Dizque Luna le andaba preguntando, aunque la verdad es que no era santo de su devoción y cualquier pretexto le parecía bueno para hacerme objeto de su acoso laboral. Ya me la había sentenciado seis años atrás, cuando se me ocurrió llegar haciéndole al pachuco en mi primer día de trabajo con la chamarra de cuero que me había rubricado el Sabo Romo y la envidia corroyó el semblante de mi jefe. Ese día quería portarme bien. Le pensaba mostrar los resúmenes y entrevistas ya pasados en limpio, nomás que Padilla me urgió a acompañarle a un templo o algo por el estilo, donde se iba a matricular como adepto para que lo ayudaran a limpiarse de la mala suerte.
El “Santuario de Las Tres Piedras” se hallaba en la colonia Amor, a un lado de una famosa estación de radio que regala libros cada viernes. Allí me esperaba nuestro personaje, agazapado en el británico y disfrutando de la compañía de dos eclécticos ciudadanos a quienes me presentó como el Jeringas y el Amapolo, sus primos por parte de padre.
─ Qué bueno que te pudiste escapar, mano. Mira, te presento aquí a mis carnales, que me van a hacer el favor de apadrinarme.
─ ¿Apadrinarte? ─pregunté saludando de mano a los parientes, que me barrieron con mucha desconfianza.
─ Ya te vas a enterar ahorita, no comas ansias. ¿Trajistes cámara? Haz de cuenta que es mi bautizo, ca. Ponte abusado con las tomas.
El domicilio en cuestión era similar a cualquier otro de los que completaban la calle, pero una vez adentro descubrimos, o cuando menos Padilla y un servidor, que lo habían acondicionado como oratorio. De las paredes colgaban crucifijos y efigies de la Pelona, patas secas de algunos animales, un rosario de conchas marinas y, vaya usted a saber por qué, el último recibo de la luz engrapado a su talón de pago. Una catrina envuelta en tules montaba guardia junto a San Judas Tadeo sobre un patíbulo cubierto en terciopelo guinda. Ambos eran de tamaño natural y servían para ejemplificar el equilibro entre los polos de la virtud, la una con el gesto desencajado y el otro con su característica expresión beatífica. El tapete ceremonial se encontraba al centro de lo que alguna vez fue la sala, bordado con un cráneo visto de perfil al que incrustaron por ojo una cuenta verde facetada como las que se utilizan en las manualidades con bisutería.
Bertha Cuautli, sacerdotisa ungida por voluntad de Yécatl (diosa Maya del agua potable), según ella misma se atribuía, se materializó entre dos cortinas tachonadas de estrellas color plata. Iba de pelo suelto, rubio y brillante, cubierta con manto circular sobre un enterizo de licra negra untado a las frondosidades del cuerpo. Su piel era de un blanco lechoso y tenía el rostro sonrosado de las muñecas finas de aparador. Todo en ella invitaba al asombro, pero las plataformas de su calzado fueron lo que más se grabó en mi memoria. Eran de plástico translúcido y dentro de cada una nadaba un par de gupis cola de tigre.
En estas condiciones propias de una estrella, pues cuando menos el que escribe esperaba encontrarse con una descendiente directa de María Sabina, se presentó ante nosotros la sanadora.
─ ¡No mames, es la Jenni Rivera! ─me dijo Padilla, convencido de que si había logrado volver de la muerte seguro podía ayudarlo a encontrar sus vigésimos.
El Amapolo se acercó a ella jalando al primo por el ruedo de la camiseta.
─ Este es mi pariente del que te hablé, Berthita. El de la pérdida importante.
La rubia se clavó en los ojos de frijol Jamapa del aspirante, más alto que ella por casi doce centímetros, patilargo y flaco como un polocote. En ese momento comenzó a escucharse el monótono golpeteo de un tambor al que luego se unieron el sonido de una caída de agua y el repiqueteo de un instrumento no identificado. Ella se despojó de túnica y zancos, sacó de una bolsa amarrada a su cintura las tres piedras lisas e idénticas que iban a desempeñarse como hilo conductor en el rito y, siguiendo la dirección de las manecillas del reloj, las golpeó entre sí a la altura del primer chacra, el rojo, centro energético en la base de la columna vertebral. Le pidió tenderse boca arriba para continuar hacia el segundo chacra (de color naranja) situado en la cadera, mientras sus partes más acolchonadas iban rozando gradualmente el escuálido pero correoso cuerpo del neófito.
Sin dejar de entrechocar los guijarros dibujó tres círculos a la derecha y luego de regreso para exorcizar los genitales, que respondieron a la brevedad con un levantamiento de garrocha cercano a los dieciocho centímetros ─según calculamos entre el Jeringas y un servidor─. Continuó con la limpieza del chacra amarillo en el plexo solar, del verde a la altura del corazón; el azul, que era el quinto y estaba ubicado en la garganta, el índigo del tercer ojo y finalmente el séptimo, violáceo y en la coronilla. La erección del cuasi iniciado continuaba haciendo los honores al ritual cuando la música de extracción prehispánica cesó y Bertha Cuautli salió del círculo. Desde allí lanzó un rezo ininteligible durante el que Padilla y su miembro se echaron un coyotito restaurador.
La ceremonia no culminó con el final feliz de los masajes que Padilla solía tomar en los baños El Progreso, pero aun así se sintió renovado. De un modo que no supo explicar con frases ordinarias se consideró libre de las maldiciones de la Chata, porque no sabía entonces que para entrar de lleno a la fraternidad de Las Tres Piedras aún debía concluir el rito de iniciación cumpliendo unas raras encomiendas que la Jenni le escribió en un papelito. Antes de su próxima visita al santuario tenía que realizarse la depilación total, conseguir un par de huevos de pato salvaje y serenar su propia orina en noche de luna llena.
Sintiéndose otro, antes de efectuar la recaudación en la 5 de Mayo se fue a surtir su ahora exiguo guardarropa en una tienda de la 16 de Septiembre. Quería darse un gusto para festejar la nueva condición de liberto y darle una vueltecita a Estefani, una chica que le conocía la talla a la perfección y siempre lo ayudaba a medirse en el probador con cortina que tenían al fondo del local.
─ Quíoboles, mi Estefi, ya llegó tu muñeco de alambre ─dijo apoyando el pie grande en el escalón de la entrada.
─ ¡Amorcito! Yo creí que ya te hacían la ropa a la medida. Como el otro día se pasó por aquí el Chipocles, pensé que habías cambiado de giro.
─ ¿Cómo que te cayó el güey ese? Y, ¿pa’qué?
─ Sabe. Dizque nomás se andaba paseando por aquí, pero se paró a hablar con los de la 5.
─ No me digas, mamacita. Y, ¿qué más?
─ Pues que andaba viendo unos negocios de comida, que para diversificar porque esto ya no era como antes, y todas esas mamadas que siempre dice.
─ Pero, de mí, ¿qué te dijo?
─ Ah, nada. De ti no hablamos. ¿Por?
Ya Federico y otros cuates a su cargo le habían informado que el pachuco lo mandaba a espiar, y nuestro amigo no estaba lo que se dice libre de pecado. Había circulado entre los ambulantes la noticia de que arriba de él no había más jefe que Dios, y esto se le había ocurrido por dos inocentes razones que nada tenían que ver con asuntos de trabajo. El Chipocles le caía cada vez más pinche gordo, pero también quería apantallar a las señoritas que le procuraban sus favores al saberlo persona de importancia.
Cogió de la mano a Estefani y se la llevó al probador nomás para marcar territorio. No le compró nada, pero para aprovechar el viaje al centro decidió hacerse con unos regalitos que le allanaran el camino con la cuñada gabacha, eso sí, en otro establecimiento por no provocarle un entripado a su amiga. Bien decía doña Felícitas que la venganza es un plato que debe comerse frío. Habían pasado ya tantos años desde la traición de la López y el hermano advenedizo, que a lo mejor el disfrute le llegaba más por el parecido de la rubia con la Britney y no tanto por el hecho de desquitarse. Lo que sea de cada quién ─me había dicho Padilla a propósito de las virtudes de la extranjera─, la Jennifer se lleva de calle a la Marianona con esos ojos que parecen bombochas de tan azules. Eligió un par de vestiditos, un perfume de lavanda que venía en un frasco en forma de corazón, y luego se encaminó a rendir la cuenta del día.
El bienestar le alcanzó para departir con el Chipocles sin que el hígado se le pusiera duro de corajes. En Caldos don Teódulo sonaba una recopilación de éxitos románticos, a ritmo de banda, que el pachuco acompañaba meneando un jaibolero con el emblema del murciélago. Traía la camisa abierta hasta el cuarto botón y para no variar se hallaba cual émulo de Pancho Villa, con dos putitas a la orilla sobándolo con las manos llenas de pata en vinagreta.
─ Pásate, compadre. ¿Ya conoces a las damas?
─ Buenas tardes, señoritas.
Silencio.
─ Qué me trais, pues.
─ Lo de siempre ─respondió al que se las bebía como agua de tiempo─. Te veo medio amarillo, compa.
─ Amarillos has te tener los huevos, pendejo. Yo ando a toda madre, ¿verdá, criaturas?
El Chipocles continuó chupando como esponja de fregadero.
Y hablando de esponjas, a eso de las siete treinta se apersonó la Cruel Amalia, vestida para matar. Entró jalando el látigo de las siete colas que chicoteaba como poseído por el ánima de la Blodimerri, de pelo suelto y enfundada en mallas negras a juego con un corsé tupido de estoperoles. En el salón acababan de encender el farol con símbolos chinos que era el lujo del decorado y una docena de moscas se reunía en torno él buscando calor. Teódulo reabastecía los vasos con un servilismo rayano en la impunidad, cuando la Gótica sonrió directamente al Chipocles y como si no valiera la pena desperdiciar el amor en celos, puso el dinero de la cuota sobre la mesa. Hacía tiempo que se encargaba de acopiar el porcentaje que las de su gremio entregaban al padrote a cambio de protección. Su actitud al entregar la dádiva resultaba graciosa, pero el pachuco le agarró el paquete sin tirarle un lazo y la despidió con un indolente ademán que la dejó atónita. Ella, acostumbrada a ser el centro de las atenciones, de inmediato se malviajó al verse desplazada por colegas de bajo nivel.
─ ¿Qué hay de nuevo, Amalita? ─dijo nuestro personaje con intención de aplacar los ánimos.
Silencio.
La Cruel Amalia se sobrepuso al desplante. Con la dignidad incólume, aunque disimulando un puchero, le dio de regreso sobre sus mismos pasos dejando a Padilla en calidad de bufón.
─ Si serás pendejo, compadre. ¿A poco de veras creías que era tu novia?
En casa de doña Felicitas la blonda cabellera de Jennifer chorreaba en sudor. Recargada en el poster de la Britney con un Marlboro en la boca y hojeando una vieja revista de dibujos animados, la rubia sorteaba las inclemencias del peor verano en su corta existencia. La habían dejado sola en la casa porque ese día muy temprano su suegra, el tal Heriberto y Santos, salieron rumbo a la sierra con intención de recaudar suministros para el proyecto de los tendederos con facha de antenas de la Comisión Federal de Electricidad. En La Loma se sentía un calor de la chingada y los pájaros revoloteaban inquietos dentro de las jaulas del patio, pero Santos había partido sin dejar dinero para las chelas con el argumento de que en tierra Azteca nomás las pirujas y las divorciadas se la ponen de buró. Tal era su suerte, que la acalorada rubia debía sortear ese infierno enjugándose la boca con su propia saliva y abanicándose con las páginas centrales de la publicación.
Padilla entró de la calle y la encontró en su ex cuarto con los bucles escurriéndole sobre el escote, media chichi al aire y las piernas abiertas en escuadra.
─ ¿Qué haciendo, güerita?
─ Aburrir, ¿y tú?
─ Aquí nomás, vengo a ver qué se ofrece. Mira lo que te traje ─dijo entregándole una bolsa blanca con el membrete de “Novedades Lulú”.
Había puesto ya el pie grande adentro del cuarto y se sobaba la cicatriz oblonga de la ceja en preparación para lo que hubiera de prepararse.
─ ¿Tienes chela? ─preguntó la blondi.
─ No, pero nos las agenciamos, mami. Voy y vengo. No te muevas.
─ Yo espera. Tú hurry, because It’s very hot aquí. This is a bloody hell.
─ Y más hot que te vas a poner, cosita, nomás aguántame tantito.
─ No, no quiere hot, quiere chela.
─ Por eso, por eso. Ya estoy llegando, güerita.
Al volver con el six de Vickys la encontró midiéndose un vestidito del mismo tono celeste de sus ojales. Seguramente le habrá soltado algunos delicados calificativos antes de caerle encima, pero la verdad es que no existe evidencia de lo anterior. Lo cierto es que, si en algún momento posterior al primer brindis ella pensó en ponérsele pendeja, hay constancia suficiente de que al contacto con la parte mejor dotada del cuñado se puso toda lacia y comenzó a aflojar. Cuenta nuestro amigo que con la característica hospitalidad del mexicano la ayudó a despojarse de sus diminutas prendas para enseguida hacer lo propio y recrear una escena que muy bien podía recordar con fotográfica precisión. El acontecimiento sucedido años atrás en esa misma cama, aunque con otros protagonistas, había quedado registrado en su inconsciente como el parteaguas que lo convirtió en un hombre sin profilaxis para lo relativo al amor.
De perrito, postura predilecta de Padilla por consentirle una vista panorámica, los pechos de la gabacha aplaudían a cada embiste propiciando que las alas de la mariposa tatuada en su coxis se batieran haciéndole sospechar un inminente vuelo. Con ambas manos sobre su cintura pretendía calmar al inquieto animalito, pero… ¡FUCK! ¡FUCK! ¡FUCK!, gritaba la blondi, meneando la cadera a una velocidad que ningún retén federal hubiera pasado inadvertida. Ella le pidió more-dady-more hasta que luego de un rato lo aventó hacia atrás con las nalgas. Yo up ─dijo para señalar su turno de treparse. De ahí cambiaron a cucharita, chivito en precipicio, tortuga desovando, misionero y balancín para, a punto de la devastación, volver al Supercan. Los pájaros que doña Feli tenía secuestrados en el patio se sobresaltaron ante el ruidoso asalto acontecido en el cuarto adyacente, pero Padilla no fue capaz de parar hasta desbordarse en un chorro tupido que recaló en el lepidóptero, por fin quieto bajo el betún que lo transportó a sus épocas de capullo. [Fin de la cita]
Todo laxo y en pelotas, nuestro amigo se fumó el clásico postcoital junto a la feliz güerita. Lástima que su broder no llegara a tiempo para sorprenderlos en acción ─pensó─, pues con todo y su deficiente dominio del idioma local, la gabacha le hizo saber a través de la mímica que el de Santos era de la mitad de tamaño.
Continuará…
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Twitter: @mldeles
De la Autora
He colaborado en el periódico Intolerancia con la columna "A cientos de kilómetros" y en la revista digital Insumisas con el Blog "Cómo te explico". Mis cuentos han sido publicados en las revistas Letras Raras, Almiar, Más Sana y Punto en Línea de la UNAM y antologados en “Basta 100 mujeres contra Violencia de género”, de la UAM Xochimilco y en “Mujeres al borde de un ataque de tinta”, de Duermevela, casa de alteración de hábitos.
He sido finalista del certamen nacional “Acapulco en su Tinta 2013”, ganadora del segundo lugar en el concurso “Mujeres en vida 2014” de la FFyL de la BUAP, obtuve mención narrativa en el “Certamen de Poesía y Narrativa de la Sociedad Argentina de Escritores”, con sede en Zárate, Argentina y ganadora del primer lugar en el “Concurso de Crónica Al Cielo por Asalto 2017” de Fá Editorial.
He participado en los talleres de novela, cuento y creación literaria de la SOGEM y de la Escuela de Escritores del IMACP y en los talleres de apreciación literaria del CCU de la BUAP.