El reloj marcaba las cuatro veintiuno y en el Mercado Hidalgo, a tres cuadras de ahí, los locatarios iniciaban faenas antes de abrir sus puestos al público. La luz de otro vehículo de carga iluminó la cómoda, aún cubierta con las calcomanías de Pokémon que los hermanos coleccionaban de chavos y nunca quisieron quitar de puro huevones que eran. Con el resplandor producido, Padilla descubrió casi intacto el afiche de Cameron Díaz, en su papel de Ángel de Charly, con la larga sonrisa del Guasón pero en bonito, y un pródigo escote circular bajo el que apenas podían adivinarse sus lacónicas chichitas. Santos lo había colocado sobre su cama el mismo día en que le regaló a su hermano menor un póster de la Britney Spears, enfundada en una básica de tirantes que no le cubría las enormes toronjas por las que Padilla hubiera dado un meñique. Ambas rubias se conservaban magníficas a pesar del tiempo. Una década más tarde, sostenían esas miradas lánguidas que sirvieron de aliento a los hermanos en sus primeras chaquetas nocturnas durante la más esplendorosa de las épocas.
Pero también la desgracia había curado de espanto a nuestro personaje en lo relativo al amor fraterno, y al Santos no le dirigía una sílaba desde el segundo año en el CBTIS, cuando luego de mucho perseguirla y comprarle los desayunos de medio semestre, Marianita López consintió por fin en ser su chava, nomás que no se lo digas a nadie, porque ya sabes cómo son de envidiosas las viejas y además mi papá no me deja tener novio. Me confesó haber llegado con ella hasta segunda base, es decir, a toquetearla por debajo del brasier y entre los muslos, pero sin meter el dedo en el puente de algodón de sus pantaletas porque ese era un santuario destinado al futuro esposo. Por respetarla, durante los húmedos besuqueos que se administraban en el parque de la 72 Poniente quedaba con el miembro duro y el alma torcida, confiando en que al paso de los días, Marianita fuera aflojando al sentir sus brazos inflados como flotis de tanto acarrear costales de verdura al local de su tío Abelardo en el Hidalgo. Y abusó del ingrato recurso de la esperanza, pues más allá de unos cuantos restriegos y jadeos, la López se mantuvo herméticamente en sus cinco auspiciada por la vigilancia militar de la suegra.
Después de clases, doña Felícitas le daba permiso de invitar a Marianita a ver la tele en su recámara, pero con la puerta abierta, Padilla, porque no estoy pintada y donde lo agarre en una movida chueca me lo chingo delante de la muchachita. Entonces fue que Santos, dos años mayor que él, se unió a la pareja por el tiempo en que compraron una VHS y pudieron ver el Arma Mortal 4 doblada al español por unos gallegos gilipollas que, no manches le quitaron todo el chiste a la actuación del Dany Glover. Curiosamente el carnal, eternamente atareado en su chamba como mezclador de “Sonido el Alma de La Loma”, tuvo chance de estarse con ellos gastando horas así nomás, convidándoles de sus palomitas y de la pacha de Bacardí que siempre tenía escondida junto a los cigarros en un cajón de la cómoda. Día por medio se instalaba junto a ellos a ver la tele y a ofrecerles de sus reservas, hasta que salió el peine y a nuestro amigo le tocó comprobar que no hay lazo, ni siquiera el de sangre, que no acabe pudriéndose en la ponzoñosa ciénaga de la deslealtad.
Una noche en que Padilla volvía de una excursión a las grutas de Cacahuamilpa, entró a su domicilio y se encontró con la noticia de que Felícitas Benítez andaba de velorio en casa de una vecina, según afirmaba una nota adherida al refrigerador. De inmediato algo le olió muy mal, aparte de los sobacos de la camisa que traía como chalupas, y corrió al cuarto que compartía con su hermano para enfrentarse cara a cara con el horripilante demonio de la traición. Santos no le metía a Marianita el dedo en el puente de algodón de las pantaletas; las usaba como gorro en lo que a ella la tenía en cuatro, encuerada y balbuciendo que, no vayas a pensar que así soy con todos, esto nunca lo había hecho, aunque a leguas se notara quién llevaba la batuta.
Las palabras de la Chata se le vinieron encima como un cubetazo de agua fría “ni le haga, mi´jo, así se remoje en agua bendita siempre será un jodido pistache” y el agraviado se sintió comprometido a defender lo indefendible, que en ese caso venía siendo su vapuleada honra. Un rato anduvo caminando en círculos a lo pendejo, hasta que se dio cuenta de que a la espalda traía colgada un arma mortífera que le serviría para el desquite. Ya nada podía salvarse de lo suyo con esos dos ─un par de perros cogiendo como ídem sin siquiera mirarse a los ojos─ y se les fue encima con todo el rigor de su mochila, repleta de las estalactitas que arrancó en las grutas para traerles de recuerdo a su mamá y a Marianita López, la adolescente más sabrosa y nalga pronta de cuantas conoció.
Nomás amanecer, y agarrándose los tompiates, Padilla se tragó el orgullo y le pidió permiso al tal Heriberto para pernoctar unos días en la casa que había comprado su padre (de Padilla) en lo que encontraba una vivienda digna entre las que ofrecía el gobierno a los desalojados. No podía digerir al vejete. El tipo se paseaba en calzones por el domicilio materno detentando una autoridad que ni el mismo don Marcos disfrutó en vida, para instruir a doña Felícitas por si daba en andar de ociosa. Cuando menos había tenido el recato de responder a la indigna solicitud de albergue que, claro muchacho, ya sabes que aquí eres bien recibido, aunque una vez que Padilla se fuera a meter al baño sentenciara a doña Feli con que, ojalá de veras sea un ratito, mujer, no vaya a andarse escondiendo. Ya ves cómo se las gastan los cabrones de tus hijos.
Al oír esa cantaleta, Padilla rumió el coraje de la humillación. El silencio de su madre suponía un gran insulto, pero obedeciendo al llamado de sus tripas luego de echarse un poco de agua en el pelo se dirigió al comedor. Desde la cocina llegaba el apetitoso olor de unos frijoles con longaniza que su jefecita componía con una carne asada y dos huevos fritos. Normalmente a esa hora, después de haberse recetado el primer palo de la jornada, nuestro personaje se hallaba ya disfrutando el desayuno junto a una Mamirrica envuelta en efímeras transparencias. Tener que compartir la mesa con el tal Heriberto le calaba hondo, pero más le calaba el hambre atroz. Nadie sabe lo que tiene ─solía decir don Marcos antes de despedirlos para ir a la escuela─ Hasta que lo ve perdido ─respondían a coro los hermanitos Padilla. Una vez más paladeaba el sabor de la nostalgia y el regusto a caldo de aceitunas le devolvía un amargo sabor.
El nuevo señor de doña Felícitas se hallaba sentado a la cabecera de la mesa, visiblemente satisfecho por el opíparo almuerzo del que los platos sucios daban fe, y Canuto levantaba la pata para mear el ladrillo que era el cuarto apéndice del sillón, ahora luciendo el tono verdoso opaco de los reptiles en cautiverio. Algo muy turbio flotó en el ambiente. Ambos cabrones se miraron calculando terreno y un olor a macho se diluyó en el beso que Felícitas le embarró a su hijo. Entonces, Padilla supo sin lugar a duda, porque conocía el poder ejercido sobre una hembra colmada, que el vejete se traía caminando de puntitas a su jefa.
─ ¿Qué le sirvo de almorzar mi’jo? Tengo chilaquiles, frijolitos con longaniza, chicharrón prensado…
Le iba preguntando con ese amor incondicional que solo las jefecitas saben el modo de repercutir, cuando a una mirada casi imperceptible de su nuevo señor, la doña se vio obligada a guardar silencio. El tal Heriberto le había puesto ojos de huevo cocido y no alcanzó a informar al hijo de que también tenía molito de panza, ejotes con requesón, tacos dorados de tinga y envueltos de mole, sus favoritos.
─ Así está bien, jefita, me desayuno en la calle ─susurró maldiciendo la hora en que a su padre lo había arrollado el ferrocarril de carga sobre la Héroe de Nacozari con 68 Poniente.
Afuera, luego de las tres bombeadas de cajón, el británico de los zapatos de goma no respondía. Se manifestaba inconforme por haber dormido a la intemperie en una noche plagada de infectos olores provenientes del Hidalgo. En contra esquina al domicilio materno, Padilla reconoció a un cada vez más fastuoso Colegio Avante y el tiempo voló hacia atrás en su memoria. Los dueños habían ido comprando los predios vecinos y de la diminuta escuela a la que se patinaba por entrar de escuincle, pues era de paga y en ella habían matriculado a Marianita López, sólo quedaban los emblemáticos colores rojo y azul. Hasta el áspero escudo había sufrido una transformación modernista, más acorde con la nueva filosofía de los educadores que apostaban por formar mentes brillantes en cuerpos flexibles. El resto de la calle no era muy distinto a lo que podía recordar, dos casas adelante estaba la recaudería de doña Ema y luego el taller de don Chucho, el zapatero, con quien había trabajado un verano como aprendiz porque quería fabricar sus propios mocasines para que le calzaran al tiro en los dos pedales.
Si serás pendejo, maestro, ¿y la bobina? ─se dijo─ y mientras daba la vuelta para abrir el cofre fue asaltado por el olor de unas chamberinas. Don Richard las acomodaba en forma de pirámide y con el hambre que traía no resistió la tentación de atracarse con dos piezas de un jalón.
─ ¿Cómo dice que le va, don Richard?
─Buenas, hijo. Pues no tan bien como a uno le gustaría.
─ ¿Y eso por qué, don?
─ Mira, hijo, dirás que qué me importa, pero aprovechando que andas por aquí te voy a confiar un asunto delicado. Yo no sé si tenga derecho a decirte esto, más bien no sé si luego me vaya a arrepentir, pero figúrate que ese hombre, el tal Heriberto, le suena a doña Felícitas a las primeras de cambio.
Padilla escupió el bolo sobre el mostrador. Traía sus sospechas sobre el disoluto comportamiento del viejo mantenido, pero no pensó que fuera cosa de vox populi.
─ No le haga, don Richard. ¿Feo?
─ Feo ─contestó el hombre, torciendo los labios como para decir: Ya es hora de que te fajes para ir a partirle el hocico, puto.
─ Pero, qué o ¿cómo? ¿Qué le han dicho?
─ Pues de decirme, nada. Pero yo la he visto muy moreteada últimamente.
─ Ya decía yo que ese pinche ojete no era de fiar, pero ahí va mi jefa de necia.
─ Pues eso, hijo, habrá que tomar cartas en el asunto. Si por mí fuera ya le habría pedido explicaciones, pero comprenderás que no tengo ningún derecho.
─ Gracias por el pitazo, don. Yo me encargo de ese asuntito.
─ Nomás ándate con cuidado y sé discreto.
Continuará…
------------------------------
Twitter: @mldeles
De la Autora
He colaborado en el periódico Intolerancia con la columna "A cientos de kilómetros" y en la revista digital Insumisas con el Blog "Cómo te explico". Mis cuentos han sido publicados en las revistas Letras Raras, Almiar, Más Sana y Punto en Línea de la UNAM y antologados en “Basta 100 mujeres contra Violencia de género”, de la UAM Xochimilco y en “Mujeres al borde de un ataque de tinta”, de Duermevela, casa de alteración de hábitos.
He sido finalista del certamen nacional “Acapulco en su Tinta 2013”, ganadora del segundo lugar en el concurso “Mujeres en vida 2014” de la FFyL de la BUAP, obtuve mención narrativa en el “Certamen de Poesía y Narrativa de la Sociedad Argentina de Escritores”, con sede en Zárate, Argentina y ganadora del primer lugar en el “Concurso de Crónica Al Cielo por Asalto 2017” de Fá Editorial.
He participado en los talleres de novela, cuento y creación literaria de la SOGEM y de la Escuela de Escritores del IMACP y en los talleres de apreciación literaria del CCU de la BUAP.