• 03 de Mayo del 2024

Una pasajera para Pablo (Cuento)

Una pasajera para Pablo (Cuento)

 

Juan Norberto Lerma

Pablo vio a la muchacha acercarse al sitio de bicitaxis, en el cual él se encontraba, apenas a tiempo para levantarse de su asiento, recoger su franela, y fingir que limpiaba su vehículo. En toda la mañana únicamente había realizado tres viajes y pensó que no podía permitirse perder éste.

Se dio cuenta que la figura de la muchacha era hermosa y se desanimó un poco, creyó que tal vez Julio, el despachador, la llevaría. Dejó de ver a la mujer al inclinarse para friccionar la superficie del espejo retrovisor. El taconeo de la muchacha resonó en su cabeza con mayor fuerza conforme ella avanzaba hacia los vehículos estacionados en el cruce de las avenidas. Un automóvil pasó junto al sitio, cubriendo todo con su hálito brumoso cargado de polvo y humo.

Pablo escuchó junto a él los murmullos de los conductores y de Julio, que pretendían alabar a su manera la belleza de la muchacha. Lamentó no haberse bañado, no por la muchacha, cada vez más cercana, sino porque cada que despegaba las manos de su cuerpo, su camisa adquiría la forma de una especie de fuelle, que le refrescaba el pecho y la espalda, pero también expulsaba por el cuello desabotonado el tufo pestilente de sus axilas al colocar los brazos en su posición natural.

La muchacha por fin había llegado al sitio, preguntó algo a uno de los conductores. Pablo no escuchó la pregunta, estaba concentrado en el espejo; evitó mirarse en él mientras lo escupía. En tanto lo limpiaba con la franela, pensó que era preferible que Julio la llevara, comenzó a sentirse incómodo al imaginar la reacción de la muchacha cuando supiera que tendría que viajar con él. Además, ahora recordaba que las mujeres jóvenes no acostumbraban a abordar su vehículo, por lo menos nunca ellas solas.

—Le toca salir a él —oyó decir a Julio—.

Pablo supuso que Julio señalaba en su dirección. Miró de soslayo hacia el grupo. Julio y los conductores rodeaban a la muchacha. La joven llevaba una falda corta y estaba de perfil, pero a él nadie parecía mirarlo.

Pablo la sintió acercársele. Escuchó sus pasos menudos a su espalda y enseguida percibió su perfume dulce, que le recordó un jardín de sus épocas de adolescente.

—Oiga, señor —dijo la muchacha detrás de él—.

Pablo no volteó, se acuclilló y miró a través de los rayos de la rueda un montón de basura en medio del camellón. Sintió deseos de salir huyendo al escuchar la voz de la muchacha dirigirse a él, sin embargo, permaneció inmóvil junto a la rueda, sin contestar.

—Señor —repitió la muchacha—, ¿puede llevarme a la calle Veintiuno y avenida Dos?

Pablo miraba ahora la entrada de la pollería en la acera de enfrente; los pollos ahí, desnudos, se le figuraron de plástico. En realidad sí quería llevarla, pero sabía que al volverse él para mirarla, ella se horrorizaría. Así sucedía siempre, a los niños y a las mujeres sus facciones los intimidaban.

—El señor que está allá, me dijo que usted puede llevarme —murmuró la muchacha—.

—La llevo, si usted quiere —contestó Pablo volviéndose, y se puso de pie lentamente, resignado—.

La cara de Pablo quedó muy cerca de la de ella. Instintivamente la muchacha dio un paso hacia atrás y pudo ver el rostro anguloso de Pablo, sus pómulos escarapelados, su piel picada y negra, sus ojos con sedimentos de sangre, sus barbas abundantes y erizadas. Las facciones de la muchacha se contrajeron como si se encontrara delante de un peligro. Pablo conocía el gesto y no podía hacer nada por tranquilizarla, salvo desaparecer de su vista.

—¿Quiere que la lleve? —balbuceó Pablo con una expresión grotesca de desamparo, tratando de aparentar entereza pese a todo, y dejándole ver a la muchacha sus dientes grandes y encimados—.

—Permítame, creo que...

La muchacha se dio vuelta con rapidez y caminó en busca de la compañía de Julio y los otros conductores.

Pablo se preguntó, al verla caminar con la figura descompuesta, qué se sentiría abrazar a una mujer esbelta, limpia y joven como ella. No encontró referencia dentro de sí, en toda su vida sólo había tocado a Carmela, la mujer con la que vivía, la cual era obesa, sucia, y siete años mayor que él. Su imaginación, llena de prejuicios, y su timidez natural, no le permitieron intentar siquiera adivinar la textura de la espalda de la muchacha.

—Ya le dije que le toca salir a él —escuchó decir a Julio—.

—Sí, pero... —replicó la muchacha—.

—Él no le va a hacer nada, tenemos que respetar el orden. Y es turno de él.

Las palabras de Julio le llegaron con claridad. No quería que Julio y la muchacha discutieran por causa suya, se dijo que él podía ceder su turno a cualquier otro sin provocar ningún problema, sin embargo, no encontró la forma de acercarse a ellos ni las palabras para decírselos.

Pablo miró de reojo hacia donde oía las voces; vio a Julio sentado bajo el toldo de uno de los vehículos, y a la muchacha de pie, mirándolo fijamente. Pensó que había sido una estupidez creer que ella aceptaría viajar a solas con él, y que había sido una torpeza mostrarle la cara a una distancia tan corta. Desalentado, se dijo que si en lugar de volverse hubiera respondido que sí la llevaba, quizá en lo que ella subía y se acomodaba, él habría tenido oportunidad (siempre ocultando su cara) de montarse en la bicicleta y comenzar a pedalear desesperadamente. No se le ocurrió pensar que por el espejo retrovisor bien podría haber contemplado los muslos de la muchacha, eso iba más allá de lo que se permitía imaginar.

—Si no se va a ir, entonces déjeme leer —dijo Julio, y la muchacha lo vio abrir un compartimiento bajo el asiento del vehículo y revolver una gran cantidad de revistas—.

—Dígale a otro que me lleve —casi suplicó la muchacha—.

—No puedo. Ya le dije que no le tenga miedo; él trabaja aquí como cualquiera.

—Tengo prisa, señor. Por favor...

—Entiéndame usted a mí: no lo puedo hacer a un lado sólo porque él no le gusta.

—Entonces, prefiero caminar...

—Él podría llevarla en cinco minutos y evitarle el calor, pero como usted guste —dijo Julio y comenzó a hojear su revista—.

La muchacha se volvió para mirar una vez más a Pablo, vio su figura magra, el perfil desagradable de su rostro y su vehículo maltrecho. Era verdad que luego de volver a verlo adivinaba males en su compañía. Pablo se dio cuenta de que ella lo veía, no culpó a la muchacha por mirarlo con horror, no culpaba ya a nadie por hacerlo; sin embargo, pensó que si hubiera tenido el carácter suficiente como para acercarse sin temblar a ella, le habría dicho que no se marchara caminando, que si era necesario, para tranquilizarla, se cubriría el rostro con la franela, que estaba dispuesto incluso a ir a pie, empujando su vehículo hasta el lugar que ella quisiera. Se sentía capaz de hacer cualquier cosa, con tal que la muchacha subiera y le permitiera seguirla mirando. Le dolió ver sus senos agitados, su piel limpia y sus caderas oscilantes mientras ella se marchaba.

 Julio dejó la revista y fue hacia Pablo.

—Ni modo, mano; no quiso —murmuró—.

—Hubiera dejado a Jorge que la llevara —respondió tímidamente Pablo—.

—Estás loco; te tocaba a ti.

—¿Por qué no la llevó usted? Es bonita la muchacha, ¿no? —dijo Pablo y sus rasgos se deformaron aún más hasta simular una sonrisa—.

—Se cree mucho, la loca esa.

Julio se retiró de Pablo al percibir el olor penetrante de su cuerpo sudoroso. Lo miró con lástima y se volteó para que él no viera su gesto de asco.

Los dos permanecieron mirando el suelo un instante. Julio escupió a un lado de sus pies, caminó al lugar donde se encontraba su revista y no quiso pensar en nada. Pablo miró a lo lejos a la muchacha, borrosa ya, y sonrió como idiota. Se limpió el sudor del cuello con las manos y sintió unas ganas locas de salir corriendo a buscar a su mujer, Carmela. Sin embargo, para contenerse, se tendió en el asiento trasero de su vehículo y se limitó a echarse la franela sobre la cara.