida. Abría sigilosamente las puertecitas, sacaba con todo cuidado el par de huevos, contaba el resto, y de inmediato volvía a echar llave. Estoy segura de que a partir de entonces perdía la paz hasta la mañana siguiente. He visto muchas cosas raras en la vida, pero como ésa, ninguna.

     Debajo de la cama, la tía ocultaba una bacinica de peltre llamada “chanana”, que le servía para solventar sus necesidades nocturnas. El baño estaba a menos de cuatro metros, pero hacer el recorrido durante la madrugada era una situación impensable para ella. Yo también hacía uso del adminículo, uno de los más útiles de la época, pues en él morían ahogados los piojos que me contagiaban en la escuela. Cuando era menester, me hincaba en el suelo y ponía la cabeza sobre las piernas de la tía, cómodamente sentada en el sillón, y ella me escarmenaba con el famoso peine, aplastaba entre las uñas de sus pulgares a los inmundos parásitos y luego los echaba a la chanana llena de agua, por si acaso. Los bichos anidaban en todas partes porque la consciencia no me alcanzaba para adivinar su maldad. Si me encontraba uno lo depositaba en los pliegues de tul en el tutú de la bailarina del tocador, o ya más enojada por las molestias, en la peluca de la enorme virgen María que nos vigilaba desde una repisa al costado de la cama.

     La tía me dejaba cambiarle la ropa a la virgencita. Tenía muchos vestidos y pelucas que ella le confeccionaba y además, era más grande que una Barbie. Yo le alisaba el vestido con una planchita de juguete y le cepillaba el pelo rubio, que era natural, pero cuando insistía en hacerle una cola de caballo o algún peinado elegante me la quitaban de las manos. Aquel era otro entretenimiento fabuloso, pero mi preferido siempre fue la televisión. Cuando por fin daban las nueve, nos acurrucábamos en la cama a ver correr la sangre. Me parecía increíble que dos hombres en calzoncillos salieran a darse hasta con la cubeta mientras el público gritaba enardecido, incluida la tía, pero invariablemente me contagiaba de esa emoción jubilosa. Luego se aparecía la muchacha jorobada a la que Enrique Álvarez Félix, a todas luces gay, no le hacía el feo y la tía comenzaba a sufrir con ella y a despotricar contra los malos.

     Ya para dormir, y después de tan violentas escenas de sangre, odio y desprecio, la tía me inventaba cuentos maravillosos, como aquel de la niña que durante la cena no quería comerse los higos en conserva y preguntaba a su madre si era normal que tuvieran orejas y rabo. Invariablemente mi noche se plagaba de pesadillas, mucho más por saber que al otro día me llevarían a misa de ocho y luego a ofrecer flores a la virgen al mediodía, pero esperaba esos fines de semana con una ilusión que muy pocos eventos han podido superar en el tiempo. Hoy sé que la memoria no tiene palabra y que seguramente mis recuerdos se han magnificado. No confío en la total veracidad de los hechos pasados, pero es muy probable que algunas de estas cosas hayan sucedido años atrás.

 

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Twitter: @mldeles

 

De la Autora

He colaborado en el periódico Intolerancia con la columna "A cientos de kilómetros" y en la revista digital Insumisas con el Blog "Cómo te explico". Mis cuentos han sido publicados en las revistas Letras Raras, Almiar, Más Sana y Punto en Línea de la UNAM y antologados en “Basta 100 mujeres contra Violencia de género”, de la UAM Xochimilco y en “Mujeres al borde de un ataque de tinta”, de Duermevela, casa de alteración de hábitos.

He sido finalista del certamen nacional “Acapulco en su Tinta 2013”, ganadora del segundo lugar en el concurso “Mujeres en vida 2014” de la FFyL de la BUAP, obtuve mención narrativa en el “Certamen de Poesía y Narrativa de la Sociedad Argentina de Escritores”, con sede en Zárate, Argentina y ganadora del primer lugar en el “Concurso de Crónica Al Cielo por Asalto 2017” de Fá Editorial.

He participado en los talleres de novela, cuento y creación literaria de la SOGEM y de la Escuela de Escritores del IMACP y en los talleres de apreciación literaria del CCU de la BUAP.