• 23 de Abril del 2024

Amaia y Beñat (Cuento)

Architecture / StockSnap/Pixabay

 

Don Luis no estaba acostumbrado a realizar ninguna de las tareas caseras porque su trabajo en un prestigioso bufete de abogados le hacía ganar bastante dinero

 

Alberto Ibarrola Oyón

Llegaron los Sanfermines e, inesperadamente, Lurdes, la chica que realizaba las tareas domésticas, solicitó a la familia disfrutar de quince días de vacaciones. El caso es que, según marcaba su contrato de asistenta del hogar, tenía reconocido el derecho de tomarse la mitad de los días que le correspondían, un mes al año, cuando ella libremente escogiese.

Aquello suponía un varapalo para la familia porque ya no tendría tiempo efectivo de encontrar a alguna otra persona que se ocupase de aquellas labores inexcusables. Don Luis le había ofrecido un plus cuantioso para que se quedase a trabajar durante las fiestas, pero aquella chica humilde y trabajadora les aseguró que debía ausentarse inevitablemente durante aquellas dos semanas de julio para volver a su país de origen.

Su padre, anciano y viudo, había sido ingresado en un hospital a causa de un problema respiratorio grave causado por el hábito de fumar tabaco, que unido a la contaminación había mermado de forma notable su capacidad pulmonar. Por lo tanto, debía embarcar de forma inmediata en un avión con destino a Caracas, la capital de Venezuela, que partía del aeropuerto de Adolfo Suárez Madrid-Barajas. 

Así, pues, durante aquella edición de las fiestas más famosas del mundo entero don Luis y doña Marta deberían compaginar la limpieza de la casa y el cuidado de Beñat y Amaia, su descendencia querida, con el disfrute en las calles de Pamplona. Don Luis no estaba acostumbrado a realizar ninguna de las tareas caseras porque su trabajo en un prestigioso bufete de abogados le hacía ganar bastante dinero y se sentía con derecho a quitárselas de encima.

Además, los hombres de su familia nunca habían participado en semejantes actividades, asignadas en todo caso a las mujeres ya fuesen de la propia familia, ya formasen parte del servicio de empleadas del hogar o criadas que en el pasado también habían realizado aquel trabajo para su padre y también para su abuelo. Este último había iniciado allá por los años cuarenta del siglo XX, una vez finalizada la Guerra Civil, la saga de abogados de cuyo despacho era él ahora heredero y continuador. 

En cambio, doña Marta, aunque también trabajaba fuera de casa en una famosa caja de ahorros, realizaba habitualmente un gran número de labores domésticas, pues la asistenta no hubiera podido sola cumplir al cien por cien con todas ellas. Conocedora del carácter de su esposo, había pedido ayuda tanto a Beñat como a Amaia, quienes tenían cumplidos los once y diez años respectivamente, para que le echasen una mano hasta la vuelta de Lurdes. Amaia se había mostrado dispuesta desde un primer momento, pero Beñat, imitador de su padre, argumentó que él era un chico y que, por lo tanto, no tenía por qué participar en las tareas de limpieza y cuidado del piso.

El día 6 de julio, tras el chupinazo, salieron de punta en blanco, con pañuelo rojo al cuello y faja del mismo color a la cintura, a la Avenida Carlos III, donde unos saltimbanquis alegraban a las parejas y a sus niños y niñas. Las cuadrillas de jóvenes habían estado almorzando hasta aquella hora y se dirigían en su mayor parte hacia las calles abarrotadas del Casco Viejo. Esta familia, sin embargo, prefería quedarse en aquella zona del II Ensanche. Amaia y Beñat no deseaban jugar en los columpios de la Plaza de la Libertad porque se sentían mayores cuando no hacía ni dos años había sido su lugar preferido de recreo y diversión.

Una comparsa de txistularis con un tamborilero pasó al lado; vestían el traje oficial de los músicos del ayuntamiento y calzaban una txapela en la cabeza. Amaia pidió a sus padres un helado y Beñat se sumó a la petición. Entraron a una heladería y se los compraron. Ambos pidieron helados de doble bola, una de chocolate, el otro de vainilla con nueces. El sol pegaba fuerte en aquellas horas del mediodía y los helados se derretían aceleradamente.

Las camisetas blancas tanto de Amaia como de Beñat quedaron totalmente pringadas de gotas de helado derretido sin que pudieran evitarlo. Sus padres, mientras Beñat y Amaia miraban los globos y las colchonetas instalados en la Plaza de la Libertad, conversaban con un grupo de personas a las que conocían del barrio y con las que mantenían amistad. Decidieron ir a tomar un vino y un frito a uno de los bares de la calle Olite. Doña Marta se dio cuenta del estado de sus camisetas, antes de un blanco inmaculado.

Cuando les iba a afear su descuido, observó que dos chicos y una chica, quienes al parecer venían andando desde el Casco Viejo, presentaban un estado mucho peor, pues sus ropas aparecían ahora totalmente bañadas en calimocho; con total probabilidad habían asistido al lanzamiento desde el balcón municipal del txupinazo que anunciaba el comienzo de las fiestas. Marta decidió callarse la reprimenda para la pareja y hablarles más tarde.

Fueron, pues, con sus amistades a la calle Olite, tomaron el vino y el frito y hablaron a gusto de varios temas mientras la música sonaba tanto en la calle como dentro de los bares. Al término del vermú, regresaron a su piso, donde tendrían que terminar de preparar la comida. Allí Marta riñó aunque suavemente a Beñat y a Amaia por haber manchado sus camisetas, les mandó que se las quitasen, que las echasen a lavar y que se pusiesen otras limpias. Después ella misma tendría que poner una lavadora.

El día anterior Marta había ido al supermercado después de terminar su jornada de trabajo en la caja de ahorros, luego había preparado algo, pero no había tenido tiempo de guisar el cordero al chilindrón que su marido le había pedido para aquel día tan especial. Así, pues, tendrían que abstenerse de comer carne y tal vez freír unos huevos con patatas, pimientos del piquillo o jamón serrano. Antes de entrar a la cocina, Marta, dirigiéndose al resto de la familia, expuso gravemente:

-           No estoy dispuesta a hacerlo todo yo sola. Exijo que lo hagamos entre todos.

-           ¡Pero si yo no sé hacer nada de eso! -replicó su marido-.

-           Eso es papá -añadió Beñat- los chicos no tenemos por qué hacer cosas de mujeres.

-           ¿Cosas de mujeres? -preguntó Amaia con enfado. Y se levantó de la butaca dispuesta a ayudar a su madre en la cocina-.

La madre y la hija prepararon una ensalada y cuatro huevos fritos con patatas, abrieron una lata de espárragos y, nada más terminar, se dispusieron a comer sentadas ambas en la mesa de la cocina. Beñat, que tenía hambre, entró en la cocina, y al ver a su madre y a su hermana comiendo, fue a avisar a su padre, quien se había servido un vino blanco mientras observaba al jolgorio por las calles de Pamplona, a través de un programa en directo de una cadena de televisión navarra.

Se veía cómo los jóvenes bailaban, cantaban, reían, se gastaban bromas al son de la música que sonaba en las calles, proveniente de las terrazas de los bares o de las comparsas y de las peñas pamplonicas. Algunos estaban calados de calimocho o sangría; sus ropas blancas aparecían ahora con un color rojizo oscuro. Mientras tanto, los operarios de la limpieza trabajaban sin descanso recogiendo vasos de plástico y de cristal, botellas vacías y cajas de tetrabrik.

-           Papá, papá, mamá y Amaia están comiendo sin nosotros.

Luis le miró sin decir nada. Se quedó sentado otros cinco minutos con la mirada fija en la pantalla del televisor y observando a aquellos chicos y chicas que disfrutaban de la fiesta, del jolgorio sanferminero que a tantas personas atrae, provenientes de diferentes partes del planeta, en parte gracias al escritor norteamericano Ernest Hemingway, ganador del Premio Nobel de Literatura, quien con su novela Fiesta popularizó los Sanfermines en todo el mundo.

Finalmente, se levantó de su asiento, entró en la cocina y tras dedicarles a las chicas un “que aproveche”, se dispuso a cocinar algo para él y para Beñat. Tras haber comido los cuatro, don Luis fregó toda la vasija y continuó con el resto de la cocina. Cuando estaba terminando, Beñat le preguntó:

-           ¿Por qué has hecho eso, papá? Nunca te había visto hacer ninguna tarea casera.

-           Oye, Beñat, ¿trabaja tu madre fuera de casa?

-           Claro, en la caja.

-           Y tu hermana, ¿no estudia igual que tú?

-           ¡Claro que sí! Y hasta mejores notas que yo saca.

-           Entonces, ¿por qué habrían de hacer ellas las tareas de casa y nosotros nada?

-           Ah, no sé. Porque son mujeres.

-           ¿Y eso te parece una razón? ¿Te parece justo?

Beñat se quedó callado unos segundos mirando a su padre cómo terminaba de fregar el suelo con la fregona. Mientras tanto, Marta y Amaia se habían sentado en el sofá y también estaban viendo la televisión. Escuchaban una explicación del cartel taurino para aquellas fiestas, de los toreros y las ganaderías que intervendrían. Al día siguiente, se correría el primer encierro. Amaia le comentó a su madre:

-           Cuando sea mayor, yo también voy a correr el encierro.

-           Sí, Amaia, pero cuando seas mayor. Ahora no. Ya tendrás tiempo de pensarlo y de prepararte porque correrlo no es ninguna tontería. El riesgo es mayor de lo que parece.

Beñat se acercó a su madre y a su hermana, y las besó a cada una en las mejillas. Entonces le dijo a su madre:

-           Mamá, yo también voy a ayudar en las tareas de casa.

-           Me parece muy bien, hijo -le contestó Marta. Y le dio un abrazo y un enorme beso en la frente-.