• 20 de Abril del 2024

Ceder el asiento

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Suelo disfrutar el transporte público ya sea para ir al trabajo o cuando el usar el automóvil para llegar a algún sitio complicado de la ciudad, sería una locura. Además, al hacerlo, me alimento de la cotidianidad, del diario trajinar que para muchos significa trasladarse a su trabajo, su escuela o algún lugar desconocido en la inmensa Ciudad de México.

 

Es inevitable ser un chismoso involuntario. En transportes como el Metro es imposible no escuchar las conversaciones entre amigos, parejas, personas que encuentran una catarsis al expresarse libremente sin importar lo que piense el de al lado. Los diálogos fluyen entre apretujones, frenones repentinos, y entre miradas llenas de curiosidad y cansancio.

Admiro a las personas que van con toda la esperanza por delante ataviados con mercancías que transportan a no sé qué lugares, tiendas, plazas o banquetas quizás, y poder ofrecer sus productos. A veces,  la carga puede ser tan voluminosa como el transportar a la espalda envases de plástico para el reciclaje; y una montaña inmensa oculta la cabeza del hombre que la sostiene con un estoicismo que resulta inexplicable.

En mis años de juventud y de estudiante traté siempre de ser caballero, cederle el lugar a una dama o persona de edad. Y debo de confesar que cuando el cansancio me dominaba, un pequeño sentido de culpabilidad me invadía el no dejar el asiento. Hoy en día se respetan más los lugares destinados a personas con discapacidad, niños, mujeres, y también a hombres mayores.

Recuerdo aquellos años en el que la lucha por los lugares en el Metro propiciaba conductas tan extrañas pero divertidas como el que alguna señora apartara un lugar aventando su bolsa. Pero lo que ocurría después era aún más asombroso: el lugar era respetado. Hoy en día esa práctica está en desuso: la bolsa sale volando.

Los años pasan y las posiciones se contraponen. Alguna vez alguien me cedió el lugar porque ya se iban a bajar, o porque simplemente querían ir parados. Hoy cuando viajo sobre todo en Metro, si las caminatas y transbordos son tan largos como para necesitar un descamando ocasional, procuro ocupar un asiento disponible.

Hace unos días mi cansancio era tan grande que  tal vez era muy evidente. Me esperaba un largo trayecto pero sabía que, por la hora, no encontraría lugar  así que ni me proponía encontrarlo. Cuando se abrieron las puertas entré y un lugar estaba disponible. Pero un joven de quizás, veintitantos años muy cercano al asiento me vio, y con un gesto de amabilidad, me cedió el lugar. Era la  primera vez que me sucedía, era la primera vez que sentía que ese lugar estaría bien si yo lo ocupara. Agradecí, me senté, y un pensamiento fue inevitable: el tiempo no se detiene, siempre hay un lugar esperándonos.