Cuando menos yo, no recordaba haber deseado tanto un pedazo de tocino, una cucharada de mayonesa o un trozo de aguacate, o mejor aún, todas esas cosas juntas entre dos rebanadas de pan blanco sin nada de fibra. De afuera llegó el sonido del auto de un vecino trasnochado y me dispuse a esperar los reclamos de su esposa (o al revés). Eran las cuatro de la madrugada y llovía despacio, pero sin tregua. Tenía tanta hambre que tardé en decidir con qué romper el estado de inanición. Lola me apuraba con un meneo de cuerpo completo; francamente, a ella le daba igual cualquier cosa que eligiera. Iba aventarle una salchicha pero, ni que fuera perro ─pensé, y encendí la estufa para asársela.
Me ajusté el cinturón de la bata en un movimiento inconsciente. Tiritaba luego de un rato de hurgar en el refrigerador sin resolverme y caí en la cuenta de que hacía meses no podía cerrarme la dichosa bata. La había comprado porque el color era mi favorito y además estaba en oferta, pero desde nueva me había quedado demasiado justa. En lo que se enfriaba la dichosa salchicha, hágame usted el favor (la aso para que no la coma cruda pero al final hay que dársela fría), fui a encender la luz de la sala para verme en el espejo. Era verdad. Mi cintura se veía un poco más delineada y tal vez mi cara se había afilado ligeramente. La perra ladeó la cabeza y me miró inquieta. ¿Qué onda con la botana? Habrá querido decir, pero yo estaba entretenida con mi nueva imagen.
Corté la salchicha y se la fui dando a trocitos, después apagué las luces y volvimos arriba. Ya iba soñando, mientras echaba carreritas con Lola en los escalones, con un vestido talla nueve que había visto en una tienda elegante, aunque el plato de alubias con chorizo que me había estado persiguiendo toda la semana asomara de cuando en cuando. Los gritos de la vecina llegaron como salidos de ultratumba. Un niño lloraba, varios perros ladraban y a lo lejos se oía la sirena mustia del servicio de vigilancia que hacía el rondín. Pegué la oreja a la pared. El hambre es muy mala consejera. El vecino no dijo ni pío, pero de inmediato se escuchó correr la puerta de un clóset. Seguramente estaba sacando una cobija para irse a dormir al sillón de la sala.
El viernes siguiente estuve atenta a la llamada como quien aguarda una cita de amor. La asistente de la nutrióloga recibió con extrañeza la emoción en mi respuesta afirmativa. Casi no podía esperar a que fuera sábado. Subir de nuevo a la báscula era mi meta más ambiciosa del momento, así que esta vez me presenté con veinte minutos de adelanto y me topé con la doctorcita, que repartía instrucciones entre las empleadas para el menú de la semana siguiente. Cuando por fin me recibió en su consultorio le comuniqué lo bien que me había portado y, antes de que lo pidiera, me saqué los zapatos para ir directo a cumplir con la ceremonia del pesaje. Me puse derechita con la cabeza erguida, sumí el estómago y aguanté la respiración.
Un sudor frío me recorrió la columna vertebral durante los dos minutos que la nutrióloga guardó silencio. Comencé a temer que lo del espejo hubiera sido una alucinación provocada por el hambre y que al final de los quince días de suplicio no hubiera perdido nada, además de la dignidad. Ella sacó del cajón sus diminutos pero sofisticados aparatos: otra vez la cinta métrica, la calculadora, sumas, restas y resolución numérica. Pues sí ─dijo con una sonrisa incrédula y sencilla─, bajó usted DOS KILOS TRESCIENTOS GRAMOS. La felicito, parece que su metabolismo está respondiendo muy bien a pesar de la edad. Ya decía yo que no todo podía ser tan fácil y bonito, tenía que darme la puñalada con eso de los años.
“Dos kilos trescientos gramos…Trescientos gramos… Trescientos gramos” repetí varias veces. Con esto había alcanzado un tercio del objetivo. No voy a cejar en el empeño. Voy a morir de astenia si es preciso, pero he de entrar en el famoso vestido para el día de mi cumpleaños, sí señor. Esa misma tarde abrí el correo electrónico para revisar la nueva dieta. En el fondo esperaba encontrar, digamos en el día miércoles, un gran trozo de pastel de zanahoria claramente prescrito. Fue una gran desilusión descubrir que, en esencia, el régimen no había cambiado gran cosa. Doña Nutrióloga me hizo la caridad de eliminar el apio de mis comidas (ya siento que la amo) y al final me puso una notita de lo más tierno para darme ánimos. Dice que mi fuerza de voluntad es lo máximo y que le gustaría tener muchas pacientes como yo. Eso ha de ser porque no cobra nada barato.
Ensalada de chicharitos con pimienta, chayotes con germen de alfalfa y espinacas al vapor. Voy por otros dos kilitos. He notado que Lola ya no se acerca a mí cuando preparo la comida. No sé si esto se deba a lo frugal del menú o a que últimamente he tenido un poquito de mal humor. Ahora me ve entrar en la cocina y abrir la puerta del refrigerador sin inmutarse. Alza las orejas, huele lo que pongo en los platos y vuelve a echarse bajo la mesa. Los amigos que han estado dándome apoyo moral me recomiendan mucho no seguir la luz, pero uno nunca sabe.
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Twitter: @mldeles
De la Autora
He colaborado en el periódico Intolerancia con la columna "A cientos de kilómetros" y en la revista digital Insumisas con el Blog "Cómo te explico". Mis cuentos han sido publicados en las revistas Letras Raras, Almiar, Más Sana y Punto en Línea de la UNAM y antologados en “Basta 100 mujeres contra Violencia de género”, de la UAM Xochimilco y en “Mujeres al borde de un ataque de tinta”, de Duermevela, casa de alteración de hábitos.
He sido finalista del certamen nacional “Acapulco en su Tinta 2013”, ganadora del segundo lugar en el concurso “Mujeres en vida 2014” de la FFyL de la BUAP, obtuve mención narrativa en el “Certamen de Poesía y Narrativa de la Sociedad Argentina de Escritores”, con sede en Zárate, Argentina y ganadora del primer lugar en el “Concurso de Crónica Al Cielo por Asalto 2017” de Fá Editorial.
He participado en los talleres de novela, cuento y creación literaria de la SOGEM y de la Escuela de Escritores del IMACP y en los talleres de apreciación literaria del CCU de la BUAP.