• 19 de Abril del 2024

Aries 5432 (Novela por entregas) (I)

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Esta historia pudo haber sucedido y por lo mismo puede repetirse. Los nombres de los protagonistas han sido cambiados para proteger su integridad, es decir, el de uno se le puso al otro y el de la otra se intercambió con el de la una. Léase y destrúyase para evitar el uso del texto como evidencia de lo que sea.

 

El éxodo

(Parte I)

Todo augurio es el umbral de una sentencia. A Reyes Padilla le aseguraron que en lugar de en líquido amniótico lo habían parido en un caldo de aceitunas, y eso bastó para empañarle el porvenir.

      Yo lo conocí en modo circunstancial. El periódico que dirigía el licenciado Luna me enviaba a cubrir una manifestación más de los de la 28 de Octubre, quienes para la ocasión se daban a la tarea de paralizar el tránsito en los cruceros más importantes de la ciudad. Su líder fundador se encontraba ya muy vapuleado por los encontronazos de la ideología y se consideraba oportuno trasladarlo a un hospital. Así lo señalaba el parte médico que el abogado defensor circulaba con disciplina notarial a través de varias publicaciones locales. Y es que el encierro y la humedad habían afectado seriamente la salud del prócer dejándolo flaco, ojeroso, cansado y sin ilusiones. No era ningún secreto que debatiéndose entre el cuarto de hora y las uvas, tras las rejas del penal de San Miguelito, durante años había esperado la conmutación de la pena por el arresto domiciliario. En los pendones que ilustraban las demandas, el semblante amarillo pétreo del privado de libertad se desdibujaba para confirmar su paso franco a la rendición de cuentas con el creador.

Los pormenores corrían a toda velocidad en las redes sociales apuntándole a una movilización más nutrida, lástima que a pocos metros de alcanzar mi destino recibiera una llamada del periódico con contraórdenes de ir a presenciar el desalojo de una vieja casona en pleno centro histórico, una noticia que por anodina hubiera preferido dejar pasar de largo. A esas alturas del partido nadie me sacaba de la cabeza que lo de la Unión Popular de Vendedores Ambulantes perfilaba para un titular más vistoso. Los lanzamientos en el primer cuadro de la ciudad se habían convertido en el pan nuestro de cada día por estar de moda la construcción de hoteles denominados “butic”, pero quién habría de decirme que mediante la intervención de circunstancia y azar se me iba a desvelar una historia que resultó un garbanzo de a libra.

      Cruzar la calle Reforma era cosa de vida o muerte y por primera vez me pareció una ventaja significativa ser de los de a pie. A puro codazo logré irrumpir en una marabunta frenética sobre la que caían toda clase de proyectiles acompañados con mentadas de madre. El sol de la mañana escurría sobre las paredes de piedra cual víbora ceremonial y un vaporcillo húmedo brotaba de las alcantarillas anunciando que en lo más austero de las profundidades la ciudad resollaba sin prisa. Los antiguos edificios se iban transformando en complejos de departamentos del tamaño de un cubo y hotelitos de estilo europeo, dando paso a la tan temida gentrificación. En cosa de nada, ese nuevo estilo de vida destinado a las clases sociales con mayor poder adquisitivo, pues el desembolso por vivir allí supone tarifas imposibles de reproducir en voz alta, no solo afectaría al espacio físico de los primeros cuadros sino también a la conformación poblacional. Muy pronto el centro histórico sería ocupado por los Hidalgos del siglo XXI produciendo una diáspora brutal entre los parroquianos de toda la vida.

      Llegué al lugar de los hechos justo a tiempo para conocer de primera mano el meollo del asunto. A las puertas del inmueble de marras, palos y brazos se alzaban abriendo brecha entre un desmadre de vecinos, metiches y uniformados de varias dependencias gubernamentales que se disputaban, además de la palabra, las tortas y botellas de agua “Manantial”, cortesía del gober en turno. La población era cuantiosa y entre los congregados pude identificar a unos cuatro con gafete del gremio, un locutor de radio que ya estaba mereciendo unas de milanesa medio envueltas en papel de estraza, y un caricaturista amateur con sombrero tejano. También había un par de los que ahora se hacen llamar frilancers y por lo mismo no ostentan ninguna credencial. Debe ser emocionante no tener a quien rendirle cuentas ─pensé─ y luego recordé las bondades de la cafetera comunitaria que escupe treinta y dos segundos de crema de leche para beneplácito de los reclusos de la redacción.

      El caricaturista se descubrió la cabeza cortésmente y se me acercó para intercambiar impresiones antes de pasarme su tarjeta por si sabía de una vacante. Me le quedé viendo, luego vi la escena y se me ocurrió que, aunque no se estila en este género informativo, hubiera quedado bien descargarle un sauntrac a la crónica, por ejemplo, el del décimo aniversario de la Banda MS, juzgue usted. Los allí reunidos no lograban ponerse de acuerdo en si quitar primero puertas y ventanas para reciclar los materiales todavía en buen estado, o clausurar el pozo clandestino del segundo patio, meter trascabo y arrear parejo. Opinaban de un lado y otro sin ejecutar acción alguna y, es que ─supe enseguida─ algo más les impedía poner manos a la obra. Un residente de nombre Reyes Padilla se encontraba aún atrincherado en traje de carácter, o sea en calzones, tendido con las piernas sobre el descansabrazo del único sillón de su vivienda.

      A la espera del guapo que se atreviera a sacarlo de camachito ─según él mismo me relató después─ se bebía un café negro en la comodidad de su hogar con el único propósito de ganarle tiempo al tiempo. Muy pocas eran sus opciones ante los inesperados acontecimientos; tal vez vestirse y salir a recoger la cuota con los ambulantes de la calle 5 de Mayo que tenía a su cargo, aparecer en el patio para mentarle la madre a los cabrones de Protección Civil, o sacar fuerzas de flaqueza y fajarse con el bombero del siete, quien como veremos más adelante, ya se la tenía cantada. En ese momento el menor de sus problemas era la retroexcavadora con que estaban a punto de derruir el caserón donde ocupaba la accesoria número cinco, ya con daños severos en la estructura luego del último temblor de importancia. No, el asunto de los posibles riesgos a Padilla andaba valiéndole prácticamente madres, pues la angustia le tenía sorbido el seso por otros escabrosos motivos.

      Sobrellevaba un prolongado ayuno de quince horas y por lo mismo, aunque sin saberlo, experimentaba contracciones del tracto digestivo que cualquier niño de pecho hubiera podido diagnosticar como el síntoma de un hambre atroz. Nuestro personaje atribuía su malestar a un entripado bilioso que sufriera algo más temprano por el extravío de unos cachitos para el Sorteo Zodiaco del 20 de julio, que hasta poco antes del zafarrancho andaba trayendo en el bolsillo trasero del pantalón. Sabía perfectamente dónde y cuándo los había perdido de vista y mientras encuadraba una estrategia para recuperarlos en medio del desalojo, permanecía inmóvil dentro de su vivienda echando a volar la imaginación. Sorbía de la taza echando la cabeza hacia atrás para que el líquido resbalara sin escurrirle por las comisuras de la boca, cuando un estruendo medianamente gacho le obligó a incorporarse a escupir el caldo. Un golpe seco, seguido de un lamento largo y terroso, se escuchó en las inmediaciones del primer patio.

      Corrió a asomarse por el agujero del cristal estrellado de la puerta, desde donde pudo ver a dos uniformados del Hache Ayuntamiento arrastrar una manguera tan grande como una mazacuata de cola roja. El enorme reptil iba llevándose a su paso piedras y tierra suelta, clavos, juguetes, basura, lombrices y colillas de cigarro que ya compenetrados en una misma partitura le arrancaban al suelo ese quejido polvoriento. Entonces sufrió otro calambre abdominal y las partes bajas se le retrajeron como si su cuerpo hubiera adquirido una reciente habilidad para anticipar el peligro, o así lo registró sin sospechar que lo cierto era que Evelia, “la Mamirrica”, le había colaborado con un chancro de órdago. Aquello no solo le estaba punzando, los instrumentos de la procreación le ardían como si le cauterizaran el escroto a fuego lento.

─ ¡Óyeme bien, Padilla, hijo de la chingada! ¡Si no sales a la de tres, voy y te saco de los huevos!

      Los gritos del bombero del siete se hicieron acompañar de un par de patines dirigidos a la puerta de lámina acanalada. Ese estrépito propagó el terror del ultimátum en los inmuebles vecinos: “evos, evos, evos”… y el eco devolvió la amenaza, multiplicándola a través de corredores y puertas abiertas, en lo que Padilla se cubría los mencionados con ambas manos y elevaba los ojos al cielo en busca del buen Dios. Un milagro, Diosito. ¿No es ese tu oficio?, rogó sin sospechar que El Supremo andaba en menesteres de mayor envergadura y por ahora lo tenía como en suspensión temporal.

      Sobre la cabeza del bombero, más allá del cristal estrellado de la puerta, Padilla vio ondear un tendedero en el patio. El viento lo mecía igual que todas las mañanas anteriores a esa, solo que en esta triste ocasión, las tangas rojas de la Mamirrica no se columpiaban airosas entre los mecates.

      La doña del tragahumo se había dedicado a darle entrada a nuestro personaje desde principio de año, y si él accedió a meter las manos en la manufactura de los tamales de chivo ─me explicó─ fue nomás en consecuencia a que ella no dejaba de pasearle los calzones convidándolo a un examen más puntual. Pronto se habían hecho a la costumbre de tomar juntos el desayuno en la vivienda número siete, apenas unos minutos después de que ella colgara el salvoconducto en el mecate del patio en señal de que el cornudo había salido a cumplir sus heroicos deberes con la humanidad, para luego gozarse entre unas sábanas de poliéster azul, todavía tibias, y dar cuenta de los víveres auspiciados por el ausente, incluida la botella de ron que acompañaba sus retozos postcoitales. Que ella tuviera marido ─aseguraba orondo─ le resultaba una cosa de lo más conveniente. Desde muy niño había tenido oportunidad de comprobar que todas las viejas padecen de una lasitud intrapiernosa de la que ni su propia madre quedaba exenta, y eso le daba el pretexto perfecto para guarecerse ante cualquier tipo de compromiso.

      Clavado en la jugosa imagen de la que oreaba sus chones, Padilla se sobaba con el anular de la diestra la cicatriz oblonga que tenía en la ceja del mismo lado, una marca en forma de azotador que le dejara uno de los muchos zapatazos de Felícitas Benítez, su antedicha madre. En el cristal estrellado de la puerta se reflejaban sus veintinueve años con catorce días y algunos minutos, pero no era verse la jeta lo que lo instaba a mantener la vista fija en esa dirección, sino el voladero de cachivaches sobre el torton de “Mudanzas Chavela” que habían estacionado a las puertas del inmueble para darle trámite al desalojo. Los vecinos se afanaban en el sacadero de pertenencias anunciándole que hacer lo propio era el paso a seguir, nomás que Padilla, totalmente escéptico en lo concerniente al amor, en ámbitos administrativos sentía una romántica debilidad por los finales felices. Algo en su fuero interno le auguraba que los de Protección Civil se iban a retractar en el último minuto.

      Volvió a echarse en el sillón mientras el ruido proveniente del patio acompasaba el gruñir de sus entrañas. Se le había enfriado el café, porque le daba hueva incorporar la cabeza para beber, y se entretenía examinándose a la distancia los pies desnudos, un par de memelas de tamaño asimétrico con la piel más clara que el resto del cuerpo y los dedos cubiertos de pelambre. La madre naturaleza lo había equipado con un instrumento magnífico que lo convirtió en amante dotado y enjundioso, pero en contraparte le procuró como castigo una desgracia congénita aprovechada por propios y ajenos para magnificar su condición de hombre maldito. Tenía el pie izquierdo un centímetro más largo que el otro, y esta malformación de origen había dado pie (nunca mejor ejemplificado) a que la Chata, su abuela paterna, se agarrara de ahí para machacarle lo de la salobre circunstancia acontecida el mero día de su nacimiento. Que estaba más salado que un chito en mole, le decía a propósito de cualquier cosa, y que ningún sortilegio habría de enderezarle esa suerte perra.

 

Fue el último en dejar la accesoria, detrás de los otros cuarenta y tres inquilinos que abandonaron en fila india la denominada “Ca’del diablo”, propiedad perteneciente en sus orígenes a un conde aficionado al desenfreno con la gleba del servicio. Los hasta entonces actuales habitantes aseguraban que sobre el inmueble se cernía una fea maldición por los muchos pecados de concupiscencia allí cometidos, y puede que sí, ya que por única ocasión (excluyendo al SAT) vi a los del gobierno cumplir su palabra. Los ejecutantes procedieron al desalojo sirviéndose de un contingente de encamisados color caqui en tanto el desconcierto de los vecinos que emprendían el éxodo, hipnotizados por el ruido del motor de una pipa que drenaba el agua del pozo clandestino, era mayor al de las ratas que salieron de Hamelín. Padilla se colocó a la retaguardia. Lo habían sacado no de camachito, como él pensaba, sino a punta de tolete y acarreando el café ya frío dentro de la taza que le sirvió de asidero. Tras él venía corriendo el Connan, hijo menor de la portera, que se había demorado buscando una camionetita de redilas color olivo, medio de transporte de sus luchadores de plástico, Abismo Negro y Adonis Salazar.

     El chamaco de nueve años era lo más parecido a un amigo en la vida de Reyes Padilla. Con él se juntaba en el traspatio, de fijo martes y jueves, para representar los encontronazos del Abismo y el Adonis en un cuadrilátero hecho con palos de paleta.

─ Llévate al Negro, si quieres ─le dijo el Connan a su otrora compañero de aventuras.

El chavito estiró el brazo para entregarle a Padilla un mini héroe con las botitas mordisqueadas y el calzón a medio despintar.

─ ¿Cómo crees, cuate?, ¿qué tal si no me vuelves a ver?

─ Pus, aí nomás consíguele pareja ─apuntó con los ojos puestos en una hilera de hormigas que transportaban una miga de pan.

      El agua que se acumuló en los ojos del enano me hizo tragar gordo. Era la despedida. El aciago minuto en que se abre una bifurcación, los cuerpos se separan, y a chingar a su madre los pastores.

Continuará…