Juan Norberto Lerma
El monstruo del Lago Ness existe. Lo sé, porque de alguna forma mi circunstancia y yo mismo somos su prueba y su testigo. Las fotografías que se conocen de él llegaron a mis manos mucho después de mi descubrimiento y ahora sólo me producen risa.
Me gustaría explicar su existencia con un texto apropiadamente científico, quisiera convocar números y teorías sólidas, pero mis capacidades no dan para mucho en ese sentido. En cambio, considero que tengo más posibilidades de demostrar la verdad de lo que digo, si llevo la cuestión al terreno de la descripción. Ahí por lo menos me siento menos limitado. En todo caso, lo que voy a probar no es una cuestión de fe; en su momento, todos tendrán la posibilidad de contemplarlo.
El monstruo (así, sin el absurdo y comercial nombre de Nessie) es sólo una bestia ajena por completo a la vida cotidiana, pero que sin embargo mantiene su pata prehistórica detrás de la puerta en que nos movemos todos los días. Desde luego no es un animal que pueda ser fotografiado, en realidad es un vestigio más de los rasgos que le son comunes a la especie humana, charcas volcánicas, burbujas en el lodo de un pantano, destellos de fiera en la cara, pasos resonando en la caverna que, de cuando en cuando, y bajo determinadas condiciones, una por una o todas juntas, se asoman a la superficie.
Mentiría si dijera que mi encuentro con él fue agradable, ni siquiera lo haría sólo para fascinar a la audiencia y atraer a los niños.
La primera vez, lo vi en la orilla norte del lago. Comenzaba a oscurecer y las nubes casi tocaban la tierra, pero decidí cruzar a pie por el castillo. Es posible que me haya tropezado con un par de personas conocidas, pero no les hice caso porque mi mente estaba embebida en las columnas de niebla que aquí y allá surgían entre los abetos y los serbales. Esperaba llegar a Drumnadrochit antes de que oscureciera. Sin saber por qué, me volví para mirar el fuerte y una torre del castillo, sus bordes dentados me parecieron como la pieza de un rompecabezas que no encajaba entre las formas espigadas de los árboles y el arco dilatado del cielo. Me detuve por completo para intentar recuperar la armonía del paisaje que se me escapaba y de pronto entre la niebla algo como un destello me cortó la respiración, se abrió paso hasta mis ojos y golpeó la base de mis sentidos.
El monstruo chapoteaba, su lomo se fundió en la parte alta de una montaña lejana. Era como ver a la naturaleza realizar un movimiento acelerado. De pronto, estiró el cuello hasta coronar su cabeza con la Luna. Durante un par de segundos, pensé que si lo deseaba podría tragársela y dejarnos de verdad la noche a oscuras, sin embargo, un instante más tarde me consoló saber que hasta para un coloso como él, un astro puede ser demasiado.
Mi primer encuentro con el monstruo determinó mi vida. No recuerdo si esa noche llegué a la villa, pero desde entonces comencé a descubrirlo en todas partes: en las formas de las nubes, en las manchas de agua que se forman en los pisos, en las paredes encaladas, en las frutas magulladas, entre el ramaje que observo a través de la ventana, en la suciedad del cristal de esta sala, en las ojeras de Rose que me trae novedades de la radiodifusora y piensa que ya no comprendo las pequeñas batallas cotidianas.
Los monstruos no tienen horario. Cuando es real, siempre lo veo en alguna etapa similar al sueño y me abandono entonces a esa especie de fascinación que siento por su compañía y dejo que su hechizo me consuma. Sé que los dos somos de distintas materias, que vagamos juntos, pero en planos simultáneos separados. Nunca lo he tocado, no permite que me acerque demasiado, porque entonces ocurriría una catástrofe y es posible que entonces los dos nos convirtiéramos en uno.
Su hábitat es como él, negro, extenso y helado. He terminado por aceptar que me gusta admirar la gracia y elasticidad con la que vaga por las galerías de túneles que taladran las montañas, y que disfruto ver cómo salta de pronto y dota de vida esas aguas oscuras cargadas de peces muertos. Cuando se marcha, permanezco bañado en sudor y tiritando durante un par de horas.
En esta última etapa de mi vida, a veces no tenía la suerte de mirarlo y me limitaba a visitar el lago. Deambulaba por ahí pateando piedras y mascando ramas, pero de alguna manera sabía que el monstruo iba conmigo, aunque yo lo buscara en el agua. Fue entonces cuando descubrí que el monstruo es lo que vagamente sospechamos, lo que no vemos, pero que está ahí, acechándonos mientras regamos el jardín o cuando decidimos la vida de otros desde la cabina de una estación de radio o desde detrás de un escritorio sazonado con cifras y estadísticas ambiguas.
En mi caso, el monstruo fue todo lo anterior y, además, el vaporoso relieve de los recuerdos que se me escapan a diario, el miedo que me invade al llegar la noche, los deseos de entender el lenguaje de las fieras o de que mi piel tenga la estructura de las piedras.
Naturalmente siento terror y respeto por el monstruo, pero sé que él no puede por sí mismo, ni le interesa, alcanzar las orillas. Aparece para mí de cuando en cuando, como si se tratara de un niño que pega la cara a la escotilla, pero siempre está ahí agitando su manto de agua.
Lo único malo, lo sabrán a su debido tiempo, es que quien tiene la posibilidad de mirarlo, aunque sea sólo una vez, queda inmovilizado, inutilizado, la boca no responde, las manos se petrifican, las funciones corporales se congelan y comienza una vorágine que arrasa con los árboles, la niebla y el entendimiento.
Las cosas giran alrededor de los ojos, de la cabeza, y la misma cabeza gira y, al terminar, la habitación es un caos de agua y ramas.
Lo que los vigilantes de esta sala detestan más es el aroma de putrefacción que emana.
“Es por el agua turbia”, les digo, pero se alzan de hombros, limpian, y de todos modos me castigan.