• 28 de Marzo del 2024
TGP

Movimientos inesperados

Brain / VSRao/Pixabay

 

Cuando esos pequeños destellos neurológicos se repiten sin cesar cuando menos lo esperamos, se vuelven incómodos

 

 

Luis Martín Quiñones

Los movimientos corporales involuntarios generalmente pasan desapercibidos. No sucede lo mismo cuando esos movimientos se originan en el rostro de quien los padece, de tal manera que un guiño puede pasar como parte de un cortejo o como un mensaje de complicidad. Un movimiento de hombro, un carraspeo, o un ademán sorpresivo suelen también ser pasados por alto. Pero cuando esos pequeños destellos neurológicos se repiten sin cesar cuando menos lo esperamos, se vuelven incómodos, y aquel guiño inocente y solitario puede convertirse en una propuesta incómoda y extraña.

A los quince años mis compañeros escolares percibieron una señal que parecía no tener un código social claro. Aunque los parpadeos súbitos me causaron gracia por las posibles conquistas involuntarias, un movimiento lateral de la mandíbula incesante y periódico arruinó mis sueños donjuanescos. Los movimientos se hicieron tan evidentes que las fotografías familiares fueron testigos de lo que muy pronto me fue revelado: tenía un tic. Y tendrían que pasar más de 35 años para darme cuenta que padecía una enfermedad.

Una inspiración profunda seguida de un suspenso largo -que en el lenguaje médico se le conoce como apnea-, que no podía controlar, me llevó a realizar un impecable auto diagnóstico:  tenía síndrome de Tourette.

El saber que es una enfermedad incurable y pensar que un pequeño grupo de neuronas descargan su energía sin ningún control voluntario, causó una larga reflexión sobre la temporalidad: estaba enfermo para siempre.

Sí bien la incomodidad va en proporción de la magnitud, cualquier enfermedad puede ser digna de misericordia. No obstante que mi padecimiento es inocuo para la vida, la molestia llega a ser en algunos momentos muy desagradable y preferiría no tenerlo. Es cuando pienso en los casos de personajes ilustres que aprendieron a sortear los embates de las enfermedades eternas. El escritor austriaco Thomas Bernhard aprendió a sobrevivir a las dificultades respiratorias que le imponía su pulmón enfermo. Con pasos calculados sujetó su cuerpo a una velocidad que le permitiera subsanar su falta de aire. Dostoyevski comprendió que la epilepsia heredada de su padre, lo acompañaría el resto de su vida. Beethoven aceptó el silencio impuesto por una enfermedad desconocida y quedó atrapado para siempre en una soledad musical. Vivaldi, que por algunas causas desconocidas nació con pulmones más pequeños, al igual que Thomas Bernhard, aprendió que los esfuerzos físicos no eran sus mejores amigos.

Ser célebre permite, a quien padece, ser digno de admiración y respeto por llevar a hombros tan pesada esclavitud. Sin embargo, el dolor lo padece igual el afamado que el ilustremente desconocido.

San Agustín decía que es malo sufrir, pero es bueno haber sufrido. A la larga las enfermedades nos dejan alguna lección en la vida, pero mientras se padece, el dolor, incomodidad o limitación física, parece no tener sentido. En mis meditaciones alguna vez cuestioné sí el síndrome de Tourette me hacía diferente o podría tener alguna ventaja, y me resultó grato saber que Mozart había padecido esta enfermedad, pero fue en vano creer que el prodigio venía incluido. Aunque pudiera obtener algunas conclusiones, dista mucho de poder dar la última pincelada a mi autorretrato final. Mientras tanto, las pócimas milagrosas palian los espasmos y permiten una relativa estancia agradable en la tierra.

Los movimientos involuntarios ya me han acompañado un buen trecho de mi vida, parecen estar muy cómodos en mi cuerpo y no se vislumbra algún remedio milagroso para ahuyentarlos. Algunas veces cambian de lugar recorriendo cada una de mis extremidades, y terminan su inefable recorrido con un suspiro para comenzar de nuevo.

Las contracciones frecuentes de la espalda pueden ser muy incómodas y dolorosas; los movimientos de hombros o de codo, ser socialmente peligrosos cuando encuentran el costado o el rostro de alguien que camine a mi lado; y las apneas causar alguno que otro asombro por no morir asfixiado.

He aprendido a vivir con los espasmos y suspiros, y con frecuencia me olvido de ellos, hasta que llega el momento en que un guiño, con algún mensaje indescifrable, genera una sonrisa que no podría ser, más que inesperada.