• 28 de Abril del 2024

Visiones de un tirano (Cuento)

 

 

Juan Norberto Lerma

En las tierras rojas de Kalula, un tirano gobernaba a los habitantes de Valle Cristal. Era tal su necesidad de ser obedecido, que daba órdenes a las bestias de la llanura, a las aves rojas del cielo amarillo y, una vez, le mandó al río hacer un camino de espuma para que bajaran a beber sus perros de fuego. Aun a costa de cientos de vidas, sus órdenes eran cabalmente cumplidas.

Una tarde que estaba especialmente aburrido, vio bajar por el camino que bordeaba su castillo de columnas ingrávidas, a una pareja de labradores. Le llamó la atención el pelo colorido de la muchacha, era como si se hubiera concentrado en sus rizos la pintura de la mañana o la algarabía de las aves que trinaban sin reposo en los bosques encantados de por ahí cerca; lo sedujeron sus formas suaves y su manera delicada de tomar el antebrazo de su acompañante, un joven de porte digno, algo esmirriado y de rasgos afilados, que se dejaba conducir pacíficamente por el terreno escarpado al arbitrio de la muchacha. De inmediato, el tirano mandó a un emisario a llamarlos. Al poco rato, la muchacha hermosa y un joven ciego estaban frente a él. Al contemplar la juventud y belleza de ambos, el ánimo del tirano se suavizó.

—Es mi deseo que pasen esta noche bajo mi techo —dijo—.

La muchacha miró al joven y descubrió que en el fondo de sus ojos violetas se acentuó una sombra.

—Siento contrariarlo, mi señor —respondió—. No es posible que pasemos la noche aquí, puesto que mi esposo al llegar la oscuridad se desvanece y predice el futuro, y estimo que con sus delirios y mis cuidados podría turbar vuestro sueño y el de tus siervos.

Al tirano le interesó el poder del ciego e inmediatamente pensó en la forma de arrebatárselo.

—¿Es verdad lo que dices? —preguntó exaltado—.

—Tan cierto como que él sabía que precisamente hoy tú nos mandarías traer e intentarías a toda costa retenernos.

El tirano rio de buena gana y ordenó que los condujeran a uno de los aposentos.

—Sería bueno vigilarlos para comprobar la veracidad de sus palabras y, de ser ciertas, saber lo que a su majestad le deparará el destino en la guerra con los hombres del Señorío de las Cuevas —murmuró al oído del tirano uno de sus funcionarios—.

Varios sirvientes guiaron a la pareja a una habitación lujosa. Era tal la ambición del tirano, que no dudó en ir él mismo, en compañía de tres de sus ayudantes, a espiar a la pareja. El grupo se situó detrás de un cortinaje y, cuando vieron lo que ocurría en la habitación se pusieron al acecho. Tal como lo había dicho la mujer, al caer las primeras sombras el ciego se desvaneció y los objetos cercanos saltaron hechos añicos; enseguida un muro se resquebrajó dejando ver varios esqueletos humanos; el piso se fracturó y de las aberturas brotaron nubes de humo y polvo moradas y escarlatas.

En suma, se produjo tal confusión en la habitación que los ayudantes del tirano creyeron que estaban frente a un demonio, y como no pudieron soportarlo, huyeron enseguida. Dentro, el ciego rugía y se agitaba, sus ojos parecían lanzar llamaradas de fuego negro y sobre su fondo violeta se dibujaban imágenes de mortandades pasadas y calamidades futuras. Sólo la mujer que acompañaba al joven poseído se mantenía impasible. En un rincón contemplaba fervorosamente una Rueda de la Vida y murmuraba palabras de un canto dulce que rememoraba los tiempos de paz de unos campos rojizos vecinos. Los estremecimientos del ciego fueron disminuyendo paulatinamente. El tirano estaba paralizado. La mujer lo descubrió al terminar de caer un muro. Sentado en el piso con las piernas cruzadas, el joven comenzó a hablar con una voz muy suave. Parecía mirar a lo lejos y sus palabras resonaban como en un abismo.

El Grande sol quemó la casa de la lluvia y criaturas etéreas inundaron el alma de todas las cosas sobre la Tierra. El fuego caerá para toda la vida y no habrá quién para atestiguarlo. Sólo el animal feroz enfrentará la muerte; las gacelas se perderán en el bosque astillado y los astros callarán seis mil lunas. El que obedece morirá por órdenes inicuas. Destrabadas del sentido, las conciencias vagarán mil años, lloverá polen en el luto de los hombres y florecerá el infierno. Nadie se salvará de las palabras dichas por el dios del sol y las tinieblas. El soberbio mandará legiones contra legiones y no sobrevivirá la raza que se oculta en sí misma. Bajo tierra crecerá la lengua y reptará hasta la copa de árboles corrompidos, el espejo estallará en el lago y volverán centuplicados las ansias y el deseo.

El ciego calló, exhaló largamente, y luego, pareció sumirse en un profundo sueño. Todas las frases del joven le resultaban ajenas al tirano, más aún que la destrucción que reinaba en la habitación. Sin embargo, algo en su interior lo obligaba a intentar desentrañarlas.

—Te ordeno que me digas el significado de lo que acaba de pronunciar este hombre —dijo dirigiéndose a la mujer, que ahora acomodaba unas piedras diminutas sobre la palma de su mano—.

—Verdad es, soberano, que me podría costar la vida revelar secretos que sólo son murmurados en oídos privilegiados; sin embargo, puesto que me ordenas que desentrañe las palabras de este humilde augur, tu siervo, no podré negarme —respondió la mujer mirándolo fijamente y suspendiendo bruscamente su labor con las piedrecillas—. Incluso, si me mandaras revelarte la misión que nos fue encomendada, por la cual estamos en tu castillo, y que me está vedado por dioses mayores susurrar siquiera, me sería imposible no complacerte si ese fuera tu deseo.

—Habla, te lo ordeno —murmuró el tirano en el colmo de la excitación—.

—Mujer, ten cuidado; nuestras vidas penden de tu lengua —murmuró el ciego, que parecía luchar para no perder la conciencia—.

Un brillo feroz apareció en el fondo de los ojos turbios del tirano. Ya había olvidado los sucesos extraordinarios que acababa de presenciar momentos antes, y todo su ser era un bloque de ambición que ansiaba apoderarse de la facultad portentosa del ciego. La mujer se arrodilló, cogió una piedrecilla ágata y la colocó sobre su palma. De sus labios brotó un sonido tan dulce como el roce de las nubes de los parajes azules que habitan las mujeres, cuyos ojos son del color del agua. El canto se prolongó varios minutos, el tirano estaba cautivado. De pronto, la mujer extendió su mano y le tendió la piedrecilla. El tirano la sintió hervir, sin embargo no pudo soltarla, porque con su contacto experimentó un placer extremo que le recordó su estancia con las impúberes perversas del templo de Qublakoa.

—La guerra será ganada por el Señorío de las Cuevas, a cambio, no morirás y derribarás los muros salados del Señor Dorado. —murmuró la mujer—.

Las piedrecillas se incendiaron conforme ella hablaba, instantes después se apagaron y comenzaron a saltar agonizantes.

—Te nacerá un hijo que dará gloria a tu nombre —añadió la mujer y de pronto se detuvo—, sólo si...

El tirano se agitó, de la comisura de sus labios escurría espuma amarilla.

—¿Cuál es la misión que los dioses les han encomendado? —preguntó con un aire soporífero en la mirada—. Habla.  Te lo ordeno —añadió al ver que la mujer miraba a su marido como pidiendo su aprobación—.

—Es una tradición entre los habitantes de más allá de Valle Cristal practicar las artes mágicas para ascender por las rebuscadas rutas de la divinidad, tanto como para hurgar en la lengua de los demonios que revelan los secretos que someten a los hombres —respondió la mujer—. En ocasiones, los demonios toman formas divinas y los dioses se divierten con las pasiones humanas. Una noche, mi esposo fue engañado por una de esas visiones. Le dio el don de conocer el futuro, pero no le concedió verlo con sus propios ojos. Así pues, este hombre que se halla ante tu magnifica presencia ha soñado que Yálox, El que todo lo sabe, le revelaba el secreto de su curación y la pérdida de su talento.

El ciego continuaba sentado con las piernas cruzadas bajo su cuerpo, al escuchar las últimas palabras de su mujer un violento estremecimiento lo sacudió e hizo que de sus cabellos brotaran pequeñas chispas blancas y amarillas. Al tirano ya nada lo sorprendía, quería llegar hasta el final.

—Continúa, te lo ordeno —dijo—.

—La condición impuesta por Yálox, señor de todas las vidas, —murmuró con humildad la mujer del ciego— es encontrar a un hombre dispuesto a perder la parte esencial que lo caracterice. Puede ser una cualidad, un sentido, una virtud, un recuerdo o un miembro del organismo humano. Nadie lo sabe y por eso, la gracia de dios es una aventura.

Una oleada de calor incendió las entrañas del tirano, si le era dado conocer el futuro podría subyugar y dar órdenes a naciones enteras. Extendió la mano hacia el ciego y la apoyó paternalmente sobre su hombro.

—Así sea —dijo arrastrando las palabras—. Es mi voluntad poseer visiones de los días venideros.

Los ojos de la mujer brillaron durante un par de segundos. En el contorno del augur apareció un halo sanguinolento, enderezó su torso y sus labios se entreabrieron. La mujer extrajo de entre sus pechos una bolsa de ante que contenía un juego de cristales multicolores. Los agitó entre sus manos y pronunció una letanía monótona. Escogió uno en el que se veían vetas como las nervaduras que se les atribuyen a los endemoniados y se lo tendió al tirano. El monarca soltó la piedrecilla que le recordara placeres rebuscados y tomó el cristal con ambas manos. Al instante, la estructura entera del palacio se sacudió, se abrieron fosos y se levantaron muros. Una columna de vapor azul surgió del cristal y colmó la habitación. Enseguida, una bocanada de obscuridad y silencio se anidó en la mente del tirano. Cuando la calma regresó, el ciego estaba desvanecido y la mujer le untaba saliva sobre los párpados y la nariz. Lentamente, el hombre recuperó el sentido y se levantó. En la penumbra, el fondo de sus ojos violetas se incendió de vida.

El tirano continuaba apretando el cristal, mirando objetos, seres, nombres, lugares, muertos del porvenir y del pasado. La mujer llevó a rastras a su marido por la destrucción de la habitación del castillo. El tirano quiso ordenar algo, sin embargo, tenía la boca sellada y seca. Su garganta exhaló una especie de quejido que murió antes de llegar a sus labios.

El hombre y la mujer se perdieron entre las brumas nocturnas de las tierras rojas de Kalula, sus sombras pálidas se amoldaban a los accidentes del terreno y los adelantaban por momentos, apresurándolos en su carrera hacia el amanecer del bosque vecino. Habían logrado su objetivo y se marchaban satisfechos. En su palacio, el tirano continuó apretando el cristal entre sus manos, permaneció impotente, con la cara enrojecida y sin poder articular palabra alguna, intentando darle órdenes mentales a un futuro incansable, que no terminaba de pasar nunca ante sus ojos ya inhumanos.