Y lo de las coquitas era un odio sublime que fue subiendo como la olla express con sus entrañas de estofado. Detestaba a las ladronas de comida para perro, el sonido de su arrullo y lo gordas que se iban poniendo, porque se reconocía ella misma en lo segundo o en lo último, yo qué sé. Muchas cosas nunca supe de ella. Sus apellidos, por ejemplo, los conocí hasta que me entregaron el acta donde con doce puntos quedaba escrito de por vida que se había muerto para siempre. Y vi allí que los suyos eran idénticos a los de las tres hijas que tuvo, cada una con su propio padre y sin apellido diferente que agregar. Me los dijo mucho, y yo los puse en las cartas que escribí y firmé para que sus hijas fueran a la escuela y a las clases de inglés en el verano. Los escuchaba y los escribía y luego firmaba, pero no podía recordarlos. Carmen fue solo Carmen. De Martí y de Amaury, del torpe amor de Tibulo y de Ovidio y de si la virgen celeste dejase de su luz a lo divino.
La Carmela, atea de las más auténticas, renegaba hasta de no haber sido capaz de creer en algo. Descreía de los tratados filosóficos y eclesiásticos y así fue hasta el sábado anterior al último día, cuando le pidió a mi madre que ahora sí rezara por ella. Y pida por mí no para que me perdonen los pecados, señora, que a ellos qué les importan. Ruegue nomás para que no me muera todavía ni antes de hacer todo lo que voy a hacer. Pero, ¡carajo! Se murió. Se fue sin que yo le viera el miedo en los ojos, porque mejor miraba a la pared que era de un deslavado azul verdoso y tenía en la mitad un tubo donde las visitas colgábamos los abrigos como íbamos llegando. No quería acordarme más tarde de sus ojos inyectados en sangre, húmedos de angustia, por donde no asomó ningún indicio que nos confirmara lo que ya sabíamos: que se cagaba de miedo ahí encerrada en la clínica, temblando, tiritando, trepidando, palpitando. Sabiendo que no, que ya no. Y a ella no se le hizo raro que no lloraran los niños del cunero mientras arrastraba los pies en esa habitación para matar el tiempo. Matar el tiempo, digo, porque qué otra cosa iba ella a matar ahí metida, enchufada a un cuentagotas que le tenía medidos los últimos minutos. Y a nosotros, cómo iba a parecernos extraño que ese día nadie se atreviera a nacer para que lo llevaran al cunero y desde ahí escucharla maldecir cuando rezar no sabía.
Y sonará hasta estúpido que, el perro, salvándose de morir y librándome de matar, la sobreviviera después de que le pasé encima con la llanta de la camioneta. Y que la muerte eligiera entre las dos, una por otra, una y no otra. Pero todo fue yendo de dos en dos y tan sencillo hubiera sido trocar las almas, que no los cuerpos, porque el de Carmen era un tonel de ciento veinte kilos a la redonda. Así, en lugar de haberse ido la una con las llaves de la casa, dejándonos divididos y desmembrados, podía haberse ido la otra con la comida de las coquitas malnacidas, que cagar y comer robado fue todo cuanto hicieron en esta vida de porquería. Pero no fue. Y entre nueve, que apenas podían con el féretro, lo metieron a un cuarto grande de ladrillos pelones donde le fuimos a llorar por tandas los que nos quedábamos atrás como las verdolagas huérfanas. Y mi madre, que sí había rezado por ella con el cabito del Señor de las Maravillas, saldó en ceros al día siguiente de haberlo prendido porque, Carmen nos dejó en día primero de mes. Casi era azul. La guardamos en una enorme caja que parecía un pastel con los crespones en añil y las flores de metal y los cirios en las cuatro esquinas ardiendo de rabia. Y, Carmen al centro, en una fotografía en Puerto Vallarta, con gafas y cargando a la iguana que se le abalanzó pidiendo comida. Porque ella no dejaba a nadie sin merecer y lo contrario que lo afirme el señor del agua, que ese mismo día pasó a traernos tres garrafones y se fue como vino, sin desayunar.
Tal vez así tenía que ser. Antes de ese día nunca le pasó por la cabeza la idea de morirse, como tantas veces sí le había pasado el hambre por todo el cuerpo. No quiso nunca, pero si tenía que ser quiso que le prendiéramos fuego, que al fin teníamos chimenea, y no que la pusiéramos bajo la tierra para estar sembrada como planta o que se la comieran los gusanos pervertidos. Y cuando me volvieron a preguntar los apellidos para llenar los papeles que decían que sí, dije que no. Que Carmen era nomás Carmen, de Mérimée y de Bizet. Que no estaba gorda, que era muñeca rusa en Sevilla y que traía metidos a la gitana y al cabo haciéndose el amor, y al torero persiguiéndolos a todos para amar a la gitana antes de que la matara el cabo, porque al cabo, el torero no iba a hacerle el amor. Y para que mientras esperábamos sus polvos, viéndonos las caras largas en un salón lleno de mármol, sus hijas fueran contando las tres versiones que existieron de ella. Y a la puerta no dejaron de llamar extrañándola, pensándola, rumiándola, añorándola.
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Twitter: @mldeles
De la Autora
He colaborado en el periódico Intolerancia con la columna "A cientos de kilómetros" y en la revista digital Insumisas con el Blog "Cómo te explico". Mis cuentos han sido publicados en las revistas Letras Raras, Almiar, Más Sana y Punto en Línea de la UNAM y antologados en “Basta 100 mujeres contra Violencia de género”, de la UAM Xochimilco y en “Mujeres al borde de un ataque de tinta”, de Duermevela, casa de alteración de hábitos.
He sido finalista del certamen nacional “Acapulco en su Tinta 2013”, ganadora del segundo lugar en el concurso “Mujeres en vida 2014” de la FFyL de la BUAP, obtuve mención narrativa en el “Certamen de Poesía y Narrativa de la Sociedad Argentina de Escritores”, con sede en Zárate, Argentina y ganadora del primer lugar en el “Concurso de Crónica Al Cielo por Asalto 2017” de Fá Editorial.
He participado en los talleres de novela, cuento y creación literaria de la SOGEM y de la Escuela de Escritores del IMACP y en los talleres de apreciación literaria del CCU de la BUAP.