• 21 de Noviembre del 2024
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El Valiente

TuCameo

A Paty

 

El hervidero de gente expulsaba variados olores. El tufo del cuero de las chamarras y los perfumes de las señoritas se mezclaban con el aroma de las chalupas, elotes y pan de fiesta que despedían las seis hileras de puestos. Eulalio Salvatierra desmontó en bárbara ejecución, entregó inmediatamente las riendas de su caballo azabache a un mocoso de por ahí, y los dejó a todos con la boca abierta. Ya erguido se acomodó el sombrero y el moño del pescuezo, se fajó la camisa por detrás y sacudió los pies para quitarse el polvo de las botas de piel de múcura.

Era el primer día de la feria de San Felicísimo Mártir, de cuyo cuerpo casi incorrupto eran muy devotos el padre Macario y dos terceras partes de los habitantes de San Sereno. El pópolo saludó a Eulalio con respeto. Era un hombrón de espaldas anchísimas y largas extremidades, pelo serpentino en color caoba y la piel tan blanca como la leche que daban sus vacas. Al pasar asentía con elegantes movimientos y, aunque contaba ya cuarenta y seis años y un incipiente mondongo se iba gestando sobre la hebilla de su cinturón, viudas jóvenes y solteras en general se lo disputaban para marido. Poseía un titipuchal de cabezas de ganado, además de veinte tractores seminuevos.

Cruzó a lo largo el recinto ferial con paso firme y cuando llegó a la mesa de lotería, a cargo de don Lupe, el cantinero, se acomodó en una silla de palo pintada de azul. Se habían sentado también doña Jacinta, la dueña del aserradero, don Cipriano Sotomayor, gerente del banco, Aparecida y Altagracia Vélez, dos solteronas de cuya fealdad y asimetría se hacía escarnio en siete pueblos circunvecinos, tres fuereños y un par de trabajadores de alguna hacienda aledaña, que seguramente iban dispuestos a jugarse todo el jornal.

Luego de frotarse las manos, el cantinero anunció el inicio de la primera ronda: Corre y va corriendo… Con los cantos de sirena, no te vayas a marear, gritó al tiempo en que Salvatierra colocó el primer frijolito sobre la imagen de La sirena. Pórtate bien cuatito, si no, te lleva el coloradito ¡Eeeel diablitooooo! La herramienta del borracho… ¡Laaaa boteeeella! Tanto bebió el albañil que quedó como barril… ¡Eeeeel barriiiil! El que le cantó a San Pedro, no le volverá a cantar… ¡Eeeel gallitooooo! Las cartas se sucedían en armoniosa complacencia. Eulalio logró hacerse con el diablito y la botella para llenar tres cuartas partes de la tableta adelantando a los demás. Todo apuntaba a que en esa tanda lo amadrinaba la fortuna, pero sus dedos jugueteaban con las habichuelas mientras con ojo presto patrullaba los cartones de sus contendientes, por si acaso.

De pronto, al canto de: Las jaras del indio Adán, donde pegan, dan… ¡Laaaas Jaaaras!, se oyó la voz de ruiseñor agripado de doña Jacinta ¡Looooooooteríaaaaaa! Y Salvatierra no pudo sino emitir un desagradable bufido. Era lo que se conoce como un mal perdedor. La doña se jaraneaba de los allí presentes con un escándalo digno de gabinete, como si de verdad le hubiera pegado al premio mayor, premio mayor. El terrateniente no acostumbraba montar en cólera, pero tan grande fue su muina que para la siguiente ronda exigió llevar la tarjeta que acababa de ganar, nomás de puro envidioso.

La noche era particularmente fresca y clara. Los mariachis no paraban de entonar las rancheras de moda contraviniendo el conocido refrán: “Músico pagado toca mal son”, pues su canto era auspiciado de antemano por el municipio. La guía de los marineros… ¡Laaa estreeeella!, continuó don Lupe, la garganta recién aclarada con un mezcal que permanecía oculto en una inocente cantimplora bajo la banca. Al nopal lo van a ver, nomás cuando tiene tunas… ¡Eeeel nopaaaal! Salvatierra había marcado quince de las dieciséis figuras de la tarjeta y una indiscreta sonrisa se instaló en su rostro de niño con juguete nuevo al son de No te arrugues cuero viejo, que te quiero pa’tambor, con la que se proclamó victorioso.

El párroco consentía diez pesos por entrada, de modo que una vez llegado al límite de las apuestas monetarias, autorizaba que las rondas recayeran sobre la entrega de aves de corral, láminas y tablones, asesorías financieras o las primorosas colchas a gancho tejidas a cuatro manos por las señoritas Vélez. Los menos pudientes eran libres de alquilar sus propias personas para hacer trabajos de limpieza, repostería o construcción, y el valor de cada apuesta era el mismo. “De acuerdo al sapo es la pedrada”, decía muy complacido el sacerdote ante la impartición de justicia y equidad. Esta argucia del padrecito aseguraba que la mesa de lotería permaneciera rebosante hasta bien entrada la madrugada.

Al filo de las nueve se presentó Brígida Almanza en el recinto. Poseía una finca en un pueblo más allá de las montañas y era difícil que se le viera por San Sereno, excepto durante los festejos del mártir y en tiempos de siembra, cuando bajaba a surtirse de fertilizante y otros arreos. La mujer se apeó de una yegua albina y se dirigió al casino luciendo su espectacular belleza. En la piel tenía el tono arcilloso de una múcura recién horneada, los ojos prácticamente negros y el cuerpo tan macizo como una silla de montar. Llamaba la atención de los sanserenos que nunca se desprendiera del fuete, pero más les azoraba el que fuera la única dama en varios kilómetros a la redonda que vistiera ropas de macho. Siempre iba enfundada en huelgos vaqueros, camisa a cuadros y unas botas de siete leguas bien perronas.

Al verla llegar, Salvatierra sintió un golpe en el ventrículo izquierdo. Un latigazo de sangre que salió despedido hacia la aorta produciéndole un temblor de cuerpo entero. Cómo le gustaba esa hembra. El porte épico de su rostro, la mata espléndida de cabellos escurriéndole sobre la espalda, las piernas largas y fuertes que convidaban a seguirla con apremio. Apenas podía sostenerle la mirada, pues al cruzar con la negrura de sus ojazos inmediatamente un hilito de sudor le chorreaba por la rabadilla.

─Oiga, Salvatierra ─dijo la recién aparecida─ ocupo unas diez cabezas de ganado. ¿Qué pide a cambio? Para ver si nos damos un entre aquí con el azar.

─Pues, mire, señorita Almanza, pedir, pedir, no tanto. Más bien lo que ocupo es una buena esposa, bien dada pa’l trabajo recio y dispuesta a criar hartos hijos. ¿Qué me dice?

En la mesa se hizo un silencio incómodo. Todos los ojos estaban puestos sobre el Párroco, a la espera de su fulminante reacción. Nunca antes en San Sereno se habían atrevido a una apuesta de tal envergadura, pero contrario al temor colectivo, el padrecito asintió de muy buena gana al intercambio. Ya le andaba dando mala espina que la señorita Almanza vistiera camisas de leñador y que presumiera a diestra y siniestra el agravio de mandarse sola.

Don Lupe dio rienda suelta a un nuevo desfile de cartas. El caso que te hago es poco… ¡Eeeel caaazo! La muerte siriqui siaca, la muerte tilica y flaca… ¡Laaaa calacaaaa! Frijoles iban, frijoles venían, Salvatierra había colocado siete cuando Brígida marcó el venado, su décimo tercera figura. Tanto va el cántaro al agua, que se quiebra y te moja las enaguas…  ¡Eeeeeel cantaritooooo! Tú me traes a puros brincos, como pájaro en la rama… ¡Eeeel páaaaaro! Por qué le corres cobarde, trayendo tan buen puñal… ¡Eeeel valieeeenteeee! ¡Looooterííaaaaa!, ─cantó la señorita Almanza, poniéndose de pie y levantando el fuete con ambas manos sobre su cabeza.

Un estrepitoso mutismo traspasó las fronteras del improvisado garito.

─Ni hablar mi alma, me ganó a ley. Usté dirá cómo y cuándo hacemos la entrega.

─Yo le mando recado, Salvatierra. No tenga pendiente.

─¿Me permite invitarle un agua de horchata o un tepache helado? Nomás pa’cerrar la transacción.

─No se afane, mi estimado. No hay necesidad alguna.

Una docena de atónitas miradas se prendió a las bolsas traseras del pantalón vaquero. Eulalio siguió las trazas sobre la senda de tierra, donde las espuelas de Brígida marcaron un ondulante rastro. Siguió mirándola hasta que la negrura de la noche se comió de un mordisco su apetitosa figura y la música volvió a sonar.

Horas más tarde, los primeros rayos de un espléndido sol primaveral se extendieron sobre las tejas de barro en el oriente de San Sereno. Salvatierra entró en su habitación, todavía a oscuras, para despojarse de pistola, moño, sombrero, camisa y pantalón. Se enjuagó la boca y se metió en la cama, que había supuesto fría. Las sábanas lo recibieron con un ligero calorcillo perfumado con agua de rosas y benjuí.

─Vengo a ponerme a mano, Salvatierra. Por si ocupa.

Esa mañana la cobija de los pobres no entró por las ventanas del dormitorio de Eulalio Salvatierra. Todos lo echaron en falta durante los siguientes siete días que duró la feria de San Felicísimo Mártir, de cuyo cuerpo casi incorrupto se volvió muy devoto.