• 18 de Abril del 2024

El poeta y sus amores imposibles

Ramón López Velarde / Facebook/ISSSTE

 

Por los rieles viaja e imagina, suspira inhalando el aire que con su humedad evoca algunos labios y los sabores de unos besos angustiados por una despedida impostergable

 

 

Soñé que la ciudad estaba dentro

del más bien muerto de los mares muertos

era una madrugada del invierno

y lloviznaban gotas de silencio

 

No más señal viviente, que los ecos

de una llamada a misa, en el misterio

de una capilla oceánica a lo lejos

 

De súbito me sales al encuentro,

resucitada y con tus guantes negros.

 

Ramón López Velarde (fragmento del poema El sueño de los guantes negros, póstumo, 1921)

La creación, la poesía, necesita de la incertidumbre, de los días aciagos y la resequedad del alma que aun, en su agonía, extrae los jugos del corazón. El trasiego sentimental suele ser el meandro que fertiliza la imaginación y crea la melodía de fondo donde levitan las historias en silencio.

Ramón López Velarde no sólo deambuló por las calles de la capital mexicana, también lo hizo por un periplo de amores y desamores que lo acompañaron en su breve pero apasionada vida. En ese viaje apresó las mieles y las amarguras, requisito vital de un enamorado incansable, quien no concebía la vida sin el riesgo de los desaires femeninos.

En su jardín poético cosechó los versos de sus musas, la prosa de cauces profundos y disímbolos donde navegan los misterios, los autoengaños, las desesperanzas. Con la alquimia de sus letras creó una bebida sabrosa que degustaba en aquellas tardes aturdidas solo por el tiempo.

En su viaje incansable, los paisajes invadidos por su mirada eran el horizonte donde sus pensamientos premonitorios de sus versos cincelaban los recuerdos hasta dar forma a los   besos furtivos, a la caricia imprevista, el roce de unas manos; tal vez esculpía la apetitosa y ansiosa carne de su amada. Seguramente, en alguna mañana aún no llena de disturbios, escuchaba los gritos de sucesos nuevos, las conversaciones y los arrullos melodiosos de unas aves.  

Por los rieles viaja e imagina, suspira inhalando el aire que con su humedad evoca algunos labios y los sabores de unos besos angustiados por una despedida impostergable. Aún no terminado el cruce de las calles, deambula con su color negro inmutable hasta llegar al reposo de algún parque, tal vez una alameda que con sus cantos recuerda la música de las palabras, de los dulces cantos de sirenas enamoradas que arrullaron sus oídos sin resabios.

Sin dudar reposa su espíritu en la oscuridad de algún templo de ángeles barrocos, donde percibe la sonrisa de esos seres protectores a quienes les confiesa en secreto sus desconciertos, pero también sus indudables y certeras pasiones. Agradece al Creador sus soledades, los encantos perdidos y evoca una plegaria a sus recuerdos.

Ya en la noche y con el reposo del trasiego, escucha su propia voz, que indecisa, repite los nombres de amores antiguos. Una mirada viaja en la distancia para acariciar sus pensamientos que plasma en versos, en inconmensurables líneas, que, sin saberlo, cruzan los pasos del tiempo. Y en un resquicio de su sueño, balbucea los nombres, Josefina, María, Margarita, y evoca aquellos ojos inusitados de sulfato de cobre.

Por la mañana un pregón lejano lo despierta con su eco. La realidad se asoma con la luz del día y recuerda la brevedad del hombre, y sabe que la muerte viste con unos guantes negros. Escribe en versos sus temores, sonríe, recuerda sus amores imposibles y, con su silueta oscura, inmutable, se pierde y recoge sus pasos por el último camino que lo conducirá hacia la posteridad.