• 25 de Abril del 2024

La maldición (Aries 5432 / Parte II)

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Padilla aventó la taza contra un muro y cogió calle arriba maldiciendo la desgracia de su jodidez. Ni de relajo se había tomado por buena la notificación de desahucio circulada treinta días antes, pues la supuso un ardid de doña Juana, la portera, para descongelarles la renta de ciento cincuenta varos que venían pagando desde tiempos inmemoriales.

 

     Me le uní antes de llegar a la esquina con la intención de hacerle una entrevista que más tarde me permitiera redondear la nota. Ya sabemos que el desalojo le venía valiendo viruta, pero no que tenía una extraña fascinación por la ropa. A la altura de la 12 Oriente y 4 Norte comenzó a lamentarse en voz alta por unos DKNY corte boot, con apenas tres puestas y ninguna lavada, abandonados en el ex domicilio de la Mamirrica por el anómalo transcurrir de los acontecimientos. También echó en falta una Polo color aguacate y dos trusas tipo bóxer con la leyenda “Papito” bajo la línea del ombligo. Compraba la ropa en paca “clones”, como les dicen ahora, en el tianguis de los Lavaderos o con una señora que importaba mercancía desde Moroleón. Y tenía sus prendas en muy alta estima ‒supe‒ debido a un brutal trauma de infancia. Durante años se había visto obligado a darle una segunda pasada a la ropa maltrecha de Santos, su hermano mayor, incluidos los zapatos gastados que nunca le vinieron bien por su problema de asimetría pedestre.

     Ese primer día nos separamos poco antes de llegar a la 2 Norte. Yo había conseguido información suficiente para localizar a unos cuantos desalojados, así que muy bien comprendí su interés por mantener contacto con el que escribe. El cuate necesitaba conocer el nuevo domicilio del bombero para darle continuidad a sus propósitos. Le urgía localizar la Mamirrica, quien muy seguramente había recogido el mentado pantalón en cuya bolsa trasera se encontraban unos cachitos de lotería sobre los que nuestro amigo había depositado toda su esperanza.

     De pronto lo vi perderse en un lote que era el estacionamiento de la Universidad del Valle del Ajusco, donde por doscientos pesos al mes el vigilante le permitía resguardar un vochito modelo 92 con la bandera de Gran Bretaña pintada en el toldo y un volante cubierto con legítima piel de vaca suiza. Ese auto era su más preciada propiedad. Lo había adquirido con las ganancias de la venta de esperma que realizó durante un año a “Vigolab”, un laboratorio para gente rica y estéril [sic]. Los asientos iban forrados en terciopelo guinda, el mismo tono utilizado por Felícitas Benítez en el altar de San Judas Tadeo y amigos que le acompañan que tenía en la segunda repisa de la vitrina del comedor. El santito había formado parte de la decoración desde siempre y, como más tarde habría de confiarme la propia doña Felícitas, llevaba a cuestas la grave responsabilidad de conducir la salud moral de toda su prole. Padilla creció convencido de que bajo las enaguas verdes de la figura de yeso se encontraba un micrófono de donde luego salía el parte delictivo; una lista de atropellos que, nadie se explicaba cómo, llegaba a oídos de su jefa con ventajosa regularidad.

     Antes de treparse a la unidad abrió el cofre y conectó el cable a la bobina. La traía siempre consigo para que en caso de que le quisieran robar la nave, se la pelaran los hijoeputas del barrio. Desconfianza y anticipación se habían vuelto sus armas de combate desde que su hermano Santos, en contubernio con San Judas, le halló el modo para hacerlo parecer culpable de todas las fregaderas que cometían a partes iguales. Bombeó tres veces el acelerador y el motor tosió al primer contacto con la gasolina. La nave se sintió vibrar en lo que su conductor sintonizaba el 1010 de la amplitud modulada, la “Ke Buena”, justo a tiempo para que Julión Álvarez y su Norteño Banda se le manifestaran solidarios: Tú no tienes la culpa, son las heridas que aún siente el corazón…

     Era Domingo. Padilla imaginó las tres sílabas en su mente, en letras de molde y todas mayúsculas: DO MIN GO. Lo dijo en voz alta una y otra vez para que nunca se le olvidara que la anterior había sido su última noche con seis horas seguiditas de sueño.

 

A pesar de que esa mañana su suerte parecía haber estado a punto de dar un giro importante, apenas horas después se le volvía a desconfigurar el porvenir. La consciencia de su mala pata se remontaba al momento mismo de su venida al mundo, cuando su abuela paterna, mejor conocida como la Chata, reconoció en la malformación de su pie izquierdo el estigma característico de los siervos de Satán. Argumentaba la señora que alguien le había lanzado un maleficio y muy pronto no quedó vecino ignorante de aquel infortunio, ni clérigo a quien no se le hubiera solicitado un exorcismo para la criatura.

     A los cuatro años ‒recuerda‒ doña Felícitas lo llevó a matricular en el jardín de niños “El Paraíso de Capulina”, peinado de raya en medio con el jugo de una muñequita de jitomate. Lo habían conducido en ayunas y prácticamente a rastras, mientras pepenaba los zapatos viejos de Santos que le holgaban de un pie y le apretaban del otro, porque su madre solía decir que más vale que sobre y no que falte y ya cállese el hocico, malagradecido. Vestía un pantalón de segunda mano en tela Príncipe de Gales, con la trama en gris y la urdimbre en rojo, y una camisa blanca lavada y vuelta a lavar durante dos ciclos escolares. Lo que sí estrenó aquel día fue un chaleco verde de felpa rasurada, sobre el que vomitó durante el recreo una torta de huevo revuelto que le había sentado fatal.

     Al salón de clases entró de la mano de la directora para de inmediato ser objeto de la cruel ferocidad de los idiotas. Nadie le mostró un poco de compasión, ni siquiera la seño Virginia, más fea que un gasolinazo, quien en lugar de llevarlo personalmente hasta su asiento se limitó a torcer la boca en dirección a un mesabanco para dos en la última fila. Lo único bueno, Dios sabe que sí, fue haber quedado en el grupo de Mariana López, la niña más bonita que había visto en la vida. Entonces Padilla era joven e inexperto, pero no estúpido, y muy bien pudo darse cuenta de la hermosa criatura que era Marianita. La niña pintaba ya desde aquella época para la eterna reina de belleza que luego fue. No sólo habría de salir electa “Su Graciosa Majestad Mariana I” en los festejos de la primavera del año siguiente, también iba a ser la “Miss Melodía” en la graduación del Colegio Avante y, más tarde, ya convertida en un primor de carnes perversas, la “Miss Piernas” del CBTIS 260, cuando para vender votos pusieron dentro de paquetes de pantimedias la fotografía en que resaltaban sus lindos ojos de cayuco y el largo cabello avellanado que luego terminó en rubio claro dorado número 83.

     Al meter segunda, una pata de conejo se contoneó bajo el retrovisor y de la tarjeta aromatizante emanó un tufo a frambuesa. Era el mismo aroma que expulsaba el pelo de Marianita López cuando se le alborotaban las coletas que su mamá le hacía con lazos llenos de petunias. Allí con ella me hubieran sentado ─pensó─ o ya de a perdis atrás para poder olerla. Pero no, la seño Virginia le había señalado una banca que tuvo de compartir con Belisario, un vándalo que se sacaba los mocos para embarrarlos en el compartimiento donde se guardaban los útiles. Viéndolo hacer, Padilla supo al instante que no podía seguir presentándose a la escuela en tales condiciones y decidió comprometer su destino a la insólita profesión de fe de doña Felícitas. Comenzó a rezarle cada noche a San Judas y esperó con paciencia a que lo cambiaran a un lugar junto a Marianita. Pero sus ruegos no fueron escuchados y el amor no correspondido terminó infectándolo con el virus de la infelicidad. Pronto adoptó la odiosa costumbre de sacarse los mocos para embarrarlos en la parte trasera de los suéteres de sus compañeros.

     El olor a frambuesas le trajo de vuelta la imagen de la única mujer por la que había tenido un sentimiento de la misma cepa que el de doña Felícitas por San Judas, considerado en la familia más chingón que un superhéroe. Cuando por fin llegó a la 15 Norte, dobló en la 70 Poniente y estacionó afuera de “El rey del cocol”, cuna de los mejores capitulados que se hornean en la ciudad. El vochito escupió dos sonoras ventosidades en medio de una nube de harina con olor a anís, convulsionó en un temblor largo y uno corto y luego quedó en silencio, agradecido de que le soltaran las riendas. Frente a esa panadería se hallaba el domicilio materno y, como todo mexicano en apuros, Padilla había decidido acudir donde su jefecita para solicitar que le hicieran fuerte. Nomás que existía un escabroso inconveniente: el nuevo señor de Felícitas, un tal Heriberto que se bailaba a su jefa a ritmo de son con las yemas de dos dedos. Tiempo atrás el fulano se había atrevido a pedirle el cuarto, porque comprende, hijo: tu madre y yo necesitamos privacidad para irnos acoplando como pareja.

     Mientras le hallaba el modo para presentarse en Ca’Felícitas, un hornazo a chimisclán se le metió por la nariz trayéndole de vuelta los legendarios frijoles con longaniza salidos de la sartén de su madre. El impacto de la correlación fue definitivo. Se había transportado a la tarde en que don Marcos, su padre, los llevó a él y a su hermano Santos a pescar con mosca al lago de Valsequillo. Ese día, el último en que lo vieron con vida, volvieron a casa con seis tilapias y un trébol de cuatro hojas del que don Marcos refirió maravillas como agente de buena suerte. Guárdelo bien, mi’jo, cuando menos se lo espere le va a dar la sorpresa ─le dijo─. Y Padilla lo había llevado a enmicar a la papelería para meterlo en su cartera de piel de víbora.

 

Nuestro amigo se apeó para ingresar al expendio de pan con la pata zurda por delante, como hacía siempre que quería quedar bien parado.

─ Quíubas, don Richard comentó tartamudeando por el espumarajo que le burbujeó bajo la lengua.

─ ¡Muchacho! Yo pensé que ya te habías ido p’al otro lado.

─ ¿Cómo cree, don? Yo puro meidinpatria. 

─ Como apenas si te acuerdas de los pobres.

─ ¿No sabe si está mi jefa?

─ Aí anda.

 

     Las donas brincoteaban todavía en la charola cuando Padilla agarró unas pinzas y comenzó a meterlas en una bolsa de papel de estraza para, ya armado, encaminar sus malos pasos a darle prisa al asunto.

     Golpeó el zaguán azul marcado con el número mil quinientos seis y el fiel Canuto, familiar directo del nuevo amo, saludó con dos ladridos de perra mal cogida. Unas chanclas de peluche se oyeron trepidar sobre el cemento pulido del patio, conducidas por los pies chiquitos de Felícitas que caminaba con los pasos cortos de una geisha en ceremonia.

─ ¿Y ese milagro, hijito?, ¿qué haciendo?

─ Pos ya ve, jefa, como que ya extraño.

─ Mira, tú.

     Le había atinado a una hora en que el nuevo señor de Felícitas se encontraba ausente despachando sus recados habituales. A invitación expresa de la doña se sentó a la mesa del comedor frente a un plato de nopalitos en salmuera y una Victoria bien helada, mientras iba haciendo el angustioso resumen de sus penurias. Todo eso de echarle el verbo y llorar en su hombro tenía como propósito fundamental el conseguir un lugar donde quedarse, de modo que luego ponerla al corriente sobre el arbitrario desalojo, continuó el relato con la parte menos creíble, por no decir más fumada, que era la de una enigmática cifra que le pisaba los talones desde la infancia.

     El número 98765432 ─dijo─ se le manifestaba de a tiro por viaje con los dígitos impresos en un billete que, por vía de Dios, iba a ganar el premio gordo de la lotería. Eran tan claros los mensajes recibidos que Padilla había terminado por aceptar que aquello no era producto de la alucinación, sino de un llamamiento supremo empeñado en acomodarle el karma. La primera en conocer aquel portento había sido la Chata, precisamente la persona más emperrada en restregarle en la cara eso del mal agüero. Un jueves ─recuerda─ en que se hallaban congregados en la parroquia del barrio rezando un rosario a la virgen María, los números que habrían de cambiarle el porvenir aparecieron sobre un listón de yeso agarrado de las puntas por dos palomas muy blancas.

     El milagro le hizo contener la respiración de golpe. Se talló los ojos los puños y volvió a enfocar, pero sí, los dígitos seguían frente a él haciendo tiempo como para que pudiera memorizarlos.

─ ¿Ya vio los números, agüelita? ─susurró.

─ Shhhhhht.

─ Hay unos números, agüelita. Allá arriba.

─ Qué números ni qué ocho cuartos. Cállese el hocico y póngase a rezar por el alma de su abuelo, muchacho irrespetuoso.

─ ¡Es un cachito de lotería! ¡Írelo, írelo! ─señaló con el dedo índice hacia el listón agarrado por las palomas─, ¿qué tal si tiene un premio?

─ Qué premio ni qué la chingada. Y si lo tiene, no es suyo. No sea baboso. ¿No ve que usté está más salado que bragueta de pescador?

     Pero aún con el escepticismo de la Chata, ese número siguió abordándolo en todas partes. Se materializaba en las trancas de la vaca Holstein que salía retratada en el empaque tetrabrik de la leche, en las páginas centrales de los libros gratuitos de texto y en los billetes del Carmen-San Antonio que tomaba uno que otro domingo con su madre para acudir al Mercado Murad. Las visiones siguieron incluso cuando ya convertido en hombre se trasladó a Ca’del Diablo y el paisaje se transformó en un escenario totalmente desconocido. Allí la cifra comenzó a desvelarse en los mosaicos del cuarto de masaje de los baños El Progreso, bajo las sábanas de poliéster azul que compartía con la Mamirrica y hasta en el cristal estrellado de la puerta de la accesoria número cinco. Las señales habían llegado a ser tan reales ─aseguró a su madre─ que en una de ellas identificó los números sobre el cartón que le habían puesto a Epifanio Sifuentes, “el Viene viene”, primer narco secuestrador que se dejó entrevistar por López Dóriga.

     Entonces supo de un modo inequívoco que todo aquello estaba a punto de agarrar forma con la intervención del azar. Fue muy curioso que La Mamirrica acabara de regalarle una cartera de piel de iguana por su cumpleaños y que al cambiar sus cosas hubiera vuelto a encontrarse con la credencial del trébol de las cuatro hojas que ya creía perdida. Tenía la mica holaneada y las esquinas abiertas, pero intuyó de inmediato que el hallazgo no podía tratarse de una casualidad. En chinga agarró camino al estanquillo más próximo donde, cuál va siendo su sorpresa, tenían unos billetes con la terminación 5432 para jugar bajo el signo de Aries en el Sorteo Zodiaco del próximo domingo 20 de julio. El efectivo apenas le había alcanzado para catorce vigésimos de a quince, que compró de inmediato dejando el encargo de que le apartaran los otros seis para esa misma tarde. Separó cuidadosamente los cachitos y los metió en el bolsillo trasero de sus DKNY corte boot para de ipso facto correr a contárselo a la Mamirrica.

     Dejar en este punto la historia ─donde aún se revelaba apta para el entendimiento de doña Felícitas─ era lo más juicioso, pero en ese caso le habrían faltado elementos para justificar el posterior extravío de los famosos cachitos. Padilla hizo una pausa, destapó otra Victoria helada de cara al refrigerador para eludir la mirada materna, y se armó de valor. Haciendo de tripas corazón le relató la escena en que la Mamirrica y él se encontraban recargados sobre la mesa del comedor, poniéndole a los placeres culposos, cuando de pronto se abrió la puerta y sin decir agua va se les materializó el bombero en heroico traje de carácter. El hombre iba sujetándose el vientre con los brazos en cruz y los pantalones a la altura de las rodillas, mientras su rostro ostentaba el tono pajizo de quienes se inician en las cemitas con papa de La Arena Puebla.

─ ¡Hijos de su put…! 

     No alcanzó a terminar la frase, o tal vez sí, ya en el excusado, desde donde el eco magnificó los ruidosos entuertos del vulcano, que se iba vaciando en una diarrea sucinta pero efusiva.

     Dos horas más tarde se había llevado a cabo el arbitrario desalojo que lo obligara a abandonar sus DKNY corte boot, la Polo verde aguacate, dos trusas tipo bóxer aún sin orificios y los catorce cachitos del mentado Zodiaco.

 

El que hacía el recuento de los daños viró la cabeza hacia la vitrina del comedor. San Juditas, el longevo superhéroe de las causas desesperadas, iba de un blanco sucio compuesto de excremento de mosca, cochambre y pátina bajo la túnica verde terciada al hombro.

─ Pídale, mi’jo, es muy benigno   ─se oyó decir a Felícitas Benítez.

 

Continuará…

 

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Twitter: @mldeles

 

De la Autora

He colaborado en el periódico Intolerancia con la columna "A cientos de kilómetros" y en la revista digital Insumisas con el Blog "Cómo te explico". Mis cuentos han sido publicados en las revistas Letras Raras, Almiar, Más Sana y Punto en Línea de la UNAM y antologados en “Basta 100 mujeres contra Violencia de género”, de la UAM Xochimilco y en “Mujeres al borde de un ataque de tinta”, de Duermevela, casa de alteración de hábitos.

He sido finalista del certamen nacional “Acapulco en su Tinta 2013”, ganadora del segundo lugar en el concurso “Mujeres en vida 2014” de la FFyL de la BUAP, obtuve mención narrativa en el “Certamen de Poesía y Narrativa de la Sociedad Argentina de Escritores”, con sede en Zárate, Argentina y ganadora del primer lugar en el “Concurso de Crónica Al Cielo por Asalto 2017” de Fá Editorial.

He participado en los talleres de novela, cuento y creación literaria de la SOGEM y de la Escuela de Escritores del IMACP y en los talleres de apreciación literaria del CCU de la BUAP.