• 19 de Abril del 2024

Atahualpa Yupanqui, el canto de la sangre

El cantor que hizo vibrar América Latina y Europa, guitarra en mano la voz recóndita, ininteligible en palabras

Aldo Fulcanelli

 

 

La cámara realiza un close up del rostro de indiano incrédulo, la expresión, parece gritar entre las líneas profundas de sus arrugas un cuento agridulce de exilio, persecución y canto. Se trata de Héctor Roberto Chavero (1908-1992), conocido en el reino del arte como Atahualpa Yupanqui.

Mientras el entrevistador, intenta afanosamente demostrar que sabe todo acerca del cantautor argentino, éste le mira casi de soslayo, denunciando al interior de su mirada de viejo indómito, el brillo de un llanto contenido, un alarido que se convierte en poesía llevando tras de sí el compás de la guitarra, amiga, compañera, confidente.

El cantor que hizo vibrar América Latina y Europa, guitarra en mano la voz recóndita, ininteligible en palabras que no hayan sido las propias. Aquella voz que bajó y ascendió a través de su cuerpo de viejo roble, para elevar a grado de epopeya el andar de los arrieros a través de las provincias de Argentina, acompañados por un cielo redentor; y el aire errabundo que persigue a los que solo les fue otorgada la gracia de sembrar la tierra ajena. A los desheredados, cuyo único privilegio es el de palpar el calor de esa misma tierra con los pies desnudos.

Se rompe el ritmo ortodoxo de una entrevista que mucho tiene de interrogatorio, cuando el propio Atahualpa, habla de haber nacido en el campo, su rostro se transforma en el de un niño sonriente cuando afirma: “nací en el mes de enero, soy del signo de acuario, llovía enormemente, nací en el campo de la cruz”.

Confiesa que su padre era ferrocarrilero, y que conocedor de los caballos como fue, desempeñaba un oficio alterno de amansador de potros para sobrevivir. Épico, cuando habla de “las noches que se roban la tarde, entonces el cielo se tiñe de estrellas que se reflejan en las espuelas de los jinetes”, comenta casi con frenesí que el Gaucho, ese habitante de las llanuras, al igual que el centauro, se vuelve uno con su caballo: “dicen que el hombre de a pie, solo es la mitad de un Gaucho”.

Aparece Atahualpa Yupanqui, tocando la guitarra como un preámbulo, después, interrumpe solo para explicar el origen de la canción “Duerme negrito”, dice que es una canción extraída de entre la frontera de Venezuela y Colombia, confiesa que no es de su autoría, que se la escuchó cantar a una mujer de color y que, desde entonces, la ha hecho suya al llevarla por el mundo.

Una vieja canción de la negritud que exalta rítmicamente, la miseria de una madre que deja a su hijo encargado cada día, para irse a trabajar en los cafetales. En otra actuación rescatada de las añoranzas que el video retrotrae, Atahualpa interpreta “El Alazán”, pero antes, con su estilo tan puro explica la canción, la historia de un amado caballo que muere al caer en un abismo.

Con la nostalgia a cuestas, Atahualpa canta desde el alma, también, desde los dedos quebrados por el peronismo que le persiguió por su filiación comunista. Canta con la voz ronca del exilio que las dictaduras le convidaron, canta con la mirada colgante de un juglar, que lleva el folclor por los rincones del mundo, transmutando en nobleza el agrio rumor de la barbarie.

Sus letras dan cuenta de las cumbres y ríos, los senderos, las palomas que esperan a su compañero para ir al nido con la última luz de la tarde. Mira el maestro su guitarra, como si las cuerdas lo hubieran parido, desde los dedos que ahora son ganchos afilados que confrontan al silencio, narra con acordes la historia de los desheredados de América, los cegadores del maíz, los que colectan los frutos, aquellos que siembran la parcela negando con sus canciones; el dolor que provoca el yugo.

Sus notas dan cuenta de un mundo donde la opresión construye un dolor ciego, un dolor que se convierte en el furor de un canto peregrino:

Le tengo rabia al silencio

por todo lo que perdí

Que no se quede callado

Quien quiera vivir feliz.

Un día monté a caballo,

Y en la selva me metí,

Y sentí que un gran silencio

Crecía dentro de mí.

Hay silencio en mi guitarra

Cuando canto el yaraví,

Y lo mejor de mi canto

Se queda dentro de mí.

Atahualpa Yupanqui, fue el poeta que, en su incansable andanza por el mundo, exaltó la entraña viva de los pueblos de Latinoamérica, dotando de voz a los elementos, abrazado a la guitarra con la que deambuló como un gitano, para confrontar a un mundo hostil desde la dulzura de su arte.

Transmitió la doliente amargura de los jornaleros, condenados a padecer la maldición de la miseria, y cuyas preguntas sobre la misericordia de Dios, parecen siempre devueltas en un eco que arrastra los rumores de la frustración.

Un día yo pregunté:

Abuelo, dónde está Dios.

Mi abuelo se puso triste,

y nada me respondió.

Mi abuelo murió en los campos,

sin rezo ni confesión.

Y lo enterraron los indios,

flauta de caña y tambor.

Al tiempo yo pregunté:

¿Padre, qué sabes de Dios?

Mi padre se puso serio

y nada me respondió.

Mi padre murió en la mina

sin doctor ni protección.

¡Color de sangre minera

tiene el oro del patrón!

Como si presintiera su muerte, Atahualpa Yupanqui, apareció un día en el monte resguardado por un árbol, al fondo, un caballo le miraba como si entendiera la pureza de su voz. Las nubes de la Pampa Argentina, se abrieron diligentes para escuchar al juglar que demostró que la música, las palabras; se encuentran por encima de los idiomas, que no hay fronteras para el sentimiento.

Lo que dentra a la cabeza

De la cabeza se va

Lo que dentra al corazón

Se queda y no se va más

Tú quieres saber por qué

Escúchalo bien, escúchalo bien:

Al corazón sólo dentra la pura verdad

¡Que al corazón solo dentra la pura verdad!

Cuando tengáis una pena,

Cuando tengáis un dolor,

Si son cosas verdaderas

Llegarán al corazón

¿Tú quieres saber por qué?

Escúchalo bien

Que al corazón solo dentra la pura verdad,

Palabrita 'i Dios, la pura verdad.