• 27 de Abril del 2024

Círculo de sueño (Cuento)

 

 


Juan Norberto Lerma

Desde dentro del auto veían el interior de Báltica, la tienda que habían elegido para robar. Faltaría media hora para que el gerente ordenara cerrarla. Eran dos los individuos que vigilaban desde el auto. Lucas, el que se hallaba frente al volante, fumaba y tamborileaba con los dedos sobre el asiento; el otro, Manolo, tenía gotas de sudor en la nariz, cambiaba la música de la radio y pensaba como obseso que el asalto tendría un mal final.

Manolo no quería decirle nada a Lucas, pero la noche anterior había tenido un sueño extravagante. Había soñado una especie de laberinto. En el sueño, Manolo vagaba dentro de una casa oscura con infinidad de cuartos altos. Por supuesto, la habitación principal de esa casa era la suya, y tenía que entrar para recuperar un reloj o algo parecido a una bombilla. Los pasillos parecían amigables, iluminados, una maceta de geranios y poleo aquí y allá, pero eran los peores, porque cada que recorría uno lo llevaba al mismo lugar de donde había partido. En el sueño, le pareció normal que la salida de esa trampa o laberinto estuviera en la alcoba principal, la suya. Sin embargo, saber que precisamente ahí lo esperaban varios sujetos armados lo sobresaltó en el sueño e incluso ahora que lo recordaba. Una vez que resolvía cuál era el pasillo correcto, llegar a la alcoba no significaba ninguna complicación, porque en la puerta tenía estampada un diamante que palpitaba. La verdadera dificultad estribaba en enfrentar a los individuos oscuros que se paseaban parsimoniosamente dentro de la habitación y lo aguardaban. Contra todos sus deseos, Manolo entró a la alcoba. En la lucha que siguió sintió que con un filo helado un estampido le desgarraba uno de los costados. Entonces despertó, se tocó el cuerpo, respiró agitado y maldijo el reloj o la bombilla que buscaba en sueños.

Recién había recordado su sueño al estar frente a la tienda; la luz del mostrador brillaba como la de la alcoba de su sueño. Sólo le faltaba sentir el golpe de un puñal junto a su axila, y al pensar en esto abrió los ojos que tenía abiertos y quiso despertar de su pesadilla, pero estaba bien despierto y sudaba.

Sintió algo golpeándole las costillas suavemente y estuvo a punto de dar un salto, bajar al arroyo y gritar que sólo se trataba de un maldito sueño. Era Lucas que le hacía indicaciones y le golpeaba con el codo.

—¿Qué maldita cosa tienes hoy? —preguntó Lucas—. ¿Estás nervioso o qué demonios?

—No —dijo Manolo y se pasó el dorso de la mano por los labios resecos—.

—Faltan quince minutos. Tú le das al policía.

—Tú irás sobre el gerente, ¿no? —preguntó Manolo como repasando lo acordado, pero en realidad lo que no quería hacer era detenerse a pensar en su sueño—.

Pensó que la luz tenía la culpa de todo. La luz que iluminaba la alcoba de su sueño era blanca como la del negocio. Las letras del anuncio de la tienda eran de colores y el negro del policía, el lila de las empleadas, la camisola café de los choferes, sólo le recordaban las vestimentas de sus contrarios.

—Le das al policía —rugió Lucas de nuevo—.

Manolo se sobresaltó. Pese a todo no quería que lo mataran ni tener que matar a nadie. No quería recordar que en estos casos había muertes, que la gente moría y que se desangraba por los costados, bajo la axila.

—Dijimos que sin tiros —replicó apenas—.

—Se ve muy vivo.

—¿Quién? ¿El policía? —balbuceó Manolo—. Con abrirle la cabeza será suficiente —añadió para disimular el temblor de sus labios agrietados—.

De pronto, Lucas entrecerró los ojos y se mantuvo quieto.

—Ya cerraron —exclamó, sin prestar atención a lo que Manolo dijo—.

Cinco minutos más tarde, los empleados de Báltica salían por una puertecilla adyacente, eran siete mujeres y dos jóvenes que apenas pasaban de los veinte años. El policía continuaba dentro, se quedaría ahí hasta el día siguiente. En el auto, Lucas verificó en lo posible que su arma funcionara correctamente e instó a que Manolo lo imitara. Manolo fingió que obedecía, él sabía que no la utilizaría. Descendieron del automóvil, un último empleado se despedía en el umbral de la puertecilla que custodiaba el policía.

Se distribuyeron tal como lo tenían planeado, uno a cada lado, como si cruzaran ocasionalmente por la calle, volteando hacia otro lado que no fuera la puertecilla, pero sin anclar la vista en nada. El empleado se retiró tintineando unas llaves. Manolo sujetó con fuerza su arma, esperó a que Lucas tocara en la caseta y dijera que era Rodrigo Mendoza, el empleado que le daba mantenimiento a los extractores. El policía abrió enseguida.

Era increíble lo fácil que estaba resultando todo y lo parecida que era la distribución interior del negocio al caserón de su sueño. Al frente estaba una caseta obscura, detrás se veía un corredor y tal vez unos baños. En la esquina había otro pasillo. Encañonando al policía lo obligaron a tenderse en el piso. De pronto, Lucas se desprendió del grupo, interceptó en el pasillo al gerente y lo llevó a rastras hasta la oficina.

La pesadilla había terminado, en un segundo Lucas tendría el dinero y entonces se largarían. Manolo no quería mirarle el rostro al policía por si se veía obligado a dispararle. No le gustaban las muecas de los agonizantes, si perdían la conciencia pronto, bueno, pero si no, más tarde vería su rostro doliente en cada trago. Mejor así, que se quedara quieto, desarmado, con las manos extendidas, mientras él le sujetaba el cuello con su pie firmemente como a un cerdo en el matadero.

Manolo escuchó ruidos allá dentro y se inquietó, apretó aún más el cuello del policía. Parecía que Lucas revolvía la oficina, se oyeron caer anaqueles, un vidrio que se rompía y de pronto, Manolo vio que el negocio se iluminaba. Maldita luz, maldito imbécil. Por qué había tenido que prender la luz y recordarle su pesadilla. No sabía lo que estaba pasando allá adentro y a cada instante su dedo se crispaba en el gatillo. Obligó al policía a levantarse y lo condujo por muchos cuartos hasta dar con su compañero. El gerente estaba inconsciente sobre el piso y su sangre formaba un charquillo.

—Te dije que le dieras —le gritó Lucas a Manolo cuando lo vio llegar con el vigilante a rastras—.

El policía torció la boca, se hincó con los ojos desorbitados y se soltó llorando en medio de Lucas y Manolo.

—No va a hacer nada —dijo Manolo admirado del resplandor de las lámparas y de que ahí dentro nadie lo hubiera estado esperando—.

Lucas terminó de guardar un fajo grueso de billetes en su chamarra y con furia acercó su rostro al del policía.

—¿Dónde guardan lo demás? —dijo—.

El policía negó con la cabeza. No sabía. En el instante en que Lucas encañonaba al policía y le descerrajaba un tiro entre las sienes, Manolo levantó la mano armada para señalar algún punto vago del negocio. Manolo dejó escapar un quejido de dolor e incredulidad que se perdió en el eco infinito de la detonación. El arma escapó del brazo de Manolo y produjo un ruido semejante al azotar de una puerta. El policía se mantuvo rígido un momento y terminó cayendo como un títere deshilachado.

—Te dije que le dieras —volvió a gritar Lucas aún ensordecido por el disparo—. Vámonos —añadió—.

Manolo no respondió, dio unos pasos sin dirección precisa con los movimientos arenosos de un sueño. Lucas corría ya hacia la salida y, Manolo, con el costado sangrante, piadosamente creía que él también corría. Sin embargo, los únicos que corrían eran sus pensamientos y sus sensaciones. No podía gritar que todo se trataba de un sueño porque su boca se hallaba trabada y su lengua adormecida. Manolo cayó y su cuerpo lleno de sueño buscó refugio bajo un tablero. Aunque algunas circunstancias diferían de su pesadilla, el final era el mismo. En el sueño había logrado escapar de morir despertando y aquí para escapar se estaba quedando dormido, tendido, muriendo junto a los pies de sus enemigos.