• 23 de Abril del 2024

Revancha y revanchita (Aries 5432 / Parte VII)

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Del paseo por la serranía madre y hermano volvieron ya entrada la noche sin el tal Heriberto. El cielo se desbordaba en un aguacero haciendo eco a los copiosos lagrimones de doña Feli, quien no dejaba de alegar que aquello se trataba de un plagio a manos de gente organizada. Al escuchar la tragedia marca culebrón, Jennifer salió del cuarto a medio vestir, pero no hubo quien reparara en sus piernas desnudas ni en lo alborotado de los bucles. Nadie se dirigió a ella y nadie percibió el humor a fluido que emanaba en el mil quinientos seis de la 70 Poniente.

 

     Al día siguiente, pese a la consternación que envolvía a la familia, Padilla se dirigió al Santuario de Las Tres Piedras, donde Berthita le practicó una ablución con los embriones de pato salvaje, que iban nadando en la orina puesta al sereno dentro de una pecera cuadrangular. De nueva cuenta se me había citado con premura en calidad de testigo y aprovechando que Lozano y Luna se echaban una partidita de dimes y diretes me escabullí de la redacción. Todo lucía impecable. El oratorio estaba iluminado con una tenue luz violácea y sobre las efigies y crucifijos recién bruñidos colgaban guirnaldas de tul. La Catrina y San Judas permanecían vigilantes, ahora coronados con flores negras de papel entretejidas con cuentas de varios tamaños, y en el sitio donde antes se encontraba el recibo de la CFE con su talón de pago pendía un retrato a cuerpo entero del aspirante. Un servidor ocupó una silla de las de segunda fila, desde donde pude observar a Bertha Cuautli manifestarse con el cabello suelto sobre los pechos, su habitual enterizo y las increíbles plataformas translúcidas con todo y gupis.

     Tras ella enfilaron los percusionistas, interpretando una música ancestral idéntica a la de los ritos de la vez anterior, el neófito y sus padrinos. Apareció la ofrenda ceremonial en una pavera desechable sostenida por una fémina de no más de uno cincuenta al tiempo en que Padilla se colocó de cara al cráneo del ojo verde y un cuate, al que le decían el Piter, se apersonó acarreando una cajita de madera con un adminículo parecido a un cautín. Fue él quien se encargó de tatuar el emblema de los piratas en el tríceps de Padilla, luego de oírlo proferir el juramento sagrado de “En fuego y tierra me convierta si reniego de Bertha”. Entonces, desde el más allá y a miles de kilómetros por debajo del centro de la tierra, nuestro amigo sintió a la Chata ahogarse en el lamento furtivo del fuego catártico.

─ Cálmese, jefita, ¿no se habrá ido con algún conocido? ─le dijo el menor de los Padilla a su dolorida madre, todavía instalada en el drama.

     La desaparición del tal Heriberto le sonaba a pacto cumplido y aunque la Cruel Amalia no hubiera dado señales de vida, aquel “desafortunado” evento llevaba impresa su rúbrica.

     Era jueves. Padilla separó las sílabas en su mente, escritas en letra de molde y todas mayúsculas: JUE VES. Corrió a revisar el calendario del más antiguo Galván que pendía de un clavo sobre el garrafón de agua en la cocina y los ojos le brincaron dentro de las cuencas cuando vio en la hoja el número diecisiete, dedicado a San Alejo.

─ ¡Me relleva! ¡Faltan tres días para el sorteo! ─gritó.

     Durante la excursión y luego del asunto que habían ido a ver para lo de los tendederos giratorios con facha de antenas de la CFE, doña Feli, Santos y el tal Heriberto decidieron dar la vuelta al relojote ecológico erigido en pleno centro de la tierra donde abundan el zacate y las manzanas. Cada uno traía su propia botella de bebida artesanal: la señora mamá, un vinito de membrillo, su nuevo señor, sidra helada y el hijo pródigo, que a huevo quería seguir siendo bilingüe, un licor de bluberri. Anduvieron muy contentos (así lo dijo la doña durante el interrogatorio que más tarde se llevaría a cabo en las instalaciones de la PGJ) hasta que el viejo tuvo que ir al baño y regresó al restaurantito donde antes de eso habían comido unas enchiladas de mole.

     A partir de ahí ya no supieron de él ─juraban─ y como en la fonda nadie pudo darles razón, la doña y su hijo peinaron todo el pueblo repitiendo los generales del ausente. En ese trajín se les fueron las horas y les cayó una tarde espesa, momento en que se aprestaron a volver por si al hombre se le hubiera ocurrido regresar a la casa. Esa era la versión oficial en que ambos se habían puesto de acuerdo para rendir declaración, aunque al menor de sus hijos, la señora le dijo que Santos también había ido al baño a buscar al tal Heriberto y que según esto no lo había encontrado.

     Como no se hablaba con su hermano, a Padilla se le ocurrió pedirle a la gabacha que le sacara la sopa entre sus arrumacos noctámbulos. Lo acontecido al viejo le tenía básicamente sin cuidado, pero de algún modo tenía que informarse de lo ocurrido. Muy obediente, Jennifer consiguió que Santos le confesara que llevaban media botella cada uno, además de las dos chelas por cabeza con que se bajaron los envueltos de mole, cuando el vejete empezó a necear con que le urgía ir a hacer un mandado. Lo dijo como tres veces sin moverse de ahí, hasta que doña Feli, ya también movidona, le contestó que ahorita vamos todos, Beto, nomás me acabo esta copita. Por toda respuesta, el tal Heriberto le propinó un sopapo a su jefa (y en su jeta) con el que la viejita fue a dar a las seis de la tarde en el relojote de la plaza principal.

─ Órale, cabrón, a mi jefa no la toca ─le había dicho Santos con el pecho de fuera y los brazos ya echados para atrás.

─ No es nada mi’jo, ni se fije. 

─ ¿Cómo nada? ¿Qué va a pensar mi papá que la está viendo desde el cielo? Deje rompérsela a este moderfoquer.

─ Usté cállese el hocico. Y a ver si ya nos vamos respetando, que Heriberto es ‘orita el hombre de la casa.

─ Déjalo, mujer. Perro que ladra no muerde   ─intervino el aludido.

─ No, si así será bueno. Metido en las enaguas de su vieja.

─ ¡A CALLAR, LOS DOS! Ya le dije que usté no se meta, muchacho irrespetuoso. Y tú, Heriberto, hazte pa’allá.

     El ambiente se había tornado espeso desde ahí, pero con todo y el entripado de Santos todavía se echaron otros dos tragos de las botellas antes de oír al ruco decir voy y vengo.

─ Acompáñelo ─le rogó Felícitas al hijo.

─ Chale, jefa. La está viendo mi apá.

─ Que lo acompañe, le digo.

     Henchido de muina, Santos caminó detrás del ruco emulando a la policía oriental, es decir, con actitud muy misteriosa pero nomás haciéndole al pendejo, hasta que lo vio entrar en el restaurante y después perderse en el cuarto de baño. Había muy poca gente porque ya pasaban de las cinco y no era hora de merecer, de modo que agarró una silla y se montó con los brazos recargados en el respaldo a esperar la salida del viejo ojete. En la rockola sonaba una de Sinatra y Santos se puso a contar las palabras conocidas que había aprendido en la escuela nocturna del barrio latino, cuando en eso se le apareció un mastodonte con los pelos como de alga marina y los dedos tupidos de pinchos. El animalón alcanzaba el uno noventa de alto por uno diez de ancho, pero eso no era lo peor, sino que muy cerca del hombro derecho lucía el peligroso símbolo de las cajas de veneno para ratas.

     La cosa se iba a poner muy fea, supuso el mayor de los Padilla. Y sí. El tipo se le acercó con cara beligerante y le dio a entender con una sola seña que se esfumara sin hacer el caldo gordo para no salir embarrado.

─ Yo me quise poner al tiro, mami, pero atrás del güey estaban otros dos igual de mamucos   ─le dijo a la bubiguerl para concluir la reseña.

─ ¡Oh, my goodness! ¡What the fuck! ¿Tú no pasó nada?

─ De puritito milagro, my love.

     El resto lo contaba de un modo semejante a la versión de doña Felícitas, pero la verdad, aunque esto lo supimos Padilla y un servidor hasta mucho después, era que Santos había alcanzado al tal Heriberto antes de que se encerrara en el guáter.

─ ¡Párese aí, cabrón! ─le gritó desde la entrada del restaurante.

─ ¿Qué tienes, muchacho? Sosiégat…

     Santos era más joven y veloz, así que, habiéndolo agarrado por sorpresa, en un par de movimientos lo tuvo de piernas abiertas contra la pared. Los ojos se le habían puesto de toro loco al viejo y se retorcía como tlaconete en sal buscando zafarse, pero el hijastro alcanzó a partirle el hocico y a meterle un gancho al hígado antes de que se les aparecieran Corazón Salvaje y amigos que le acompañan, dos antiguos luchadores que en sus buenas épocas respondían a los apelativos de “la Bella Otero” y “Carga Mortal IV”. Ante la mirada escéptica del Santos, los guaruras pusieron sobre la nariz de tal Heriberto un pañuelo que de inmediato lo apendejó y entre los tres se lo llevaron de palomita al cuarto número seis del “Sierra Confort”.

     Al cinco letras llegaron a bordo de un par de motocicletas tipo urbano de cilindrada baja. A nadie pareció asombrar el escándalo de los escapes y mucho menos que acudieran de a dos machos por vehículo, pues entre las virtudes del “Sierra Confort” estaba la de una discreción garantizada. Allí encueraron al tal Heriberto y lo sujetaron a los extremos de la cama con las correas que eran parte de los implementos de trabajo de la Minigatúbela quien por cierto, ya los estaba esperando en coqueto beibidol de encaje negro, las eternas botas del quince y cubierta del rostro con un antifaz de plumas de cuervo macho. La Bella Otero se instaló en la salita de estar a pintarse las uñas con “Pretty in papaya”, de Revlon, en lo que sus compañeros armaban el tinglado. Lo andaban acarreando por su aspecto de bestia carnívora sabiendo que esa fachada exterior no era más que un disfraz que le impedía incorporarse al mundo en su exquisita forma de meretriz. El eco de un gemido rebotó en la cortina metálica y lo obligó a volverse. Al tal Heriberto le succionaban el pito con algo similar a un amigo destapacaños pero más chico.

     A horcajadas sobre la víctima, la Gótica se meneaba apoyando las rodillas en la lengüeta de sus botas para no rasparse con el falso brocado de la colcha. Ejercía sobre el viejo un total dominio y parecía disfrutar en grande mientras con la mano derecha operaba sobre el miembro del mártir un instrumento de su propia invención. El ingenioso artefacto era semejante a una copa de látex y había sido previamente embadurnado con salsa de chiles cuaresmeños. Tenía la cualidad de expandirse o contraerse a voluntad de la Cruel Amalia, que lo jalaba muy despacio prolongando el suplicio y luego lo soltaba para que el jugo escurriera sobre el flácido pellejo.

     El tal Heriberto se revolcaba entre jadeos. Carga Mortal IV vertía un aguardiente de orujo en su garganta mientras Corazón Salvaje le daba con el látigo de las siete colas por todo el cuerpo. Era una escena muy fea. Ni una hora llevaban de castigo cuando al sumiso involuntario se le fueron los ojos para atrás y empezó a convulsionar. Fue entonces que los ejecutantes sospecharon que se les había pasado la mano.

─ ¡No chingues, pinche Mortal de cuarta, ya lo ahogastes!  ─dijo el más salvaje.

─‘Ora ya, si apenas le eché un cuartito de la botella.

     Luego de administrarle los primeros auxilios y de meterlo a remojar en la tina con agua helada, el tal Heriberto empezó a enfriarse de veras. No había reaccionado favorablemente a ninguna de las prácticas que entre los cuatro le administraron siguiendo el decálogo de la teleserie “Sala de emergencias”, por el contrario, minuto a minuto perdía temperatura y color. Because, I'm happy clap along if you feel like a room without a roof, se oía pegajosamente en la voz de Pharrell Williams desde un cuarto vecino… Bring me down, can't nothing, bring me down I said…

 

El mismo jueves por la noche me cité con Padilla en la estación de la Defensores. La Mamirrica le había informado que el marido andaba de guardia en el segundo y que checaba salida como a eso de las nueve. Nuestro plan era alivianarlo a ocho manos con ayuda de los primos, pues prácticamente no teníamos elementos para dudar del paradero de los billetes.

     Entre el hervidero de uniformados pude localizar de inmediato a los tres alegres Padilla gracias a ese vaivén adquirido por vía umbilical que compartían al desplazarse. Hacia ellos me dirigí dándoles alcance en un lote de autos abandonado que nos pareció un excelente escondite por carecer de electricidad. Allí nos pusimos a fumar mientras se dispersaba el desmadre en la estación y lográbamos ubicar al asteño. Éramos cuatro luciérnagas furtivas aguardando lo que hubiera de aguardarse.

─ ¿Tú qué dices? ¿Crees que salga, Amapolo? ─preguntó muy quedo Padilla.

─ Sí sale ─respondimos a coro.

     Y efectivamente, antes de darle una tercera calada al tabaco se materializó el chisguetero balanceando su estúpida loncherita de metal. Su aspecto era tan inocente y su profesión tan honrosa que sentí un poco de pena por lo que estábamos a punto de hacerle, pero ya era tarde para arrepentimientos inútiles. Aunque yo no figurara en la lista de beneficiarios del sorteo, de aquel resultado dependían íntegramente la conclusión de mi investigación y hasta una posible independencia laboral. Lozano se iba poniendo cada vez más impertinente y me urgía cambiar de aires.

     El matafuego se dirigió a la parada de la ruta dos mil. En fila india, silenciosamente y con la misma prestancia de los fotogénicos paseantes del Abbey Road, lo seguimos a corta distancia hasta verlo separado de su grupo de compinches. Aligerarlo fue una tarea fácil y no hubo necesidad de fragmentarle su madre, ya que el muy cándido traía en la bolsa trasera del pantalón ocho de los vigésimos extraviados.

     De los otros seis billetes no nos dio tiempo de averiguar destino, porque una patrulla del Ayito circulaba por ahí a muy baja velocidad.

─ ¡Óyeme bien, Padilla hijo de la chingada! Donde te agarre solo te voy a partir tu madre ─gritó el de las proyecciones óseas.

─ Tomo nota, compadre.

     En su tono y en sus modos (de Padilla) había algo de superioridad, un desparpajo obtenido de última hora que nos llenó de asombro a los allí presentes.

     Los ánimos estaban con madre y por unanimidad decidimos caerle a la Papaya Tropical. Allí se anunciaba ya el segundo chou de la exuberante Fidelidad Caballero, según dijo el pelón con gafas y saco a cuadros que más tarde me presentaron como el gerente del lupanar. La diva intercambiaba fluidos corporales con el Amapolo, mire usted, razón por la que se nos permitió ocupar una mesa vi-ai-pi en la que ya estaban servidas unas por cuenta de la casa. Íbamos por ahí de la segunda ronda cuando a través de las aterciopeladas cortinas del escenario se apareció la vedete con muy, pero que muy poca ropa y custodiada por una pareja de negros feic. Habría de enterarme de que, a falta de carne afroamericana de extracción nacional, los meseros se daban a la tarea de embadurnar con grasa para lustrar zapatos a dos halterofílicos anchos y chaparros como boiler ecológico, pero bien mamados.

     La Caballero hizo acto de presencia ensartada en un par de gigantescas alas de mariposa y sendas teas de bejuco en las manos. Los apéndices del lepidóptero se batían a ritmo de reguetón… A ritmo de reguetón, sí. Y quisiera poder hacerles un recuento más detallado de los hechos, pero no recuerdo lo que vino después de que el carrujo que se rolaba en la mesa comenzó a tragarse la música.

─ ¿’Ónde habrán quedado mis seis cachitos?  ─quería saber Padilla.

─ Sabe. ¿A poco no está bien buena mi vieja? ─inquiría el Amapolo.

─ Yo digo que los confiscó la ñora del chisguetero  ─aportó el hipodérmico.

─ Se me hace que ahora sí me quedo acéfalo de chamba ─me preocupé yo, pues en todo el día no me había aparecido por la redacción─, pero sí, está re bien buenísima.

     Alguien encendió las antorchas y el público gritó enardecido. El negro número uno estaba bañado en sudor, tantito por haber levantado en vilo a la diva y tantito por el infierno que producían los hachones, pero la Fide se contorsionaba arriesgando su integridad, la de los oscuros bailarines y de paso la de sus fans, quienes nos íbamos echando para atrás a discreción. De pronto, un lengüetazo de fuego alcanzó una de las alas de la vedete y el Amapolo se lanzó al escenario mientras los meseros corrían a la barra ─yo pensé a resguardarse─, de donde que volvieron en chinga con un cargamento de sifones y Coca Colas de dos litros para extinguir el fogonazo. Las llamas amenazaban con lamer las petacas de la rumbera cuando se apersonó el gerente enarbolando unas tijeras de jardinero. El hombre era pirómano de clóset y el fuego le parecía una de las más delicadas manifestaciones de la belleza. Lo excitaban el calor y el tono rojizo de las llamas mucho más que una final del clásico América-Cruz Azul.

     Haciéndosele agua la boca, el tipo tomó un video de la chamusquina y lo subió a su cuenta de Tuiter. Confieso que al día siguiente lo aproveché para presentar un logrado resumen audiovisual a la redacción y conseguir que Lozano me dejara en paz con eso de que andaba haciéndome pendejo con lo de los desalojados. Pero volviendo al señor gerente, luego de postear testimonio agarró las tijeras de jardinero y cercenó las alas de la exótica con un rajadón de cirujano plástico. Arrancó lo que quedaba de la cortina, envolvió a la diva en taco y la bajó del escenario ante la mirada impotente del Amapolo.

     Calculé que en cosa de veinte minutos estaría arribando la correspondiente autoridad para llevar a cabo la reconstrucción de los hechos y jalar con los presuntos a la delegación, de modo que reuní a los de la banda, incluida la Caballero, y nos apretujamos en el fiel británico que ya nos aguardaba ansioso.

─ ‘Bíamos de llevarte a urgencias a que te echen un lente, mamuchis ─dijo el Amapolo.

─‘Bíamos ─confirmamos a coro.

         ─ Mejor llévame con Berthita, querubín. A ver si tiene algo para que no me quede el cuerpo todo lleno de arrugas.

         ─ Aquí a la vuelta vive una buena amiga, que es enfermera ─dije yo─, es de toda mi confianza y la podemos despertar.

     Pero no fuimos a ninguna parte. A la libélula se le administró una tanda de toques, producto del conecte que el Jeringas acababa de hacer con el negro feic número dos, y después de hacer lo propio en aras de calmar los ánimos, los allí presentes nos dispersamos cada uno a su dependencia.

     Al día siguiente sí me presenté a trabajar.

 

El viernes, Padilla le cayó de nueva cuenta a la Mamirrica con la finalidad de meterle mano por partida doble. Además del furioso encuentro horizontal, que sostuvieron entre las azuladas sábanas de poliéster, le descuajaringó armario, cajas, gabinetes y cajones, hasta que del fondo de una cosmetiquera de lunares logró extraer los seis vigésimos de la perfidia. Ese día no se fumó el clásico postcoital. Lanzándole una mirada reprobatoria se sobó la cicatriz de la ceja, guardó los cachitos en la bolsa trasera de sus vaqueros y se marchó sin agua va.

     Al llegar a Caldos don Teódulo se encontró con un Chipocles de semblante lánguido, vestido con traje de primera comunión, zapato negro y sombrero Panamá. En esta ocasión se hallaba sin compañía y en lugar de la consabida cubita tenía frente a él un consomé de rabadilla, flamante especialidad de la casa, conocido por tres vigorosas virtudes: el poder de levantar a los muertos, la probidad de emancipar el corazón y la eficacia para resarcir la anemia perniciosa.

─ Pásate, compadre ─dijo con voz de ultratumba.

─ ‘Ora sí te veo bien amarillo, compa.

─ ¿Crees, tú?

     Sobre la mesa del chulo un farol esférico «meidin Chaina» proveía de luz. Por el manto de mugre que tapiaba la cúspide parecía haber estado en ese sitio desde siempre, pues el excremento de las moscas había delineado en su superficie el contorno de un conejo sentado. Padilla ordenó un “Vuelve a la vida” y se dispuso a soportar las infames ocurrencias del empleador, pero nada oyó salir de su boca. El padrote se fue poniendo sudoroso hasta agarrar un color granate y luego clavó el pico en la sopa mientras una estampida de moscas levantó el vuelo en presagio de algo muy cabrón.

     El Chipocles dilató en caer de la silla lo que tarda en llegar un segundo plato.

 

Continuará…

 

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Twitter: @mldeles

 

De la Autora

He colaborado en el periódico Intolerancia con la columna "A cientos de kilómetros" y en la revista digital Insumisas con el Blog "Cómo te explico". Mis cuentos han sido publicados en las revistas Letras Raras, Almiar, Más Sana y Punto en Línea de la UNAM y antologados en “Basta 100 mujeres contra Violencia de género”, de la UAM Xochimilco y en “Mujeres al borde de un ataque de tinta”, de Duermevela, casa de alteración de hábitos.

He sido finalista del certamen nacional “Acapulco en su Tinta 2013”, ganadora del segundo lugar en el concurso “Mujeres en vida 2014” de la FFyL de la BUAP, obtuve mención narrativa en el “Certamen de Poesía y Narrativa de la Sociedad Argentina de Escritores”, con sede en Zárate, Argentina y ganadora del primer lugar en el “Concurso de Crónica Al Cielo por Asalto 2017” de Fá Editorial.

He participado en los talleres de novela, cuento y creación literaria de la SOGEM y de la Escuela de Escritores del IMACP y en los talleres de apreciación literaria del CCU de la BUAP.