• 19 de Abril del 2024

Los días más extraños

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                                                         Hoy es siempre todavía

                                                                  Antonio Machado

 

Mi abuela Inés me enseñó las primeras cosas inútiles que aprendí en la vida. Yo tendría seis años cuando en un pedazo de cartón dibujó frente a mí las ochenta y ocho teclas de un piano. Sobre él me hizo repetir varias piezas, cuyo sonido yo no podía siquiera imaginar, sirviéndose de dos instrumentos fabulosos que quedaron grabados para siempre en mi memoria. Su dedo índice se paseaba frente a mí si la ejecución se realizaba limpiamente, pero de lo contrario, un certero puntapié caía directo en mitad de mi espinilla produciendo un ramalazo eléctrico. Mientras aquello sucedía, desde la cocina nos llegaba el aroma de las castañas que la tía Mani asaba en un viejo comal. Los acordes silenciosos se transformaban en un humor melancólico. En ese sitio la música tenía olor y no sonido.

Todo lo que mi abuela era capaz de crear resultaba extraordinario. Los pájaros con alas de algodón pintados entre flores azules, los muebles que forró en oro de hoja, los cuentos escritos en ninguna parte para no olvidar aquello que no sucedió. Su imaginación nacía de un terror inaudito que iba envejeciendo junto con ella. Por las noches me relataba sus más de veinte versiones de la leyenda de la Llorona y otras historias siniestras que improvisaba al hilo según su estado de ánimo. En ellas siempre hubo monstruos que con el tiempo se volvieron entrañables. Inés podía inventarse un mundo en tres renglones, pero la mayor de sus excentricidades fue el inmueble que ideó frente a un claro enorme que, según le aseguró el agente inmobiliario, estaba destinado a áreas verdes de por vida. Allí, con la complicidad de un arquitecto tan incoherente como ella, erigió un extraño invernadero y lo rodeó con una casa de dimensiones ridículas.

Desde la ventana de su dormitorio podíamos escuchar el sonido del viento arremeter contra los maizales. Las matas crecían en el verano a la altura de una persona y culebreaban como fuentes danzarinas hasta que el invierno las convertía en torzales de paja y se esfumaba el color. A fuerza de repetir la misma historia logró persuadirme de que aquel sembradío era un bosque encantado en el que nadie iba a encontrarnos jamás, porque solo ella conocía la forma de entrar y salir. Yo la miraba incrédula desde mi uno veinte de estatura, pero había tanta seriedad en sus palabras que no me quedaban razones para dudar y la escoltaba obediente por la angosta vereda escondida en una esquina. Abríamos brecha con nuestras propias manos, hasta que en un punto del camino los maizales comenzaban a escasear dejando paso a una pequeña extensión de tierra seca. Allí nos sentábamos a descansar. Mi abuela desamarraba una bolsa colgada a su cintura y sacaba algunas nueces y frutas que repartía en porciones iguales. Rato después se me quedaba viendo muy seria. Entonces se hacía el silencio y comenzaba a jalarme las mechas ─como ella llamaba al cabello─ exigiéndome que hiciera lo mismo con sus mechones.

Nunca entendí el porqué de aquellos ataques, pero aprendí en ese modo que el dolor es también una forma de placer. Nos jalábamos el pelo una a otra con fiereza y tenacidad, sin que la rabia de nuestras manos tuviera algo que ver con el odio, hasta terminar exhaustas, tumbadas en la tierra y libres de angustia. Ese ritual secreto se mantuvo durante años, quizá tres o cuatro. Después, un sábado cualquiera, abrimos las cortinas de su dormitorio y nos sorprendió una visión aterradora. Había en la entrada del claro lo que en principio nos parecieron unos tanques de guerra y que, ya más calmadas, reconocimos como la maquinaria pesada de algún contratista. A Inés casi le da un infarto cuando supo que el gobierno había autorizado la construcción de un fraccionamiento de interés social en su precioso bosque. Ese día lo nuestro comenzó a morir de a poco. Algo imprescindible entre las dos quedó enterrado bajo la plataforma de concreto que tendieron sobre la milpa.

Inés murió hace mucho tiempo. La mayoría de las casas en el fraccionamiento han sido convertidas en expendios de toda clase, tiendas, lavanderías y hornos de pan, pero frente a ellos, cuando me detengo en la esquina en la que alguna vez se abrió nuestra vereda, siempre es sábado. La vida continúa sin aquel alucinante pasado, aunque los fines de semana se suceden en forma metódica y esa repetición hace del olvido una estrategia. A ratos, en el verano y en las tardes, suelo caminar por la calle de nadie en compañía de los monstruos inventados por mi abuela. Cierro los ojos. El viento sopla con mucha fuerza empañando todo con su polvareda. Entonces, el aroma de aquellos maizales se confunde con el olor de las castañas asadas y el hedor que embriaga al viejo sur de la ciudad para recordarme que, allí debajo, duerme el bosque encantado donde habita la niña que fui.

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Twitter: @mldeles

 

De la Autora

 

He colaborado en el periódico Intolerancia con la columna "A cientos de kilómetros" y en la revista digital Insumisas con el Blog "Cómo te explico". Mis cuentos han sido publicados en las revistas Letras Raras, Almiar, Más Sana y Punto en Línea de la UNAM y antologados en “Basta 100 mujeres contra Violencia de género”, de la UAM Xochimilco y en “Mujeres al borde de un ataque de tinta”, de Duermevela, casa de alteración de hábitos.

He sido finalista del certamen nacional “Acapulco en su Tinta 2013”, ganadora del segundo lugar en el concurso “Mujeres en vida 2014” de la FFyL de la BUAP, obtuve mención narrativa en el “Certamen de Poesía y Narrativa de la Sociedad Argentina de Escritores”, con sede en Zárate, Argentina y ganadora del primer lugar en el “Concurso de Crónica Al Cielo por Asalto 2017” de Fá Editorial.

He participado en los talleres de novela, cuento y creación literaria de la SOGEM y de la Escuela de Escritores del IMACP y en los talleres de apreciación literaria del CCU de la BUAP.