• 21 de Noviembre del 2024
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Dos conchas

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De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde su vida.

Mc 8,36

 

Fui el tercero de once. “Sigue la mata dando” ─dijo mi madrina Carmelita con cara de agobio, cuando mi madre la convidó al comadrazgo─. A mi padre, la noticia del nuevo embarazo de su mujer le dio motivo para jactarse con los cuates de la textilera. Era obrero de coloración y ganaba el mínimo, pero presumir de hombría era una cosa que lo dejaba de veras dichoso. Que mi madre estuviera otra vez de encargo era el pretexto para celebrar y desaparecerse una semana, igual que se esfumaba cuando las Chivas jugaban el clásico, cuando andaba estrenando novia, o cuando volaba la mosca, siempre sin dejar el gasto. Ser pobre y apocado es una herencia inaguantable.

     Mi madre lo veía pa’rriba. Si en la casa había para carne se compraba un bistecito para el señor, que como trabajaba tanto, necesitaba ingerir más proteínas que sus hijos. Eso no me importaba mucho, lo que sí esperaba con ilusión era la cena que una vez al mes hacíamos con pan de dulce. Elegía siempre una concha de vainilla y la remojaba en el vaso de leche, luego alzaba la morusita con la yema de los dedos para chupármelos. Los otros veintinueve días esperaba ansioso. Hasta los diez años soñé dormido y despierto con los panes de la Flor de Puebla, aunque entonces no era un muchacho tan ambicioso y me conformaba con dos conchas o un cuerno relleno de crema pastelera.

     Mi hermano, el primogénito, tenía derecho a estrenar los zapatos, las camisas y los pantalones, que luego usábamos los otros en orden de aparición. Sistema que mis padres repetían con los juguetes de los Reyes Magos, los lápices y los cuadernos, si todavía andaban en buen estado. Zoila, mi madre, era una mujer muy crédula. Creía en la salvación del alma y en el cielo de los justos: cuanto más se sufriera en lo terrenal, mayor sería la gloria alcanzada después de la muerte. Por eso se afanaba en ayudarnos a entender los fundamentos de la fe. Todos los domingos nos llevaba a misa de doce, con las camisas impecablemente planchadas y los pelos aplacados con el jugo de un limón.

     Para cuando entré a la primaria conocía de memoria la ley del más fuerte. No era de los más altos y mucho menos de los más robustos, pero me convertí en uno de los más sagaces poniendo especial empeño en desarrollar el hemisferio izquierdo del cerebro: el armario de mis verdaderos talentos. Como quien aprende a cocinar, me fijé en la apariencia y función de cada ingrediente hasta reconocerlos al tacto. Con el olfato podía identificar a los blandengues y a los taimados, mientras que a simple vista sabía reconocer a los que como yo, habían nacido para ganarlas todas. Saqué las mejores notas robando apuntes y soltando sobornos a los profesores, aunque cuando una asignatura se me daba naturalmente, vendía mis conocimientos a los compañeros.

     Muy pronto descubrí la importancia del dinero. A las chavas había que hacerles regalos para tenerlas contentas. Así empecé a hacerles los mandados a las vecinas y sin querer me di cuenta de que mi apariencia no pasaba desapercibida. Más de una señora, que me requería para arreglar algún desperfecto en su casa, acababa metiéndome sus dedos con ternura entre los chinos de la melena. También por eso me daban propinas y decidí dejar los mandados para dedicarme de lleno al arrumaco. Ángela, la del siete, fue quien me abrió las puertas y la bragueta por primera vez. Ya andaba en los treinta, pero sus piernas eran extensiones de carne tibia que me hacían doblar las manos de placer.

     Abandoné la casa de mis padres al cumplir los dieciocho. Los desgraciados seguían reproduciéndose como conejos y el reparto de los víveres menguaba cada nueve meses. Al salir de aquella vecindad supe que no volvería a mirar atrás. Quería convertirme en un hombre poderoso, tan rico que nunca tuviera necesidad de pasar hambre. Cursé seis semestres en la universidad del estado, pero tuve que abandonar la licenciatura en derecho por una cuestión de cálculo. El profesor de mercantil había tenido el descaro de fijarse en mi chava y para cuando me di cuenta de la imprudencia de pelearle el palmito, ya lo habían hecho rector.

     Sin recursos para matricularme en una universidad privada, monté un modesto negocio ambulante de refacciones automotrices, hasta que le agarré la onda y comenzó a irme tan bien que pude entrarle a la venta de autos usados. Así conocí a Liza, una inglesita que primero se dio su taco porque sus papás tenían mucha lana, pero que acabó dándome el sí por todas las leyes. Ahora tengo un despacho con vista a los volcanes, justo al lado del de Charles, mi exquisito cuñado de importación. En poco tiempo logré convencerlo de soltarme firma en la chequera y de invertir en un fantástico proyecto que nos lanzó al estrellato: La venta de facturas apócrifas. Afortunadamente mi hermano político resultó incapaz de ensuciarse la corbata y se decantó por las relaciones públicas.

     Con Liza, en cambio, no me fue tan bien. La rubia tiene todo el chasis de un auto deportivo, pero el motor de un clásico de los años cincuenta. Es frígida como una mañana invernal en un pueblo montañés, y tener sexo con ella es igual a comerse un filete de soya acompañado de una cerveza sin calorías. Mi suculenta esposa no permite que le arrugue el camisón de seda y cuando por alguna circunstancia alcanzo a quitárselo, le viene un dolor cabeza que la tumba antes que yo. No tenemos hijos, pero eso no me quita el sueño. Lo que no me deja dormir son las nuevas disposiciones del SAT, que ya nos anda pisando los talones con el asunto de las facturas.

     Hace algunas semanas, la directora de recursos humanos de la empresa me obligó a hacerme una cosa llamada Check up. ¿Qué es eso?, pregunté asombrado, y resultó una vergonzante batería de análisis y pruebas de resistencia que ningún ser humano debería soportar. Después de unos días me citó el médico a cargo para terminar de desgraciarme la vida. En resumen, insinuó que si quiero llegar a los cincuenta tengo que cambiar mis hábitos. Me mandó a hacer ejercicio diariamente y cumplí, luego me quitó la carne y los embutidos y me resigné. Me prohibió los licores y me aficioné al vino tinto; me prescribió varios chochos y me los tomé obediente. Me obligó a beber agua natural y me la tragué, me ajustó el ejercicio sexual a dos veces por mes y doblé las manos, pero cuando el cabrón me retiró las dos conchas de vainilla a la hora de la cena, lo mandé derechito a la tiznada.

 

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Twitter: @mldeles

 

De la Autora

He colaborado en el periódico Intolerancia con la columna "A cientos de kilómetros" y en la revista digital Insumisas con el Blog "Cómo te explico". Mis cuentos han sido publicados en las revistas Letras Raras, Almiar, Más Sana y Punto en Línea de la UNAM y antologados en “Basta 100 mujeres contra Violencia de género”, de la UAM Xochimilco y en “Mujeres al borde de un ataque de tinta”, de Duermevela, casa de alteración de hábitos.

He sido finalista del certamen nacional “Acapulco en su Tinta 2013”, ganadora del segundo lugar en el concurso “Mujeres en vida 2014” de la FFyL de la BUAP, obtuve mención narrativa en el “Certamen de Poesía y Narrativa de la Sociedad Argentina de Escritores”, con sede en Zárate, Argentina y ganadora del primer lugar en el “Concurso de Crónica Al Cielo por Asalto 2017” de Fá Editorial.

He participado en los talleres de novela, cuento y creación literaria de la SOGEM y de la Escuela de Escritores del IMACP y en los talleres de apreciación literaria del CCU de la BUAP