• 29 de Marzo del 2024
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13 de agosto 1521, el comienzo y el final de dos culturas

Códice Tudela / Wikimedia Commons

 

La herida para el pueblo mexica por la derrota sangró muchos años, era profunda, y la cicatriz tardó siglos en tomar forma

 

 Luis Martín Quiñones

 

“Mira sus obras: los acueductos monumentales, iglesias, caminos y la lujosa Ciudad de los Palacios”.

 Charles La Trobe (1801-1875)

El 13 de agosto de 1521 no había tenido tal vez ninguna importancia en la historia de México salvo para algunos curiosos e interesados por los pormenores nacionales. Pero a 500 años de la conquista, esta fecha no podría pasar desapercibida.

Surgen las pasiones desatadas y el desgarramiento de las vestiduras. Si se debe celebrar, conmemorar o dejar a un lado aquel día, son algunas de las opiniones que se asoman con un fervor inusitado.

La herida para el pueblo mexica por la derrota sangró muchos años, era profunda, y la cicatriz tardó siglos en tomar forma. Y como todo residuo del pasado, esa cicatriz dejó más que una huella en la historia: una identidad. Aunque los europeos trataron de enterrar su cultura y desaparecer todo vestigio, los restos históricos se resisten al tiempo y resurgen de las entrañas del pasado.

Los hallazgos arqueológicos han sido piedra fundamental en la reconstrucción de la cultura precolombina. En 1790 hicieron su aparición en escena la madre de Huitzilopochtli y la Piedra del Sol (calendario azteca), dos piezas elementales en la mitología y cosmogonía mexica. La Coatlicue (por cierto descubierta un 13 de agosto) fue alojada en la Real y Pontificia Universidad de México por orden del entonces virrey el segundo conde de Revillagigedo, y después olvidada y sepultada en un patio de dicha universidad a finales del siglo XIX. Por su parte, la Piedra del Sol encontró refugio en una de las paredes de la torre poniente de la Catedral Metropolitana.

La cultura indígena sobrevivió no obstante la fuerza avasallante de los conquistadores y evangelizadores. Una mixtura con el barro de las tradiciones mexicas y los cimientos nuevos de los europeos dio origen a lo que hoy conocemos como mexicanidad. Una identidad singular que hoy nos une a través del lenguaje, gastronomía, costumbres y un sincretismo que se manifiesta en nuestras fiestas, santorales, y que encuentra su mayor representación en el Día de muertos y con la veneración a la virgen de Guadalupe.

La pregunta en relación a la conmemoración sigue sin encontrar una respuesta que satisfaga a todos. Tener la osadía en este texto de proponer a Hernán Cortés como el padre de la patria podría encender la hoguera y el autor ser merecedor de una lapidación unánime; pensar que el pasado indígena fue mejor, merecería críticas merecidas; llegar a una sindéresis, sería lo ideal, pero difícil de alcanzar.

Cortés fue un conquistador singular y su personalidad tiene aristas muy complejas, y no nos cabe duda que actuó como lo hiciera cualquier invasor: fue ambicioso, astuto, inteligente, pero sobre todo, un político que supo muy bien mover los hilos de los intereses de las altas esferas del poder e intuyó el descontento de los pueblos sometidos por los mexicas. También fue implacable con sus decisiones, que aún reciben las más acerbas críticas. No obstante, es el conquistador que triunfó y nos trajo, como dijera Neruda: la palabra, el oro de la lengua española.

En el extremo opuesto tenemos la derrota indígena que incluye a los que apoyaron a Hernán Cortés en su aventura. Tarde o temprano todos los pueblos fueron sometidos y evangelizados. Tras la conquista y la dolorosa caída de Tenochtitlan, todos los pueblos de lo que sería la Nueva España, sufrieron el calvario de los conquistadores. Lamentablemente el rezago fue arrastrándose siglo tras siglo hasta nuestros días en que las diferencias sociales son extremas. Los indígenas, hasta el día de hoy, siguen marginados y cargando en sus hombros el lastre injusto de la discriminación.

Hoy se trata de engrandecer el pasado indígena con una narrativa que va más hacia lo retórico, sobre todo si de política se trata. Los discursos grandilocuentes y estrambóticos solo pretenden endulzar los oídos sin llegar a propuestas concretas.

Hoy, en la plancha del Zócalo se pretende engrandecer parte de nuestro pasado, sin embargo, la mejor forma de celebrarlo sería reconocer los derechos y mejorar la calidad de vida de los pueblos originarios, así como respetar sus expresiones culturales y lingüísticas.

1521 fue el comienzo y el final de dos culturas. Aquel día ha quedado como la cicatriz que a veces incomoda, pero vista con orgullo por haber dejado una huella formidable, excepcional; un mar de expresiones artísticas, arquitectónicas, un heterogéneo pueblo unido por quinientos años de historia en común. Aquel 13 de agosto, aunque suene extraño, comenzó el andar de lo que hoy conocemos como México.