• 28 de Marzo del 2024
TGP

Cinco obras vitales

 Los instrumentos de viento aunados a las percusiones, estallan en la Quinta Sinfonía, enmarcando el triunfo de la fe

 

 

Aldo Fulcanelli

 

Indudablemente, la música es una extensión más de la vida. Una expresión continua de sentimientos revelados al interior de una sucesión de notas; ellas nos conducen desde el placer mismo de escuchar, a la catarsis absoluta. La idea de concebir a las creaciones musicales como solo un reflejo de la belleza, de la mano de la estética, se modificó tras la llegada del Romanticismo; hubo licencia ya para transmitir las más diversas emociones del alma. El amor, la angustia infinita, el desasosiego, pero también la fe, pudieron manifestarse sin temor, y así lo comprendieron los autores que comenzaron a hacer de la música un auténtico acto de fe.

Sin lugar a dudas la Novena Sinfonía Coral, de Beethoven (1770-1827), exalta lo anterior. Más allá de las innovaciones relacionadas a la percusión, y la propia introducción del elemento coral, la Novena Sinfonía quebrantó la rígida estructura del clasicismo musical, para dar paso a una emotividad sinfín; que estalla prácticamente en el último Movimiento. Basada en un texto del poeta Friedrich Schiller (1759-1805), la obra de Beethoven exalta la alegría de vivir, así como el advenimiento de la fe que a través de la música (un regalo del creador), serán los elementos que unifiquen a la especie humana. La Novena Sinfonía, sintetiza el genio del querido Beethoven, quien, a la manera de un moderno Prometeo, entregó el fuego sagrado a la humanidad, muy a pesar del tremendo martirio de su vida. Si sobreponerse por el amor a la creación, al destino cruel manifestado por la sordera total, no es un acto de fe, yo me pregunto; ¿Entonces qué es la fe?

Espacio aparte merece la Sexta Sinfonía, de Chaikovski (1840-1893), llamada “Patética”. Se trata probablemente de la continuación de la Quinta Sinfonía, misma que sintetiza en su Cuarto Movimiento; la capacidad humana de sobreponerse ante un destino implacable. Los instrumentos de viento aunados a las percusiones, estallan en la Quinta Sinfonía, enmarcando el triunfo de la fe. Pero la Sexta Sinfonía, definitivamente, no conserva esa misma visión. El nombre de “Patética” deriva del vocablo griego “Pathos”, una manera profunda de describir la existencia a través de uno de los síntomas más humanos; el dolor mismo. La Sexta Sinfonía, traslada a los instrumentos las dudas existenciales sobre la vida y la muerte. Son estas mismas las que permiten que nos preguntemos una y otra vez; ¿Por qué nacemos y morimos? ¿Cuánto dolor es posible? Cuando todo pareciera sobreponerse levemente, tras el paso de las delicadas cadencias, el momento ineludible llega. El Adagio Lamentoso representa la desolación del último aliento. La batalla final entre la vida y la muerte, alcanza el punto más álgido en las palpitaciones de un ser que agoniza. Los instrumentos hacen las veces de un corazón, que, en sus últimos latidos se despide lentamente; inicia entonces el misterio de la muerte.

Si hubo un autor que supo trasladar la recuperación emocional a la partitura de manera grandilocuente, ese fue Serguéi Rajmáninov (1873-1943). Su Concierto Número Dos para Piano y Orquesta, es una de las más acabadas y bellas muestras de la capacidad humana para emerger de las tinieblas. Luego de algún fracaso, el compositor ruso se sumergió en la mortal depresión que le arranco de la música, y de las ganas de vivir. Tuvo entonces que someterse a la terapia que el doctor Nikolái Dahl le brindó, logrando el experto en neurología, a base de tratamiento, arrebatar de las profundidades de la depresión al músico que, curado finalmente, compuso el concierto con dedicatoria al médico. El resultado fue más que brillante. El concierto pasa de la angustia al desbordamiento más bello del que se tenga memoria en un adagio, para instalarse en un Tercer Movimiento que repite incesantemente una melodía triunfal: la inspiración tocó a la puerta del músico convertido en héroe nuevamente, entregándole los laureles de la inmortalidad. El Concierto Número Dos, es tan poderoso, que toda la obra posterior de Rajmáninov, se convierte de algún modo en una paráfrasis de este, muy genialmente desarrollada por cierto.

Nadie como Gustav Mahler (1860-1911), para demostrar con música, el origen sagrado de la vida. El genio era un hombre de fe, así lo expresó en la Sinfonía Número Dos, llamada: “Resurrección”. Con aires poéticos el autor avanzó del sentir funerario, hasta alcanzar la emotividad in crescendo, junto a los instrumentos, vigorosamente. La profunda reflexión se transforma en misticismo, cuando las campanas, las arpas y los coros, ratifican el acto de fe de Mahler: “Moriré para vivir” (¡Sterben werd’ ich, um zu leben!) la música, dispuesta de un modo magistral, se convierte en el punto más ascendente de la narrativa romántica elevada a su sinfónica potencia. Si Chaikovski lloró por el destino humano, entregándose al suplicio de sus terribles cavilaciones, Mahler desestimó el triunfo de la oscuridad, privilegiando la fe, de ahí que la Sinfonía se denomine “Resurrección”.

Otro grande, Maurice Ravel (1875-1937), lograría centrar sus fuerzas en lo que podría llamarse un anti-homenaje. Ravel, brillante orquestador, eludió en “La Valse”, poema coreográfico, la exaltación “bonita” y rutilante del vals propiamente dicho, para enmarcar su propio cuadro (expresionista), su particular versión del vals que emerge de lo estético a la total distorsión, muy al estilo del siglo XX.  Al escuchar “La Valse”, el rostro de Johann Strauss, dilecto compositor, pareciera irse deformando hasta convertirse en una faz primitiva y desencajada, que manifiesta el horror de la posguerra. El propósito de Ravel se cumplió; llevar a la música la brutalidad de una especie humana incapaz de recapitular. La narrativa orquestal de la obra, brilla por los trazos que se antojan extraídos de alguna obra cubista. Los motivos de Ravel, son destacados en verdad en esta obra, donde lo bello ha sido sustituido por una grandilocuente violencia, que pareciera ir asfixiando al   escucha. Los instrumentos también parecen estar en guerra, enfrentándose unos a los otros en un mar infinito de disonancias, hasta abordar un tour de force que estalla ante la llegada del soberbio finale.

Las obras musicales anteriormente citadas, son solamente un breve ejemplo de cómo la vida influye en la música, y de cómo, al mismo tiempo, la música devuelve con sonidos su versión del mundo y de las cosas. La vida y la muerte, el destino manifiesto, el ser y la nada, están presentes en las obras a la manera en que lo describiera el poeta Luis Cardoza y Aragón: “para alejar fantasmas, para alejar fantasmas, áureo coro erigimos muy animadamente…como a los pies de Eva la manzana divina, para acercar fantasmas enamoradamente”.